Las chicas ocultas

Rebecca Whitney

Fragmento

Hace días que se oyen los golpes. Vienen de detrás del lavabo del baño de abajo, donde hay un hueco tapiado bajo las escaleras. Ruth posa la mano sobre la pared y siente las vibraciones procedentes del otro lado; es un repiqueteo constante, como si alguien estuviera intentando salir.

—¿Tam? ¿Eres tú? —pregunta, acercando la boca a la pared.

Toc. Toc, toc.

Ruth intenta descifrar el código, pero su mente va a tal velocidad que es imposible que aterrice sobre algo concreto. Sin embargo, ella y Tam siempre sabían lo que la otra quería decir: a veces les bastaba una mirada para comunicarse; era como si tuvieran una especie de telepatía. Es algo habitual entre hermanas, o al menos lo había sido entre ellas en plena adolescencia, ya que Ruth era solo un año menor y se llevaban tan pocos meses que la gente creía que eran gemelas. Y ahora, después de tanto tiempo, Tam por fin la había encontrado. Qué lista era.

Toc, toc, toc. Toc.

Acerca los labios a la pared y deja que las vibraciones entren en ella.

—Vale, Tam. Creo que ya lo entiendo.

Se oye otro ruido procedente del salón; se trata de algo que también reclama su atención, aunque Ruth no cae en la cuenta de qué puede ser. Abre la puerta del baño para echar un vistazo. Allí, en el suelo, en un capazo, hay un bebé —madre mía, es Bess, su bebé; se había olvidado por completo de ella— y la pequeña está haciendo un ruido infernal. Ruth se tapa los oídos con las manos, cierra con fuerza los ojos e intenta que la cabeza deje de darle vueltas, pero el llanto es tan estridente que se mete en su interior, inundándola casi hasta ahogarla. Si Bess se callara, aunque fuera solo un rato, tendría margen para pensar, pero ese bebé no se cansa nunca. Seguro que Tam habría sabido qué hacer. Ella siempre tenía solución para todo.

Detrás de Ruth, el repiqueteo se ha transformado en golpes fuertes, como si Tam estuviera dándole puñetazos a la pared.

—¡Vale, vale, ya voy! —grita.

Va a la cocina y abre el cajón de los cubiertos para sacar el cuchillo más largo, el que Giles y ella usan para cortar sandía o trinchar el pollo asado los domingos. El cuchillo está hecho en su totalidad de una única pieza de metal y forma parte de un juego carísimo que le regalaron los compañeros de trabajo por su boda. Lo empuña y el mango helado casi hace que le duela la mano ardiente. Atraviesa el salón mientras el bebé la observa con los ojos llorosos y la boca abierta, gimiendo, con el rostro penosamente sofocado. «A lo mejor ni es mía», piensa Ruth. Después de que le practicaran la cesárea, hacía cuatro semanas, estaba tan aturdida que el cirujano bien podría haberle entregado a cualquier otra niña, o incluso cualquier otra cosa, como un bebé alienígena o el mismísimo diablo.

—Chist —dice, intentando hacerlo con cariño, pero le sale un sonido brusco y el llanto de Bess se vuelve histérico; Ruth desea de corazón ayudar a ese bebé, pero le da pánico tocarlo, porque es tan diminuto que podría aplastarlo con una sola mano—. Por favor, por favor, cállate de una vez.

Pasa por delante de la pequeña, entra en el baño de abajo y cierra de un portazo para aislarse del llanto del bebé, que se queda al otro lado. Sobre el lavabo hay una estantería con lociones hidratantes, cremas para las escoceduras del pañal y jabón líquido. Ruth lo tira todo con un golpe de muñeca y los botes se esparcen por el suelo. Ahora tiene el espacio que necesita. Se lanza hacia la pared con el cuchillo y la pintura salta y se desconcha cuando clava la hoja en la superficie.

—Ya voy —dice, jadeando por el esfuerzo—. Esta vez no te voy a abandonar, Tam.

La pared es de escayola, no de ladrillo, como ella creía, y la hendidura se va haciendo rápidamente más grande y profunda a medida que ella la ataca con fervor, satisfecha por liberar a Tam, que va a resultar mucho más sencillo de lo que imaginaba. Tras solo unos segundos, el cuchillo atraviesa la pared. Ruth retrocede, a la espera de una corriente de agua que vacíe el hueco oculto, pero no cae ni una sola gota. Pasa la mano por encima de la incisión: la pared está completamente seca.

—Tam, ¿estás ahí? —Pega la boca al agujero—. Lo siento, ¿vale? Pero deberías haber dejado que se lo contara.

Al otro lado solo hay silencio. Ruth acerca un ojo al orificio. Dentro está oscuro, pero se percibe una ocupación furtiva del espacio, como si algo acabara de pasar y hubiera agitado el aire. Introduce un dedo en la cavidad. Su piel entra en contacto con algo de carne y hueso. Grita, aparta el dedo de golpe y el cuchillo se le resbala de la mano sudorosa y cae estrepitosamente al suelo. Respira hondo, se agacha, recoge la hoja afilada y brillante, y contempla en ella el reflejo de la mujer más trastornada que ha visto en su vida.

—Dios mío. —Ruth se palpa la cara llena de salpicaduras de pintura y su reflejo en el cuchillo la imita—. ¿Qué me está pasando?

Entre la fuerza que posee y su mente desbocada, podría hacerle cualquier cosa a cualquiera, incluido a su bebé, y no sería capaz de controlarlo.

Capítulo 1

1

Un grito rompe el silencio de las tres de la mañana; se trata de dos alaridos prolongados, estridentes y feroces. El chillido de una mujer. Incluso mientras Ruth lo está escuchando, recostada en la cama sobre unas almohadas empapadas con su bebé de seis meses succionando lo que queda en el biberón, duda que el grito sea real; no es más que su cerebro privado de sueño, que está volviendo a fantasear. Pero va a tener que llamar a la policía, aunque solo sea para confirmar que el ruido es producto de su imaginación.

Deja a Bess sobre la cama, al lado de Giles, y se va con el teléfono a la habitación de al lado. No quiere despertar a la niña y tampoco tiene fuerzas para aguantar los reproches de su marido.

—¿De dónde ha dicho que venía el ruido? —le pregunta el operador cuando ella le cuenta lo que ha oído.

Ruth mira hacia el techo mientras piensa en todos los ruidos que se oyen en su casa durante el día: los trenes interurbanos que pasan a toda velocidad por delante de los huertos que hay en la parte de atrás; el murmullo constante del tráfico de la Circular Norte; las voces de los hombres que trabajan en el lavadero de coches del final de la calle…

—De la gasolinera —responde ella.

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