Incendios en Highgate Rise (Inspector Thomas Pitt 11)

Anne Perry

Fragmento

1

El inspector Pitt contemplaba las humeantes ruinas de la casa, sin reparar en la persistente lluvia que le empapaba. Tenía un mechón pegado a la frente y el agua se le colaba entre el cuello levantado del abrigo y la bufanda de lana. Frías gotas de lluvia le resbalaban espalda abajo, mientras que aún le era posible percibir el calor que desprendían los amontonados ladrillos ennegrecidos. El agua goteaba de las bóvedas derruidas y, al contacto con los rescoldos, se elevaba en volutas de humo produciendo un sonido sibilante.

A pesar de los escasos restos que quedaban, se dio cuenta de que había sido un edificio con encanto, elegante y bien construido: un hogar en el que habían vivido personas. Ahora apenas quedaba nada más que las habitaciones del servicio.

A su lado, el agente James Murdo se balanceaba cambiando alternativamente la pierna de apoyo. Pertenecía a la comisaría local de Highgate y le había dolido que sus superiores hubieran llamado a un hombre de Londres, por mucho que se tratara de alguien de la reputación de Pitt. Ni siquiera les habían dado la oportunidad de arreglárselas por ellos mismos. No había motivo para pedir ayuda tan pronto, sin haber tenido ocasión de conocer los pormenores del caso. Pero su opinión había sido ignorada, de modo que ahí tenía a Pitt: desaliñado, vestido de una forma que contrastaba lamentablemente con sus elegantes botas. Los bolsillos le abultaban por las inimaginables piltrafas que contenían, llevaba los guantes desparejados y la cara tiznada de hollín y surcada por la tristeza.

—Calculo que debió empezar hacia medianoche, señor —dijo Murdo, para demostrar que se las bastaba por sí solo para ser eficiente y que ya había hecho todo lo que cabía esperar—. Una dama de cierta edad, la señorita Dalton, que vive un poco más abajo, en St. Alban’s Road, vio el incendio al despertarse hacia la una y cuarto. Las llamas ardían ya con furia y envió a su doncella a que avisara al coronel Anstruther, que vive en la puerta de al lado, para que diera la voz de alarma, pues posee uno de esos artilugios telefónicos. La brigada de bomberos llegó al cabo de unos veinte minutos, pero no pudieron hacer ya gran cosa. Para entonces toda la casa estaba en llamas. Fueron a buscar el agua a las albercas de Highgate Ponds —señaló con el brazo—, justo al otro lado de esos terrenos.

Pitt asentía, mientras componía una imagen de la escena: el miedo, los bomberos forzados a retroceder ante el calor abrasador, los caballos espantados, las cubetas de mano en mano, y la inutilidad de todo aquel esfuerzo. Todo había quedado cubierto por el humo y por un resplandor rojo y cegador, mientras las lenguas de fuego ascendían hacia el cielo y las vigas reventaban con un fragor estrepitoso, en medio de un revuelo de chispas que se elevaban en la oscuridad. En el aire permanecía aún suspendido el acre olor del incendio, que hacía llorar los ojos y resecaba la garganta.

Pitt se sacudió una pequeña mota de hollín de la mejilla, lo que fue un error pues le tiznó la cara.

—¿Y el cadáver? —preguntó.

La animosidad de Murdo se esfumó al punto al recordar a los bomberos con el rostro lívido, portando la camilla. Sobre ésta sólo había podido ver unos restos casi esperpénticos, tan carbonizados que a duras penas podían reconocerse como humanos. A Murdo le tembló la voz al contestar.

—Creemos que se trata de la señora Shaw, señor, la esposa del médico local y propietario de la casa. Es también el forense de la policía, por lo que hemos llamado a un médico general de Hampstead, pero no ha podido decirnos gran cosa. Tampoco creo que nadie pudiera. El doctor Shaw está ahora en casa de un vecino, el señor Amos Lindsay. —Señaló con un gesto de la cabeza hacia lo alto de Highgate Rise, en dirección a West Hill—. Es aquella casa de allí.

—¿Sufre algún daño? —preguntó Pitt, sin dejar de mirar las ruinas.

—No, señor. Había acudido a una llamada nocturna, para asistir a una parturienta... Le ocupó la mayor parte de la noche. No oyó nada del suceso hasta que volvía de camino a casa.

—¿Y los sirvientes? —El inspector se dio por fin la vuelta y miró a Murdo—. Parece que esa parte de la casa ha sido la menos afectada.

—Sí, señor. Los sirvientes se han salvado todos, aunque el mayordomo sufrió quemaduras graves y lo llevaron al hospital. Está en la clínica St. Pancras, hacia el sur, justo detrás del cementerio. La cocinera sufre una conmoción y se la ha llevado un familiar que vive por Seven Sisters Road. La doncella no para de llorar y de decir que nunca debió marcharse de Dorset. Quiere volverse allí. La criada de la limpieza duerme fuera y viene cada día.

—¿Estaba el personal al completo y todos salieron ilesos salvo el mayordomo? —insistió Pitt.

—Así es, señor. El incendio se declaró en el cuerpo principal de la casa. El ala ocupada por el servicio fue la última en ser alcanzada y los bomberos pudieron sacarlos a todos. —Estaba tiritando, a pesar de la madera y los escombros que se consumían lentamente ante ellos.

La suave lluvia de septiembre amainaba y daba paso a un diluido sol de mediodía que asomaba por encima de los árboles de los campos de Bishop’s Wood. Soplaba un viento ligero procedente del sur, de la gran ciudad de Londres, donde los jardines de Kensington lucían desbordantes de llamativas flores, las niñeras paseaban arriba y abajo sus cargas con sus uniformes almidonados y los músicos ambulantes entonaban inspiradas melodías. Los carruajes recorrían veloces el Mall, donde las damiselas ataviadas a la última moda se saludaban unas a otras para enseñarse sus nuevos sombreros y las señoritas más atrevidas y de no tan intachable reputación subían a caballo por Rotten Row con sus ropas inmaculadas y sus caídas de ojos al cruzarse con los caballeros.

La reina, vestida de negro, de luto todavía por la muerte del príncipe Alberto acaecida hacía veintisiete años, se había recluido en Windsor.

Y en las callejuelas de Whitechapel había surgido un loco que destripaba mujeres, a las que mutilaba el rostro y cuyos cuerpos, empapados en sangre, dejaba grotescamente abandonados en el pavimento. La prensa popular no tardaría en llamarle Jack el Destripador.

Murdo encorvó los hombros y se enderezó un poco el casco.

—La señora Shaw es la única víctima en este crimen, inspector. Por lo que sabemos, el fuego se inició como mínimo en cuatro puntos diferentes a la vez. Prendió de forma inmediata, como si hubieran rociado las cortinas con gasóleo. —Los músculos de su joven rostro se tensaron—. A todo el mundo puede salpicársele gasóleo de una lámpara en la cortina de forma accidental, pero no en cuatro habitaciones diferentes. Y todas se incendiaron al mismo tiempo, sin que nadie sepa dar una explicación. Tiene que tratarse de un hecho deliberado.

Pitt no decía nada. Por eso estaba allí, porque había habido un asesinato. Eso era lo que le había llevado hasta aquel jardín destrozado, junto a aquel joven agente, impetuoso y resentido, que tenía la cara negra de hollín y los ojos desorbitados a causa de la emoción y la piedad que le había inspirado aquello.

—La cuestión es la siguiente —dijo Murdo con calma—: ¿era a la pobre señora Shaw a quien querían matar, o era al doctor?

—Hay muchas cosas por averiguar —respondió Pitt con tono seco—. Empezaremos por el jefe de bomberos.

—Su declaración está depositada en la comisaría, señor. A una media milla subiendo la calle. —Murdo hablaba con cierta tirantez, al recordar de nuevo a sus colegas.

Pitt le siguió y ambos caminaron en silencio. Unas pálidas hojas de árb

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