El sastre de Panamá

John le Carré

Fragmento

El sastre de Panamá

1

La tarde de aquel viernes se había desarrollado con toda normalidad en el Panamá tropical hasta que Andrew Osnard irrumpió en la sastrería de Harry Pendel y pidió que le tomasen las medidas para un traje. Cuando Osnard irrumpió en el establecimiento, Pendel era una persona. Cuando se marchó, Pendel no era ya el mismo. Tiempo total transcurrido: setenta y siete minutos según el reloj de caoba fabricado por Samuel Collier de Eccles, una de las muchas piezas con valor histórico reunidas en el establecimiento de Pendel & Braithwaite Co., Limitada, sastres de la realeza, antes en Savile Row, Londres, y actualmente en la vía España, Ciudad de Panamá.

O mejor dicho, a un paso de la vía España. Tan cerca, de hecho, que casi no había distancia material. Y más conocido como P & B.

El día comenzó puntualmente a las seis de la madrugada. Pendel se despertó sobresaltado por el estruendo de las sierras de cadena, los edificios en construcción y el tráfico del valle, y por la briosa voz masculina de la Radio de las Fuerzas Armadas.

–Yo no estaba allí, su señoría; eran otros dos tipos. Ella me pegó primero, y lo hice con su consentimiento –anunció Pendel a la mañana, pues tenía una sensación de inminente castigo a pesar de que era incapaz de atribuirle una causa concreta. De pronto recordó que el director de su banco lo esperaba a las ocho treinta y saltó de la cama. Su esposa Louisa masculló «No, no, no» y se tapó la cabeza con la sábana porque para ella el amanecer era el peor momento del día.

–No estaría mal un «Sí, sí, sí», para variar –sugirió Pendel mirándose en el espejo mientras aguardaba a que el agua del grifo saliese caliente–. Pongámosle un poco de optimismo a la vida, ¿no te parece, Lou?

Louisa gimoteó pero su cuerpo permaneció inmóvil bajo la sábana, así que Pendel, para animarse, no encontró mejor distracción que apostillar las palabras del locutor con comentarios presuntamente ingeniosos.

«El comandante en jefe del Mando Sur de Estados Unidos reiteró anoche la firme voluntad de su gobierno de respetar, de palabra y obra, las obligaciones contraídas con Panamá mediante los tratados del Canal», proclamó el locutor con masculina solemnidad.

–Puro camelo, muchacho –replicó Pendel, enjabonándose la cara–. Si fuera verdad, no tendría necesidad de repetirlo una y otra vez, ¿no, general?

«El presidente panameño ha llegado hoy a Hong Kong, primera escala de su gira de dos semanas por las capitales del Sudeste asiático», informó el locutor.

–¡Aquí lo tenemos! –exclamó Pendel, y alzó una mano jabonosa para reclamar la atención de su mujer–. ¡Hablan de tu jefe!

«Viaja acompañado de un equipo de expertos en economía y comercio, entre ellos su asesor en materia de planificación sobre el canal de Panamá, el doctor Ernesto Delgado.»

–¡Bravo, Ernie! –dijo Pendel con tono de aprobación, mirando de soslayo a su yacente esposa.

«El próximo lunes la comitiva presidencial reanudará viaje rumbo a Tokio para mantener allí unas decisivas conversaciones sobre el posible incremento de las inversiones japonesas en Panamá», prosiguió el locutor.

–¡Ahora verán esas geishas! ¡Se van a quedar boquiabiertas! –murmuró Pendel mientras se afeitaba la mejilla izquierda–. No saben de lo que es capaz nuestro Ernie.

Louisa despertó con inesperado ímpetu.

–Harry, por favor, no quiero oírte hablar así de Ernesto ni en broma.

–Lo siento, cariño. No se repetirá. Jamás –prometió a la vez que acometía la difícil porción de bigote situada justo debajo de la nariz.

Pero sus palabras no sirvieron para apaciguar a Louisa.

–¿Por qué no invierten en Panamá los panameños? –protestó. A continuación apartó la sábana de un manotazo y se irguió en la cama, luciendo el camisón blanco de hilo que había heredado de su madre–. ¿Por qué tenemos que andar tras el dinero de los asiáticos? Somos un país rico. Sólo en esta ciudad hay ciento siete bancos, ¿o no? ¿Por qué no empleamos nuestras ganancias de la droga en construir fábricas, escuelas y hospitales?

Ese «nuestras» no lo decía en sentido literal. Louisa se había criado en la Zona del Canal cuando ésta, en virtud de un abusivo tratado, era territorio estadounidense a perpetuidad, pese a ser una franja de tierra de sólo dieciséis kilómetros de anchura por ochenta de longitud, y hallarse rodeada de menospreciables panameños. Su difunto padre era ingeniero del ejército y, encontrándose destinado en la Zona, se retiró anticipadamente para trabajar al servicio de la Compañía del Canal. Su difunta madre, fiel adepta del libertarianismo, era profesora de religión en un colegio segregado de la Zona.

–Ya sabes lo que dicen, cariño –respondió Pendel, levantándose el lóbulo de una oreja y pasando la navaja por debajo. Se afeitaba con la misma devoción con que otros pintan, feliz entre sus frascos y brochas–. Panamá no es un país; es un casino. Y nosotros conocemos a quienes lo dirigen. Tú trabajas para uno de ellos, ¿no es así?

Ya volvía a las andadas. Cuando tenía la conciencia intranquila, era tan incapaz de medir sus palabras como Louisa de contener sus exabruptos.

–No, Harry, te equivocas. Yo trabajo para Ernesto Delgado, y Ernesto no es uno de ellos. Ernesto es un hombre honrado, con ideales, preocupado por salvaguardar el futuro de Panamá como estado libre y soberano en la comunidad de naciones. A diferencia de ellos, Ernesto no persigue el lucro personal, no está hipotecando el patrimonio de su país. Eso lo convierte en una persona muy especial y muy poco corriente.

Calladamente avergonzado, Pendel abrió la ducha y probó la temperatura del agua con la mano.

–Otra vez ha caído la presión –dijo sin sucumbir al desaliento–. Nos está bien empleado por vivir en lo alto de un cerro.

Louisa se levantó de la cama y se quitó el camisón. Era alta, de cintura alargada, cabello oscuro e hirsuto, y pechos firmes de deportista. Cuando se olvidaba de sí misma, era hermosa; cuando volvía a recordar quién era, encorvaba los hombros y se sumía en una actitud taciturna.

–Bastaría con un buen hombre, Harry –prosiguió, perseverante, mientras se embutía el pelo en el gorro de baño–. Sólo eso necesitaría este país para salir a flote. Un buen hombre de la valía de Ernesto. No otro demagogo ni otro ególatra. Sencillamente un buen cristiano, un hombre con sentido ético, un administrador íntegro y competente que no se dejase sobornar, capaz de mejorar las carreteras y el alcantarillado, de poner remedio a la pobreza, la delincuencia y el narcotráfico, y de conservar el Canal en lugar de vendérselo al mejor postor. Y Ernesto alberga el sincero deseo de desempeñar ese papel. Así que ni tú ni nadie tenéis por qué difamarlo.

Pendel se vistió deprisa, aunque con su acostumbrada me

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