Tiempo de matar

John Grisham

Fragmento

1

De los dos fanáticos sureños, el menor y el menos corpulento era Billy Ray Cobb. A los veintitrés años había cumplido ya una condena de tres en la penitenciaría estatal de Parchman por posesión de drogas con intención de traficar. Era un granuja flacucho y de malas pulgas que había sobrevivido en la cárcel a base de asegurarse un suministro regular de drogas, que, a cambio de protección, vendía, y a veces regalaba, a los negros y a los carceleros. En el año transcurrido desde que lo pusieron en libertad ganó dinero y su pequeño negocio de narcotráfico le había convertido en uno de los racistas sureños más prósperos de Ford County. Era un hombre de negocios con empleados, obligaciones y contratos; todo menos impuestos. En el concesionario Ford de Clanton se le conocía como el único individuo en los últimos tiempos que había pagado al contado una camioneta nueva. Dieciséis mil dólares contantes y sonantes por una lujosa camioneta Ford de color amarillo canario, personalizada y con tracción en las cuatro ruedas. Las caprichosas llantas cromadas y los neumáticos todo terreno eran producto de un intercambio comercial, y la bandera rebelde que colgaba de la ventana posterior la había robado a un compañero borracho en un partido de fútbol de Ole Miss. Su camioneta era la propiedad que más enorgullecía a Billy Ray. Sentado sobre la cola de la caja, tomaba una cerveza, se fumaba un porro y contemplaba a su amigo Willard, que disfrutaba de su turno con la negrita.

Willard era cuatro años mayor que él y unos doce años más atrasado. En general, era un individuo inofensivo que nunca había tenido un empleo estable, pero tampoco ningún lío grave. Alguna noche en la comisaría después de una pelea: nada digno de mención. Se autodefinía como talador de árboles, pero el dolor de espalda solía mantenerlo alejado del bosque. Se había lastimado la espalda en una plataforma petrolífera de algún lugar del Golfo y había recibido una generosa recompensa de la empresa, que perdió cuando su ex esposa lo dejó sin blanca. Su principal vocación consistía en trabajar de vez en cuando para Billy Ray Cobb, que pagaba poco pero era generoso con la droga. Por primera vez en muchos años, Willard la tenía siempre a mano. Y siempre la necesitaba. Le ocurría desde que se había lastimado la espalda.

La niña tenía diez años y era pequeña para su edad. Se apoyaba sobre los codos, unidos y atados con una cuerda de nailon amarillo. Tenía las piernas abiertas de un modo grotesco, con el pie derecho atado a un vástago de roble y el izquierdo a una estaca podrida de una verja abandonada. La cuerda le había lastimado los tobillos y tenía las piernas empapadas de sangre. Su rostro estaba hinchado y sangriento, con un ojo abultado y cerrado y el otro medio abierto, por el que veía al hombre blanco sentado en la camioneta. No miraba al que tenía encima, que jadeaba, sudaba y echaba maldiciones. Le hacía daño.

Cuando terminó, la abofeteó y se rió. El otro individuo también se rió y ambos empezaron a revolcarse por el suelo junto a la camioneta, como si estuvieran locos, soltando gritos y carcajadas. La niña volvió la cabeza y lloró quedamente, procurando que no la oyeran. Antes la habían golpeado por llorar y gemir, y habían jurado matarla si no guardaba silencio.

Cansados de reírse, se subieron a la caja de la camioneta, donde Willard se limpió con la camisa de la negrita, que estaba empapada de sudor y sangre. Cobb le ofreció una cerveza fría de la nevera e hizo un comentario relacionado con la humedad. Contemplaron a la niña, que sollozaba y hacía extraños y discretos ruidos hasta que se quedó tranquila. La cerveza de Cobb estaba medio vacía y bastante caliente. Se la arrojó a la niña. Le dio en el vientre, que cubrió de espuma, y siguió rodando por el suelo hasta acercarse a un montón de latas vacías, todas procedentes de la misma nevera. Le habían arrojado a la niña, entre carcajadas, una docena de latas a medio consumir. A Willard le resultaba difícil alcanzar el objetivo, pero los disparos de Cobb eran bastante certeros. No es que les gustara desperdiciar la cerveza, pero era más fácil dominar las latas con un poco de peso, y les divertía enormemente ver cómo se desparramaba la espuma.

La cerveza caliente se mezclaba con la sangre y le corría por el cuello y la cara hasta formar un charco junto a su cabeza. La niña permanecía inmóvil.

Willard preguntó a Cobb si creía que estaba muerta. Este abrió otra cerveza y le respondió que no lo estaba, porque, para matar a un negro, generalmente no bastaba con unas patadas, una paliza y la violación. Se necesitaba algo más, como un cuchillo, una pistola o una cuerda, para deshacerse de un negro. A pesar de que nunca había participado en ninguna matanza, había vivido con un montón de negros en la cárcel y lo sabía todo acerca de ellos. No dejaban de matarse entre sí, y siempre utilizaban algún tipo de arma. Los que solo recibían una paliza o eran violados nunca morían. Algunos de los blancos apaleados y violados habían fallecido. Pero nunca un negro. Tenían la cabeza más dura. Willard parecía satisfecho.

Preguntó a su compañero qué pensaba hacer ahora que habían acabado con la niña. Cobb dio una calada al porro, tomó un sorbo de cerveza y respondió que todavía no había acabado con ella. Se apeó de un brinco y cruzó haciendo eses el pequeño claro en el bosque, hacia el lugar donde la niña estaba atada. Le chilló y echó maldiciones para despertarla antes de verter la cerveza fría sobre su cara mientras reía como un loco.

Ella vio que daba la vuelta al árbol y se detenía para mirarla fijamente entre las piernas. Cuando comprobó que se bajaba los pantalones, ladeó la cabeza y cerró lo ojos. Volvía a hacerle daño.

Miró hacia el bosque y vio algo: a un hombre que corría como un loco entre la maleza y los matorrales. Era su papá, que, dando gritos, corría desesperadamente para salvarla. Lo llamó, pero él desapareció. Se quedó dormida.

Cuando despertó, uno de los individuos estaba acostado bajo la caja de la camioneta y el otro bajo un árbol. Ambos dormían. Tenía las piernas y los brazos paralizados. La sangre, la cerveza y la orina se habían mezclado con el polvo para formar una pasta pegajosa que sujetaba su pequeño cuerpo al suelo, que crujía cuando se movía y se contorsionaba. Debo escapar, pensó, pero con el mayor de los esfuerzos solo logró moverse unos centímetros a la derecha. Sus pies estaban atados tan arriba que sus nalgas apenas tocaban el suelo. Las piernas y los brazos, entumecidos, se negaban a moverse.

Miró hacia el bosque en busca de su padre y lo llamó sin levantar la voz. Esperó y volvió a quedarse dormida.

Cuando despertó por segunda vez, ambos individuos estaban levantados y dando vueltas. El más alto se le acercaba haciendo eses, con un pequeño cuchillo en la mano. La agarró del tobillo izquierdo y atacó furiosamente la cuerda hasta cortarla. A continuación le soltó la pierna derecha y la niña se dobló en posición fetal, de espaldas a ellos.

Cobb arrojó una cuerda por encima de la rama de un árbol e hizo un nudo corredizo en un extremo de la misma. Agarró a la niña por la cabeza, le colocó la cuerda alrededor del cuello, cogió el otro extremo de la misma y se dirigió a la cola del vehículo, donde Willard fumaba un nuevo porro con una sonrisa en los labios por lo que Cobb estaba a punto de hacer. Este tensó la cuerda y le dio un brutal tirón, arrastrando el pequeño cuerpo desnudo hasta detenerse bajo la rama. Puesto que la niña tosía y jadeaba, tuvo la amabilidad de aflojar un poco la cuerda para concederle unos minutos de gracia. La ató al parachoques de la camioneta y abrió otra lata de cerveza.

Permanecier

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