Amigos absolutos

John le Carré

Fragmento

1

El día que su destino reapareció para reclamarlo, Ted Mundy lucía un bombín y se mantenía en equilibrio sobre una tarima improvisada en uno de los castillos bávaros de Luis, el rey loco. No era un bombín clásico, sino algo más propio de Laurel y Hardy que de Savile Row. No era un sombrero inglés, pese a que él llevaba la bandera británica, bordada en seda oriental, en el bolsillo superior de la deslucida chaqueta de tweed. En el interior de la copa, la etiqueta del fabricante declaraba que era obra de los señores Steinmatzky e Hijos, de Viena.

Y puesto que el sombrero no era suyo —como se apresuraba a explicar a cualquier desventurado, a ser posible mujer, que se convirtiese en víctima de su infinita accesibilidad—, tampoco era una forma de autopunición. «Este sombrero es atributo del cargo, señora —insistía, disculpándose locuazmente con un discurso bien ensayado que recitaba de carrerilla—. Un tesoro histórico, que me ha sido confiado durante un breve tiempo por generaciones de anteriores titulares del puesto… estudiosos, poetas, soñadores, clérigos errantes… y todos nosotros, del primero al último, leales servidores del difunto rey Luis… ¡Ja! —El “¡Ja!” era acaso una vuelta involuntaria a su infancia militar—. Y bien, ¿cuál es la alternativa, digo yo? No puede pedírsele a un inglés de pura cepa que ande de un lado a otro con un paraguas como los guías japoneses, ¿no? No aquí en Baviera. No, válgame Dios. No a menos de ochenta kilómetros del lugar donde nuestro estimado Neville Chamberlain pactó con el diablo. ¿O acaso le pediría usted una cosa así, señora?»

Y si su oyente, como suele ser el caso, es demasiado bonita para tener noticia de Neville Chamberlain o saber a qué diablo se refiere, el inglés de pura cepa, en un súbito arrebato de generosidad, ofrecerá su versión para principiantes del vergonzoso Acuerdo de Munich de 1938, sin abstenerse de comentar que incluso nuestra bien amada monarquía británica, por no hablar ya de nuestra aristocracia y el Partido Conservador aquí en la tierra, respaldaron prácticamente cualquier concesión a Hitler con tal de no entrar en guerra.

«El bolchevismo, un absoluto horror para la clase dirigente británica, hágase cargo —deja caer en el meticuloso telegramés que, como el “¡Ja!”, se impone en él cuando tiene la mira puesta en algo—. Y para los amos del cotarro en Estados Unidos, ídem de ídem. Lo que todos querían era lanzar a Hitler contra el Peligro Rojo. —Y cómo, pues a ojos de los alemanes el paraguas cerrado de Neville Chamberlain sigue siendo, hasta el día de hoy, señora, el vergonzoso símbolo de la contemporización británica con Nuestro Querido Führer, como invariablemente llama a Adolf Hitler—. Para serle sincero, yo en este país, como inglés, antes aguantaría la lluvia sin paraguas. Ahora bien, usted no ha venido aquí por eso, ¿verdad? Usted ha venido para ver el castillo preferido de Luis el Loco, no para que un pelmazo le venga con monsergas sobre Neville Chamberlain. ¿Cómo? ¿Cómo? Ha sido un placer, señora —quitándose el sombrero de payaso en una parodia de sí mismo y dejando a la vista sobre la frente un anárquico mechón de pelo entrecano que sale disparado igual que un galgo al abrirse el box—. Ted Mundy, bufón de la corte de Luis, para servirle.»

Y estos clientes —o «paisanos», como prefieren llamarlos los touroperadores británicos— ¿a quién creen haber conocido, si es que llegan a preguntárselo? ¿Quién es para ellos, como fugaz recuerdo, ese tal Ted Mundy? Tiene cierta vis cómica, desde luego. Un fracasado en algo, un majadero profesional inglés con bombín y bandera nacional, todo para todo el mundo y nada para sí, los cincuenta y pico ya a las espaldas, simpático, no le confiaría a mi hija necesariamente. Y esas arrugas verticales en el entrecejo, como finas incisiones de bisturí, podrían deberse al enojo, podrían deberse a las pesadillas: Ted Mundy, guía turístico.

Faltan tres minutos para las cinco de la tarde, y la última visita del día, a finales de mayo, está a punto de comenzar. El aire refresca cada vez más, un sol rojizo de primavera se pone entre las hayas jóvenes. Ted Mundy está encaramado al balcón como un saltamontes gigante, las rodillas en alto, el bombín sesgado para protegerse de los mortecinos rayos. Abstraído, lee un ejemplar arrugado del Süddeutsche Zeitung que guarda enrollado en el bolsillo interior de la chaqueta como un mordedor de perro para esos respiros entre visita y visita. Oficialmente la guerra con Irak terminó hace un mes. Mundy, inquebrantable opositor, examina los titulares menores: el primer ministro Tony Blair viajará a Kuwait para expresar su agradecimiento al pueblo kuwaití por su cooperación en el satisfactorio desenlace del conflicto.

—En fin… —dice Mundy en voz alta, con la frente fruncida.

Durante su visita el señor Blair hará una breve escala en Irak. Evitando todo triunfalismo, se pondrá de relieve la necesidad de reconstrucción.

—Eso espero —gruñe Mundy, su expresión aún más ceñuda.

El señor Blair no tiene la menor duda de que las armas de destrucción masiva de Irak no tardarán en encontrarse. En cambio, Rumsfeld, secretario de Defensa de Estados Unidos, especula con la posibilidad de que los iraquíes las destruyesen antes de iniciarse la guerra.

—¿Y por qué no os ponéis de acuerdo ya de una vez, cretinos? —rezonga Mundy.

Su jornada, pues, ha seguido el complejo e insólito curso de todos los días. A las seis en punto se levanta de la cama que comparte con Zara, su joven compañera turca. De puntillas por el pasillo, va a despertar a Mustafá, de once años, hijo de Zara, con tiempo suficiente para que se lave la cara y se cepille los dientes, rece sus oraciones matutinas, y tome el desayuno —pan, aceitunas, té y crema de chocolate— que Mundy le ha preparado entretanto. Todo esto se lleva a cabo con el mayor sigilo. Zara tiene el último turno en un restaurante turco cercano a la principal estación de ferrocarril de Munich, y no deben despertarla bajo ningún concepto. Desde que empezó a trabajar de noche llega a casa a eso de las tres de la madrugada, al cuidado de un amable taxista kurdo que vive en la misma manzana. El ritual musulmán, por tanto, le permitiría rezar una oración rápida antes del amanecer y disfrutar luego de sus buenas ocho horas de sueño, que tanto necesita. Pero el día de Mustafá comienza a las siete, y también él debe rezar. Se requirió todo el poder de persuasión de Mundy, unido al de Mustafá, para convencer a Zara de que Mundy podía supervisar las oraciones de su hijo, y ella podía descansar sus horas. Mustafá es un niño callado y felino, con un casquete de pelo negro, ojos castaños de mirada medrosa y voz estentórea y reverberante.

Desde el edificio de apartamentos —una decrépita caja de hormigón rezumante y cableado externo—, el hombre y el niño se abren paso a través de las calles inhóspitas hasta una parada de autobús llena de pintadas, en su mayoría obscenas. Su manzana es lo que ahora llaman una «aldea étnica»: kurdos, yemeníes y turcos viven hacinados. Otros niños se congregan aquí, algunos con madre o padre. Sería lógico que Mundy les encomendase a Mustafá, pero prefiere acompañarlo hasta el colegio y estrecharle la mano en la verja, a veces con el formal beso en las dos mejillas. En la brumosa época anterior a la aparición de Mundy en su vida, Mustafá padeció de humillación y miedo. Necesita recomponerse.

Con sus largas zancadas, Mundy tarda veinte minutos en regresar del colegio al apartamento, y cuando llega, una parte de él espera que Zara siga dormida y la otra parte que acabe de despertar, en cuyo caso

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos