Durante la plaga

Daniel Serrano

Fragmento

Capítulo 1

1

Están todos muertos».

Hace un sol de primavera plena y una urraca quedó parada en el silencio de la acera, bajo el árbol florecido y flaco, coloreando (pájaro y escuálido vegetal) el circundante paisaje de las afueras, extrarradio gris, escombreras y talleres, el automático ladrido de los perros, fachadas con la firma de diversas poluciones, la última frontera de la ciudad y, ahí enfrente, la autopista se ha vaciado de vehículos y todo permanece en ese clima de sueño pesado que es la vida cuando se detiene.

Porque el mundo se ha detenido.

Como nunca.

Es marzo de 2020, el tiempo de la plaga, y a punto de atravesar el umbral de un refugio para ancianos y ancianas sin otro lugar donde asilarse, Ulises Lombardi fuma un cigarrillo desaconsejado por su neumólogo y, más aún, en las actuales circunstancias. Titula el cartel de la entrada: Residencia para Mayores. Ulises Lombardi es, desde luego, mayor. Lo suficiente, quizás, como para ir preparando su traslado a un lugar así. Sesenta y siete años. Eso es ser viejo. ¿O no? Medita levemente Ulises Lombardi al respecto, y después hace un dibujo borroso de humo en la claridad de la mañana y pregunta:

—¿Qué hace usted aquí, abuelo?

El anciano está en mitad de la acera sobre una silla de plástico rotulada con el nombre de un refresco, inestable asiento en su deterioro de años batallando contra la climatología. El tipo mira tras sus gafas de cristal muy grueso, ahumadas y sucias, viste gabardina por encima de un pijama de felpa color marrón y los tobillos, delgadísimos y lívidos, se hallan al aire, por encima de unos gastados mocasines y sin la cortesía (siquiera) de un mal calcetín. Escruta desde abajo, observando fumar a Ulises Lombardi.

—Espero a que alguien venga a recogerme. Llamé a mi nieto hace tres días.

Ulises Lombardi apura su cigarrillo y la urraca escapa volando. Un coche del Ejército pasa a toda prisa por la carretera. Parece oírse, a lo lejos, una radio con música.

—Pero le advierto, si va a entrar, que están todos muertos. También las monjitas.

Ulises Lombardi sube las escaleras, irrumpe en el edificio, quiebra con sus pasos la ausencia de todo sonido, percibe el hedor, abre una puerta y ve a las monjitas, ambas en la misma cama, muertas en un abrazo extraño, iniciando un proceso de súbita momificación con algo de litúrgico o santo. Después, en las diferentes estancias, cadáveres de ancianos y ancianas sobre colchones manchados de orín, cadáveres en el suelo o en un sofá, mirando el televisor encendido, como atendiendo todavía desde la muerte a una presentadora que ríe en la pantalla cuando Ulises Lombardi se tapa la nariz para eludir la pestilencia. Todo lo llena un intenso olor a principio de putrefacción y heces. Ulises Lombardi acude a la secretaría, rebusca en los cajones, mira el registro y no halla lo que persigue.

Hace la cuenta de una docena de cadáveres, toma el teléfono, marca el número de urgencias e informa del desastre. No se identifica por su nombre. Sale a la calle.

—Se lo dije. Están todos muertos.

El anciano tiene un crucigrama arrugado entre las manos, se aferra a la página de periódico como si en ella hubiera inscrita alguna clave cifrada que pudiera salvarlo.

—La verdad es que no recuerdo si llamé a mi nieto. Ni siquiera me acuerdo bien de si tengo nieto. ¿Qué edad me echa usted? Seguro que no acierta.

—Soy torpe para calcular edades, abuelo.

—Noventa y nueve años. Casi nada, ¿eh?

Ulises Lombardi enciende otro cigarrillo, logra no vomitar y eso le parece lo correcto, está buscando a alguien porque su oficio lo requiere y su oficio es (de momento) la investigación detectivesca, igual que en las películas, aunque él no parece un detective de película. Ni feo ni guapo, ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo. Hombros anchos perfectamente adecuados (hace mucho) para la tercera línea sobre el terreno de rugby. Ojos azules y sorprendente cabello rizado, casi siempre demasiado tiempo sin ser sometido a la implacable tijera del Salón Otero de la calle Mira el Sol, adonde suele acudir en busca de un silencioso trabajo de control capilar. Soltero (eso sí encaja con el cliché policial) y del barrio de Recoleta, en Buenos Aires, una de las zonas más conchetas de la ciudad, aunque ahora, aquí, desde hace mucho afincado en España, sólo es un argentino sin dinero, como tantos otros que vinieron cuando la dictadura de Videla y antes. Se hizo detective porque el Legionario, amigo de los bares del madrileño barrio de La Latina, le contrató como secretario cuando Ulises Lombardi se quedó sin su trabajo de oficinista una vez cumplió los sesenta años, y con una mano delante y otra detrás. Es decir, sin un mango. O sea, sin ahorros ni modo de ganarse la vida. No es la primera vez que Ulises Lombardi ve un escenario así, con cadáveres a cada paso. En Argentina, en su época de guerrillero, anduvo en infiernos similares. O peores. Prefiere no recordar. Las noches que duraban días en la Escuela de Mecánica de la Armada. Las torturas, la sangre en la saliva, esa luz de sótano de sus más turbias pesadillas. Pero logró escapar. Huyó. Vino a España. A Madrid. Ejerció durante años una labor burocrática y estúpida en una oficina. La crisis le rompió el culo hacia 2013, le lanzó al desempleo. Fue acogido por el Legionario en su agencia de investigación y, después, casi de inmediato, el Legionario se murió y Ulises Lombardi heredó el negocio. Cuya actividad no ha sido precisamente boyante. Simplemente se ha mantenido a flote. De cuando en cuando, le contrata algún gitano del Rastro para ver si alguien está moviendo material que le han robado. O alguna señora mayor que tiene interés en saber si su hijo sigue drogándose. Y, sí, sigue drogándose. Siempre. Tendría que haberse retirado, buscar la jubilación, pero continúa con el despacho abierto. «Aquí, esperando el cáncer», saludaba en sus años finales un autor español de comedias desde su mesa del Café Gijón. El detective también aguarda un desenlace, el que sea, y mientras decora con humo las esquinas de su despacho. Ahora, sin embargo, Ulises Lombardi piensa en lo raro que resulta este momento de su vida. Con todo inmóvil a su alrededor. También es consciente de que la policía, cuando llegue, le va a preguntar sobre su presencia aquí. Y por qué se ha saltado el confinamiento que impone el estado de alarma. Nada de eso le conviene.

—¿Le suena a usted que aquí hubiera algún viejo que se llamara Teodulfo?

—No. Seguro que no. Tengo la cabeza mal, pero los nombres de los viejos de aquí me los sé todos. Bueno, me parece.

Por ahora le va a valer la palabra de este tipo.

—Hasta luego, amigo. Buena suerte.

—No se preocupe. Mi nieto seguro que está a punto de llegar.

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