Las aventuras de Sherlock Holmes (edición ilustrada) (Los mejores clásicos)

Sir Arthur Conan Doyle

Fragmento

cap-1

ESCÁNDALO EN BOHEMIA

Para Sherlock Holmes ella es siempre «la mujer». Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. A sus ojos eclipsa a la totalidad de su sexo y la supera. Y no es que sintiera hacia Irene Adler un sentimiento semejante al amor. Todos los sentimientos, y este en particular, parecían abominables a su mente fría, precisa, admirablemente equilibrada. Le considero la máquina razonadora y observadora más perfecta que ha conocido el mundo, pero como amante no hubiera sabido desenvolverse. Nunca hablaba de las pasiones más tiernas, salvo con sarcasmo y desprecio. Eran elementos valiosísimos para el observador, excelentes para descorrer el velo que cubre las motivaciones y acciones humanas. Pero para el avezado pensador admitir semejantes intrusiones en su delicado y bien ajustado temperamento suponía introducir un factor de distracción capaz de generar dudas en todas las conclusiones de su mente. Un grano de arena en un instrumento de precisión, o una grieta en una de sus potentes lupas, no serían más perturbadores que una emoción intensa en un carácter como el suyo. Y, sin embargo, solo existía una mujer para él, y esa mujer era la difunta Irene Adler, de dudosa y cuestionable memoria.

Últimamente yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había distanciado. Mi completa felicidad, y los intereses centrados en el hogar que envuelven al hombre que se ve por primera vez dueño y señor de su propia casa, absorbían toda mi atención, mientras Holmes, cuya misantropía le alejaba de cualquier forma de sociabilidad, seguía en nuestras dependencias de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros, y oscilando, semana tras semana, entre la cocaína y la ambición, entre la somnolencia de la droga y la fiera energía de su ardiente naturaleza. Le seguía atrayendo profundamente, como siempre, el estudio del crimen, y dedicaba sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación a seguir unas pistas y desvelar unos misterios que la policía había abandonado como imposibles. De vez en cuando me llegaba una vaga noticia de sus actividades: que lo habían llamado desde Odessa en el caso del asesinato de Trepoff; que había esclarecido la peculiar tragedia de los hermanos Atkinson en Tricomalee, y por último que había resuelto con delicadeza y eficacia la misión relacionada con la familia real de Holanda. Salvo estos indicios de su actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche —era el 20 de marzo de 1888—, regresaba yo de visitar a un paciente, pues había vuelto a ejercer la medicina civil, cuando mi trayecto me llevó a Baker Street. Al pasar ante la puerta que tan bien recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente a mi noviazgo y a los siniestros incidentes de Estudio en escarlata, me embargó un vivo deseo de volver a ver a Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarias dotes. Sus habitaciones estaban intensamente iluminadas y, al mirar hacia arriba, vi cruzar dos veces la oscura silueta de su figura alta y enjuta tras la persiana. Andaba a paso vivo por la habitación, impaciente, con la cabeza hundida en el pecho y las manos entrelazadas a la espalda. A mí, que conozco todas sus costumbres y sus estados de ánimo, esa actitud y ese modo de moverse me lo decían todo. Holmes estaba trabajando de nuevo. Había salido de los ensueños de la droga y husmeaba impaciente el rastro de un nuevo misterio. Tiré de la campanilla, y me condujeron a la estancia que otrora había sido en parte mía.

La actitud de Holmes no fue efusiva, rara vez lo era, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar palabra, mas con mirada afable, me señaló un sillón, me pasó su caja de cigarros y me indicó una licorera y un sifón. Después se plantó ante la chimenea y me examinó de arriba abajo con su peculiar estilo introspectivo.

—Le sienta bien el matrimonio —observó—. Me parece, Watson, que ha engordado siete libras y media desde la última vez que le vi.

—¡Siete! —respondí.

—Vaya, yo habría dicho que un poco más. Solo un poquito más, Watson. Y observo que ejerce de nuevo. No me dijo que tenía intenciones de volver a su trabajo.

—Entonces ¿cómo lo sabe?

—Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco se mojó usted mucho, y que tiene una criada torpe y descuidada?

imagen—Mi querido Holmes —dije—, esto es demasiado. De haber vivido hace unos siglos, no cabe duda de que le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y que regresé a casa en estado lamentable, pero me he cambiado de ropa y no puedo entender cómo lo ha deducido. En cuanto a Mary Jane, es incorregible, y mi esposa ya la ha despedido, pero tampoco me explico cómo lo ha averiguado usted.

Holmes rió entre dientes, frotándose las largas y nerviosas manos.

—Es lo más sencillo del mundo —dijo—. Mis ojos me indican que en la parte interior de su zapato izquierdo, justo donde da la luz del fuego de la chimenea, el cuero está marcado con seis rayas casi paralelas. Es obvio que las hizo alguien que rascó con muy poco cuidado el borde de la suela para desprender el barro incrustado. De ahí mi doble deducción de que ha estado a la intemperie con mal tiempo y de que tiene un espécimen particularmente maligno de rajabotas como criada londinense. En cuanto a su actividad profesional, si un caballero entra en mis aposentos oliendo a yodoformo, con una negra mancha de nitrato de plata en el dedo índice de la mano derecha y un bulto en el lado del sombrero de copa donde esconde el estetoscopio, debería ser realmente lerdo para no identificarlo como un miembro activo de la profesión médica.

No pude evitar una sonrisa ante la facilidad con que había expuesto su proceso deductivo.

—Cuando le escucho exponer sus razonamientos —observé—, me parece todo tan ridículamente sencillo como si pudiera hacerlo con facilidad yo mismo, pero, a cada nuevo paso de su discurrir, quedo desconcertado hasta que me explica el proceso. Y, no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.

—Desde luego —me respondió mientras encendía un cigarrillo y se dejaba caer hacia atrás en su sillón—. Usted ve, pero no observa. La diferencia es clara. Por ejemplo, ha visto un montón de veces los peldaños que llevan desde el vestíbulo hasta esta habitación.

—Un montón de veces.

—¿Cuántas?

—Bueno, cientos.

imagen—En tal caso, ¿cuántos hay?

—¿Cuántos? No lo sé.

—¡Claro! No se ha fijado, no ha observado.

Y, sin embargo, lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete peldaños, porque los he visto y los he observado. A propósito, ya que está interesado en estos problemillas y ha tenido la amabilidad de poner por escrito un par de mis insignificantes experiencias, tal vez le interese esto. —Me alargó una hoja de papel grueso y rosado, que yacía abierta sobre la mesa, y añadió—: Ha llegado en el último correo. Léala en voz alta.

La nota no llevaba fecha, ni tampoco firma ni dirección. Y decía:

Esta noche, a las ocho menos cuarto, le visitará un caballero que desea consultarle un asunto d

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