Cuauhtli, La revelación del aguila

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

Cuauhtli La revelación del águila

I

LA SOLEDAD, AQUELLA TESTARUDA QUE SE OCUPARA de embriagarle los segundos a tantos y tan lejanos instantes de cordura, con la pasión secreta que las musas de taberna apenas si dominan, por fin dejó de tener sabor y textura. Nuevamente volvía a ser abstracta, intangible, invisible e insípida. Se sabía solo; sin embargo, por alguna muda, y quizá por eso, incomprensible razón, la compañía de aquella mojigata ya no dolía. Dejó de ser el pesado ropón que le cubría y sofocaba hasta exprimirle lágrimas torrenciales. Buscó en el talego de emociones algo qué sentir, y descubrió que todo se había ido por el drenaje del olvido: no había miedo ni enojo ni tristeza, mucho menos lágrimas: se las había gastado todas. Había tocado fondo.

Al abrir los ojos, el arqueólogo forense Diego Augusto Daza Ruiz se encontró patitieso, cual efigie de barro, frente a una ventana que no olvidaría jamás y se preguntó dónde demonios estaba. Arrugó la nariz al advertir, inevitablemente, un punzante tufo a amonio. Dirigió la mirada a su izquierda y encontró una cama individual que yacía intacta, en la cual seguramente no había dormido. O por lo menos eso parecía indicarle la ausencia de arrugas en las cobijas. «¿Qué hora es?», se cuestionó y sus pupilas continuaron el pausado recorrido por los muros de la habitación en búsqueda de un artefacto que respondiera a su pregunta. Tras dar un giro de ciento ochenta grados notó la presencia de un desconocido en otra cama, acostado de lado y en dirección a la pared. Pretendió identificarlo estirando el cuello para lograr verle el rostro. Sin conseguir su objetivo, volvió la mirada a la ventana e inquirió por qué ésta tenía una protección metálica en el interior. Pese a que el desbarajuste de emociones declinaba lo evidente, comenzó a comprender dónde se encontraba. Afuera había un jardín de césped frondoso, con cuatro jacarandas en los puntos cardinales, bancas de acero pintadas de blanco y una fuente en el centro con dos ángeles nudistas que derramaban agua de unas jícaras que sostenían con los brazos extendidos mientras un par de pichones defecaban en sus cabezas. Y para ampliar el folclor de la estampa: delante de la fuente un hombre permanecía en una silla de ruedas en estado catatónico. Una escolta de enfermeros resguardaba perezosamente el lugar mientras una veintena de hombres y mujeres deambulaban sin dirección precisa.

—¿No vas a dormir, Kukulcán? —dijo el hombre acostado en la cama derecha.

«¿Kukulcán?». Daza frunció el ceño y buscó una razón para que aquel extraño le llamara de esa manera. Nuevamente recorrió con la mirada la habitación y sólo encontró las dos camas, la ventana con protección y una puerta en el otro extremo.

—¿Dónde estoy?

—En el loquero, cabrón, ya te lo dije.

—¿En el…? —dijo, sin poder terminar lo que intentaba cuestionar.

—Sí, güey —el paciente asomó la mitad del rostro por un instante—. Tú eres Kukulcán y yo soy Huitzilopochtli —y se volvió a tapar.

—No mames, pendejo.

El hombre se quitó las cobijas de la cara y se incorporó con asombro.

—¿Cómo me llamaste? —se puso de pie.

Daza se sorprendió aún más al ver el rostro del hombre.

—Disculpa —respondió abriendo los ojos y dando un par de pasos hacia atrás.

—¡No! ¡Repítelo! —el paciente lo siguió hasta acorralarlo en una esquina de la habitación.

—¿Qué? —arqueó las cejas.

—Eso que acabas de decir —el paciente acercó su rostro a dos centímetros del de Daza.

—¿Qué?

—Me dijiste «no mames, pendejo» —sonrió tomándolo de los hombros.

—Ya te ofrecí disculpas…

El hombre le dio la espalda, caminó a la puerta y comenzó a aporrearla con el puño.

—¡Doctora! —gritó sin dejar de golpear—. ¡Doctora! ¡Doctora!

—Lo siento —dijo Diego Daza asustado por la reacción.

Pronto llegó un par de enfermeros.

—¡Llamen a la doctora! —dijo el hombre—. ¡Ya reaccionó! ¡Ya reaccionó! ¡Ya reaccionó!

—Tranquilo, tranquilo, ya pasó —dijo uno de los enfermeros.

—¿Qué está pasando? —preguntó Daza.

—Nada. Ve a tu cama.

—¡No! ¡Díganme qué está pasando! ¡Quiero una explicación!

El hombre sacó una jeringa y caminó hacia el paciente que seguía exclamando: «¡Ya reaccionó! ¡Llamen a la doctora!».

—¿Qué ocurre? ¿Por qué nos tienen aquí? —preguntaba Daza mientras tanto.

—No hagas esto difícil —forcejeaban con el paciente que no se dejaba inyectar.

—¡No! ¡Quiero hablar con la doctora! —exigía.

Diego Daza recorrió el lugar con la mirada, notó que habían dejado las llaves en la puerta totalmente abierta. En medio de su desesperación corrió a la salida.

—¡Quiero hablar con la doctora! —gritaba el paciente sobre la cama mientras pataleaba.

—Eso no es posible —dijo el enfermero en cuanto sometieron al paciente y le inyectaron un barbitúrico.

—¡Ya se salió el otro! —exclamó uno de los enfermeros y el paciente perdió el conocimiento.

Pronto los hombres se dirigieron a la salida. Daza intentó cerrar por fuera, pero uno de ellos logró meter la mano entre la puerta y el marco. De no haberlo hecho se habrían quedado encerrados pues las puertas no tenían manija por dentro. Forcejearon por un breve instante. Daza miró de izquierda a derecha buscando una escapatoria. Los enfermeros abrieron. Diego corrió a mano derecha, las sandalias de algodón le atrasaban el paso; se las quitó y continuó con su huida. Con muros de ladrillos pintados de blanco, puertas cerradas por todas partes, lámparas apagadas y la luz que se filtraba por las ventanas a los extremos, el pasillo se encontraba igual de sombrío que su indefinido destino. Los dos hombres, evitando una fatiga innecesaria, caminaron tras él, a sabiendas de que Daza no llegaría más allá de la entrada principal. De pronto, a la vuelta del pasillo apareció otro enfermero. «¿Y ahora a dónde corro?», se preguntó. Decidió embestirlo, seguir adelante, derribarlo. «¡Corre, Diego!», se dijo. Apretó los dientes dispuesto a soportar cualquier golpe. Fuerza. Necesitaba fuerza. Había aguantado mucho, mucho, qué importaba un golpe más.

No pudo. El enfermero abrió ambos brazos y lo derribó golpeándole el mentón con el antebrazo. Daza cayó de espaldas. Vio de cabeza a los enfermeros que caminaban hacia él. Intentó escabullirse arrastrándose, pero el enfermero le atrapó la pierna. Con las palmas de las manos en el piso intentó impulsarse para zafarse. Los tres hombres se le fueron encima, lo sometieron y sin más le administraron una dosis intramuscular de Pentotal.

Pronto su tensión arterial y flujo sanguíneo cerebral disminuyeron, su frecuencia cardiaca aumentó, y la mirada se le nubló. «¿Por qué?», intentó preguntar, pero los músculos bucales no le respondieron. Un olor a amoniaco fue lo último que reconoció. Perdi

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