El método Catalanotti (Comisario Montalbano 31)

Andrea Camilleri

Fragmento

Capítulo 1

1

Se encontraba en un claro, delante de un bosquecillo de castaños. El terreno estaba completamente cubierto de una variedad de margaritas rojas y amarillas que él nunca había visto y que desprendían un perfume que impregnaba el aire. Le entraron ganas de andar descalzo y ya estaba agachándose para desatarse los cordones de los zapatos cuando del bosquecillo surgió un fuerte ruido de campanas. Aguzó el oído y vio aparecer un rebaño de cabrillas blancas y marrones, todas ellas con un collar de cencerros. A medida que se acercaban, el cascabeleo se transformó en un sonido único, insistente, interminable, agudo. Y aumentó tanto de volumen que empezaron a dolerle los oídos.

Se despertó por culpa de aquel estruendo y entonces comprendió que el ruido, que continuaba aunque ya no estaba soñando, era ni más ni menos que el dichoso timbre del teléfono. Se dio cuenta de que le tocaba levantarse e ir a contestar, pero no se veía capaz, estaba demasiado atontado todavía, tenía la boca pastosa. Estiró el brazo, encendió la luz, miró el reloj: las tres de la madrugada.

¿Quién podía ser a esas horas?

El teléfono seguía erre que erre, no le daba ni un respiro.

Se levantó, fue al comedor, descolgó.

—¿Igaaa? ¿Ien esaaa?

Eso fue lo que le salió de la boca.

Hubo un momento de silencio y luego una voz dijo:

—Pero ¿no estoy llamando al comisario Montalbano?

—Sí.

—¡Mimì al aparato!

—¿Qué coño pasa...?

—Por favor, Salvo, por favor. Abre, que estoy llegando.

—Que abra ¿el qué?

—La puerta.

—Espera —dijo.

Fue hacia allí a trompicones, muy despacito, como un autómata. Llegó por fin y abrió.

Se asomó.

No había nadie.

—¡Mimì, ¿dónde coño estás?! —gritó a la noche.

Silencio.

Cerró la puerta.

A ver si había sido todo un sueño...

Volvió al dormitorio y se metió otra vez en la cama.

Ya estaba adormilándose cuando sonó el timbre.

No, no había sido un sueño.

Fue otra vez hasta la puerta y giró el picaporte.

Desde fuera, Mimì le dio un buen empujón y como Montalbano, al otro lado, no tuvo tiempo de apartarse, recibió todo el impacto y fue a estamparse contra la pared.

Al quedarse sin aliento, no había podido ni soltar una maldición; Augello no comprendió dónde estaba y lo llamó:

—Salvo, ¿dónde te has metido?

Entonces Montalbano volvió a cerrar de una patada, con lo que Mimì se quedó otra vez en la calle.

—¡¿Me vas a hacer el favor de abrir la puerta o qué?! —se puso a gritar.

El comisario abrió, se hizo a un lado raudo y veloz y se quedó inmóvil mirando a Mimì, que entró echando fuego por los ojos. A continuación, como conocía bien la casa, se abalanzó hacia el comedor, abrió el mueble bar y agarró una botella de whisky y un vaso. Luego se dejó caer en una silla y se puso a beber.

Hasta ese momento, Montalbano no había abierto la boca y así, sin decir nada, se dirigió a la cocina y, como era su costumbre, se preparó un buen café. Había entendido, al ver la cara de su amigo, que el asunto del que quería hablarle tenía enjundia.

El subcomisario fue a reunirse con él en la cocina, donde se desplomó sobre otra silla.

—Quería contarte... —empezó, pero se detuvo porque en ese momento se dio cuenta de que Montalbano estaba como Dios lo trajo al mundo.

El propio comisario también se dio cuenta en ese instante y se fue corriendo al dormitorio a buscar unos vaqueros.

Mientras se los ponía, se preguntó si no sería buena idea ponerse también una camiseta, pero decidió que Mimì no se lo merecía.

Volvió a la cocina.

—Quería contarte... —empezó de nuevo Augello.

—Espera, primero me tomo el café y después ya hablamos.

El brebaje apenas le hizo efecto.

Se sentó delante del subcomisario, encendió un pitillo y luego le dijo:

—Venga, dispara.

En cuanto Mimì comenzó a contarle la historia, Montalbano tuvo la impresión, quizá porque aún seguía en una especie de duermevela, de estar en el cine: las palabras de Augello se transformaban en imágenes de inmediato.

Era de madrugada y el automóvil avanzaba por una calle bastante ancha, en silencio, muy despacito, con los faros apagados, rozando los vehículos aparcados junto a la acera. No parecía que rodara, sino más bien que se deslizara sobre mantequilla.

De repente aceleró, se lanzó hacia la izquierda, dio un giro y se quedó aparcado en un abrir y cerrar de ojos.

Luego se abrió la puerta del conductor y un hombre bajó con cautela y cerró lentamente.

Era Mimì Augello.

Se subió el cuello de la americana casi hasta rozarse la nariz, hundió la cabeza entre los hombros, echó un vistazo rápido a ambos lados y a continuación, con tres saltos uno detrás de otro, cruzó la calle y se plantó en la acera de enfrente.

Con la cabeza gacha, dio varios pasos más y se detuvo delante de un portal, estiró un brazo y, sin mirar siquiera qué ponía en las etiquetas del portero automático, llamó a un piso.

Alguien contestó al instante:

—¿Eres tú?

—Sí.

La cerradura emitió un chasquido. Mimì abrió, entró y cerró en un santiamén y luego empezó a subir los escalones de puntillas. Le pareció mejor idea que coger el ascensor, que habría hecho mucho ruido.

Al llegar al tercero vio un filamento de luz que se escapaba por una puerta apenas entreabierta. Se acercó, la empujó, entró. La mujer, que al parecer lo esperaba en el recibidor, tiró de él con el brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha cerraba la puerta dando cuatro vueltas a la llave de la cerradura superior y dos más a la de la inferior, para luego soltarlas las dos en una mesita. Mimì Augello hizo ademán de abrazarla, pero ella se apartó, lo cogió de la mano y le dijo en voz baja:

—Vamos para allá.

Mimì obedeció.

Cuando ya estaban en el dormitorio, pegó los labios a los de Mimì, que la estrechó con fuerza contra sí y le devolvió el beso apasionado.

Y fue precisamente en ese instante cuando los dos se quedaron inmóviles y se miraron con los ojos como platos.

¿De verdad habían oído el ruido de la llave al girar en la cerradura?

Una fracción de segundo después ya no les cupo ninguna duda.

Alguien estaba abriendo.

Mimì se lanzó como una flecha hacia el balcón, lo abrió y salió, tras lo cual la mujer se apresuró a cerrar otra vez.

—Martino..., ¿eres tú...? —la oyó preguntar Augello.

—Sí —contestó una voz de hombre ya desde dentro del piso.

—¿Y qué haces aquí?

—He pedido que me sustituyeran. No me siento muy católico.

Mimì no se quedó

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