Un funeral en la niebla (Detective William Monk 12)

Anne Perry

Fragmento

Capítulo 1

1

El quirófano estaba en silencio, excepto por la respiración profunda y regular de la joven demacrada que yacía sobre la mesa, con el inmenso bulto que tenía en el vientre al descubierto.

Hester miraba fijamente a Kristian Beck. Era la primera operación del día y aún no había manchas de sangre en su camisa blanca. La esponja de cloroformo había obrado su milagro y la dejó a un lado. Kristian tomó el bisturí y tocó con la punta la carne de la joven. La muchacha no se inmutó, sus párpados no se movieron. Presionó más profundamente y apareció una delgada línea roja.

Hester levantó la vista y se encontró con sus ojos oscuros, luminosos de inteligencia. Ambos conocían el riesgo, incluso con anestesia, y era probable que pudieran hacer poco por la enferma. Una tumefacción de aquel tamaño seguramente sería fatal, pero sin cirugía la paciente moriría de todos modos.

Kristian bajó los ojos y siguió cortando. La sangre se extendió. Hester la limpió con una gasa. Mary Ellsworth yacía inmóvil, salvo por su respiración, con el rostro pálido, las mejillas hundidas y ojeras oscuras alrededor de las cuencas de los ojos. Tenía las muñecas tan delgadas que la forma de los huesos se dibujaba en la piel. Era Hester quien había recorrido el pasillo desde la sala junto a Mary soportando la mitad de su peso, tratando de aliviar la ansiedad que la había atormentado cada vez que había estado en el hospital durante los dos últimos meses. Su dolor parecía residir tanto en su mente como en su cuerpo.

Kristian había insistido en operar en contra de los deseos de Fermin Thorpe, el presidente de la junta directiva del hospital. Thorpe era un hombre cauteloso que gozaba de autoridad, pero que carecía de valor para salirse del orden establecido que podía defender si alguien con más poder lo cuestionaba. Amaba las reglas; eran seguras. Si se atenía a las reglas, podía justificar cualquier cosa.

Kristian era oriundo de Bohemia y, con su imaginación y su acento extranjero, aunque fuese leve, y su desprecio por la forma en que debían hacerse las cosas, a juicio de Thorpe no encajaba en el Hospital Hampstead de Londres. No debería arriesgar la reputación del hospital realizando una operación cuyas posibilidades de éxito eran tan escasas. Pero Kristian tenía una respuesta, un argumento para todo. Y, por supuesto, lady Callandra Daviot se había puesto de su parte; siempre lo hacía.

Kristian sonrió al recordarlo, y no levantó la vista hacia Hester, sino que la bajó a sus manos, que exploraban la herida que había abierto, buscando lo que había causado la obstrucción, las náuseas y la enorme hinchazón.

Hester limpió más sangre y miró el rostro de la mujer. Todavía estaba perfectamente tranquilo. Habría dado cualquier cosa por haber dispuesto de cloroformo en el campo de batalla de Crimea cinco años antes, o incluso en Manassas, en Estados Unidos, casi tres meses atrás.

—¡Ah!

Kristian soltó un gruñido de satisfacción y se echó hacia atrás, extrayendo suavemente de la cavidad algo que parecía un estropajo oscuro y poroso como el que uno usaría para frotarse la espalda, o incluso para fregar una cacerola. Era más o menos del tamaño de un gato doméstico grande.

Hester estaba demasiado asombrada para hablar. Miró el objeto y luego a Kristian.

—Tricobezoar —dijo él en voz baja. Luego se encontró con su mirada de incredulidad—. Cabello —explicó—. A veces, cuando las personas tienen ciertos trastornos de temperamento, ansiedad nerviosa y depresión, sienten el impulso de arrancarse el pelo y comérselo. Son incapaces de refrenarse, si nadie los ayuda.

Hester miró fijamente la masa rígida y repelente que reposaba en el plato, la garganta se le contrajo y tuvo arcadas al imaginar semejante cosa dentro de cualquiera.

—Torunda —ordenó Kristian—. Aguja.

Hester se dispuso a obedecer y justo entonces la puerta se abrió y entró Callandra, que la cerró sin el menor ruido. Miró primero a Kristian, con una ternura en los ojos que solo disimuló cuando él se volvió hacia ella. Kristian hizo un gesto hacia el plato y sonrió. Callandra, sorprendida, se volvió hacia Hester.

—¿Qué es?

—Cabello —respondió Hester, limpiando la sangre de nuevo mientras Kristian trabajaba.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Callandra.

—Hay una posibilidad —contestó Kristian. De repente sonrió con una dulzura extraordinaria, pero una nítida y profunda satisfacción brillaba en sus ojos—. Puedes ir a decirle a Thorpe que era un tricobezoar, no un tumor, si quieres.

—Oh, sí, me encantaría —contestó Callandra, adoptando una expresión divertida, y sin más dilación dio media vuelta y se fue a hacer el mandado.

Hester echó una ojeada hacia Kristian y reanudó su trabajo, enjugando la sangre y manteniendo la herida limpia, mientras la aguja perforaba la piel y unía los lados para luego vendarla.

—Sentirá mucho dolor cuando se despierte —advirtió Kristian—. No debe moverse demasiado.

—Me quedaré con ella —prometió Hester—. ¿Láudano?

—Sí, pero solo el primer día —respondió Kristian—. Andaré por aquí, si me necesitas. ¿Te vas a quedar? Has seguido de cerca su caso, ¿verdad?

—Sí.

Hester no era enfermera del hospital. Prestaba sus servicios como voluntaria, igual que Callandra, viuda de un médico militar y una generación mayor que Hester, pero a quien la unía una estrecha amistad desde hacía cinco años. Con toda probabilidad, Hester era la única que sabía lo mucho que Callandra amaba a Kristian y que, finalmente, aquella misma semana había rechazado la proposición de matrimonio de un querido amigo, pues no podía conformarse con una compañía honorable y cerrar para siempre la puerta a los sueños de algo inmensamente mejor. Pero eran solo sueños. Kristian estaba casado y eso acababa con toda posibilidad de compartir algo más que su lealtad y la pasión por la sanidad y la justicia que profesaban él y Callandra, y quizá una alegría de vez en cuando, las pequeñas victorias y el entendimiento mutuo. A Hester, casada recientemente y conocedora de la profundidad y el alcance del amor, le dolía que Callandra se sacrificara tanto. Y, sin embargo, amando a su esposo como lo amaba, a pesar de todos sus defectos y puntos flacos, Hester también habría preferido estar sola antes que aceptar a cualquier otro.

A última hora de la tarde, Hester salió del hospital y tomó el ómnibus en Hampstead High Street hasta Haverstock Hill, y desde allí hasta Euston Road. Un vendedor de periódicos voceaba que quinientos soldados estadounidenses se habían rendido en Nuevo México. Los periódicos publicaban las últimas noticias de la guerra civil, pero la inquietud era mucho más profunda por la inminente hambruna del algodón en Lancashire, debida al bloqueo de los Estados Confederados. Hester pasó deprisa junto a él y caminó los últimos metros hasta Grafton Street.

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