La muerte de Erika Knapp

Luca D'Andrea

Fragmento

libro-3

Uno

1

—No te creas lo que dicen, muchachote. Lo difícil es empezar. Luego todo es cuesta abajo.

Freddy, irritado, se volvió hacia él y le dirigió una mirada que decía más o menos: «Deja ya de observarme o nos quedaremos aquí hasta mediodía».

Luego, tras un perezoso movimiento de cola, el san bernardo levantó la pata de nuevo y se concentró en lo que estaba intentando hacer antes de que lo interrumpieran: transformar el borde del camino en un Pollock en miniatura.

2

Si alguien le hubiera hecho notar lo triste que era la idea de tener como único amigo a un san bernardo de ciento diez kilos, Tony —Antonio Carcano según el registro civil—, o el hombre al que habían endosado la etiqueta de «Sophie Kinsella en pantalones tiroleses» (definición que traslucía esa forma suculenta de envidia que el mundo literario reservaba a los escritorzuelos tocados por el éxito), se habría caído de las nubes. ¿Triste? ¿Él? ¿Y por qué motivo?

No, el verdadero problema era que desde hacía un tiempo el rinconcito de su cerebro dedicado a mantenerlo despierto por las noches no hacía más que repetirle las palabras que el doctor Hubner le había dirigido durante la última revisión. «Debes ir pensando que este cachorrillo tiene ya una edad, prepararte para el caso de que…»

Maldito charlatán. Freddy no era viejo. Freddy tenía diez años y Tony había leído sobre san bernardos que habían alcanzado los once e incluso los doce años de vida.

Por supuesto, la bola de pelo que cuando tronaba en el exterior se ponía a temblar tan fuerte que la única manera de calmarlo era cantar Another One Bites the Dust era solo un recuerdo, y en consecuencia Freddy tampoco era ya el animal saltarín que al amanecer se le echaba encima en la cama para recordarle sus deberes (ahora se limitaba a jadearle en la cara, esperando su despertar con mirada acusadora), pero… ¿que además tenía un pie en la tumba? Ni en broma.

Freddy estaba bien. Mejor dicho, perfectamente. Tan solo se había vuelto un poco lento debido al exceso de calor. De hecho, en ese mismo instante, casi para apaciguar sus temores, por debajo de la pata trasera del perrazo brotó un chorrito. Una tímida salpicadura y no el gallardo chorro de algunos años atrás, pero en todo caso una sana meada que permitió a Tony respirar tranquilo y percatarse del insistente zumbido que rompía el silencio del campo. Una motocicleta, nada excepcional. Se daba el caso de que algunos emuladores de Valentino Rossi confundían aquel laberinto de carreteritas en medio de los manzanos con un circuito de carreras, pero como Tony pertenecía a la escuela de pensamiento según la cual uno nunca es demasiado prudente, le puso a Freddy la correa y se apartó todo lo posible de la calzada. La prudencia es la madre de la rutina. Y la rutina es la base de una larga y próspera vida.

Tras haber recorrido algunos metros al calor de esa mañana de domingo de junio, el zumbido se transformó en el rugido de una Yamaha Enduro blanca y sucia de barro que fue bajando de marchas, giró hacia un lado y, trazando una larga franja negra en el asfalto, detuvo su carrera justo delante de Tony y Freddy, obligándolos a retroceder unos precipitados pasos.

La chica que conducía la Enduro llevaba unos pantaloncitos que dejaban al aire unas piernas largas y delgadas y una camiseta de tirantes de un rojo chillón en la que había dibujada una estrella, pero no fue su vestimenta lo que alarmó a Tony hasta el punto de proteger al san bernardo detrás de él. Fue la navaja. Según su experiencia, los individuos que sentían la necesidad de llevar encima un instrumento de esa índole casi nunca albergaban buenas intenciones.

La navaja asomaba por el bolsillo trasero de los pantalones cortos cuando la fanática de las dos ruedas se exhibió con una ágil pirueta: se bajó de la Yamaha, se quitó el casco y se giró hacia él, lanzándole una mirada cargada de odio, sin decir ni una palabra.

Pelo largo, rizado. Rubio, del tipo muy rubio. Constitución esbelta. Ojos claros. Los rasgos delicados, casi felinos, recordaban a una cantante, aquella con la voz empalagosa y un aire desconsolado-pero-sexy que había estado de moda en los años noventa, una estrella del pop de cuyo nombre Tony, de repente (y con una pizca de pánico), sintió que era importante, incluso vital, acordarse.

En vano.

Durante largos segundos la muchacha no movió un solo músculo: de pie y con los brazos cruzados, se quedó mirándolo fijamente y nada más. Furibunda hasta el punto de que uno se preguntaba cómo era posible que un cuerpo tan menudo pudiera contener toda esa cólera sin estallar.

Tony la juzgó inquietante. Tal vez incluso peligrosa. Y eso era absurdo porque, con navaja o sin navaja, la chica pesaba más o menos cincuenta kilos, y si hubiera intentado atacarlo a Tony le habría resultado fácil desarmarla y dejarla indefensa. Y además, ¿por qué iba a atacarlo?

La respuesta llegó cuando la desconocida se descolgó de los hombros una pequeña mochila de tela, extrajo un sobre y se lo tendió a Tony, que lo aferró con unas manos que de golpe se habían quedado heladas.

El sobre contenía una foto que sacaba a la luz unas cuantas cosas que a Tony le había costado bastante enterrar. Un sabor, lo primero de todo. El sabor del barro en primavera. El sabor del lugar en el que se había tomado la fotografía, veinte años atrás: un pueblecito con geranios en las ventanas encerrado en un valle del nordeste del Tirol del Sur cuyo nombre era Kreuzwirt. Un vistazo fue suficiente para que todo le quedara claro.

Pánico incluido.

A la izquierda de la foto, desenfocado, un carabinero aparecía congelado en el momento en que la frase «¿Qué coño estás haciendo, gilipollas?» se le dibujaba en los labios. En el centro de la escena, a cuatro patas y sucio de barro, Tony. Un Tony veinteañero que, mirando directamente al objetivo, sonreía junto al tercer elemento de la instantánea, tomada a las diez de la mañana del 22 de marzo de 1999: una sábana en el suelo de la que asomaban una mano, una cara y una cascada de rizos rubios.

La sábana cubría a duras penas el cadáver de una chica de unos veinte años: Erika. Erika Knapp. O, como la llamaban en Kreuzwirt, Erika la Rarita.

Erika Knapp, que se parecía a Fiona Apple, la cantante de aire desconsolado-pero-sexy cuyo nombre surgió de la memoria de Tony con tal fuerza que a punto estuvo de hacer que le estallara la cabeza. Erika Knapp, llamada Erika la Rarita, que la noche del 21 de marzo de 1999 había dejado huérfana a una niña con un nombre extravagante: Sibylle.

Y veinte años después de esa muerte, Sibylle Knapp, que al igual que su madre se parecía a la versión rubia y rizada de aquella estrella del pop pasada ya de moda, la chica de la Yamaha, la chica de la navaja en pantalón corto y camiseta de tirantes chillona, con la cara sonrojada, incapaz de seguir conteniéndose, bramó una simple pregunta.

—¿Por qué… estabas… riéndote?

Tony se estremeció. Habría querido explicarle, contarle. En cambio, no pudo por menos que sobresaltarse de nuevo cuando la muchacha se le acercó, lo miró a los ojos y, sacudiendo la cascada de rizos rubios, le soltó un bofetón en plena cara que hizo que la nariz le sangrara.

—Eres tú. Tú —silbó la muchacha—. Cabrón.

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