Uno
1
—No te creas lo que dicen, muchachote. Lo difícil es empezar. Luego todo es cuesta abajo.
Freddy, irritado, se volvió hacia él y le dirigió una mirada que decía más o menos: «Deja ya de observarme o nos quedaremos aquí hasta mediodía».
Luego, tras un perezoso movimiento de cola, el san bernardo levantó la pata de nuevo y se concentró en lo que estaba intentando hacer antes de que lo interrumpieran: transformar el borde del camino en un Pollock en miniatura.
2
Si alguien le hubiera hecho notar lo triste que era la idea de tener como único amigo a un san bernardo de ciento diez kilos, Tony —Antonio Carcano según el registro civil—, o el hombre al que habían endosado la etiqueta de «Sophie Kinsella en pantalones tiroleses» (definición que traslucía esa forma suculenta de envidia que el mundo literario reservaba a los escritorzuelos tocados por el éxito), se habría caído de las nubes. ¿Triste? ¿Él? ¿Y por qué motivo?
No, el verdadero problema era que desde hacía un tiempo el rinconcito de su cerebro dedicado a mantenerlo despierto por las noches no hacía más que repetirle las palabras que el doctor Hubner le había dirigido durante la última revisión. «Debes ir pensando que este cachorrillo tiene ya una edad, prepararte para el caso de que…»
Maldito charlatán. Freddy no era viejo. Freddy tenía diez años y Tony había leído sobre san bernardos que habían alcanzado los once e incluso los doce años de vida.
Por supuesto, la bola de pelo que cuando tronaba en el exterior se ponía a temblar tan fuerte que la única manera de calmarlo era cantar Another One Bites the Dust era solo un recuerdo, y en consecuencia Freddy tampoco era ya el animal saltarín que al amanecer se le echaba encima en la cama para recordarle sus deberes (ahora se limitaba a jadearle en la cara, esperando su despertar con mirada acusadora), pero… ¿que además tenía un pie en la tumba? Ni en broma.
Freddy estaba bien. Mejor dicho, perfectamente. Tan solo se había vuelto un poco lento debido al exceso de calor. De hecho, en ese mismo instante, casi para apaciguar sus temores, por debajo de la pata trasera del perrazo brotó un chorrito. Una tímida salpicadura y no el gallardo chorro de algunos años atrás, pero en todo caso una sana meada que permitió a Tony respirar tranquilo y percatarse del insistente zumbido que rompía el silencio del campo. Una motocicleta, nada excepcional. Se daba el caso de que algunos emuladores de Valentino Rossi confundían aquel laberinto de carreteritas en medio de los manzanos con un circuito de carreras, pero como Tony pertenecía a la escuela de pensamiento según la cual uno nunca es demasiado prudente, le puso a Freddy la correa y se apartó todo lo posible de la calzada. La prudencia es la madre de la rutina. Y la rutina es la base de una larga y próspera vida.
Tras haber recorrido algunos metros al calor de esa mañana de domingo de junio, el zumbido se transformó en el rugido de una Yamaha Enduro blanca y sucia de barro que fue bajando de marchas, giró hacia un lado y, trazando una larga franja negra en el asfalto, detuvo su carrera justo delante de Tony y Freddy, obligándolos a retroceder unos precipitados pasos.
La chica que conducía la Enduro llevaba unos pantaloncitos que dejaban al aire unas piernas largas y delgadas y una camiseta de tirantes de un rojo chillón en la que había dibujada una estrella, pero no fue su vestimenta lo que alarmó a Tony hasta el punto de proteger al san bernardo detrás de él. Fue la navaja. Según su experiencia, los individuos que sentían la necesidad de llevar encima un instrumento de esa índole casi nunca albergaban buenas intenciones.
La navaja asomaba por el bolsillo trasero de los pantalones cortos cuando la fanática de las dos ruedas se exhibió con una ágil pirueta: se bajó de la Yamaha, se quitó el casco y se giró hacia él, lanzándole una mirada cargada de odio, sin decir ni una palabra.
Pelo largo, rizado. Rubio, del tipo muy rubio. Constitución esbelta. Ojos claros. Los rasgos delicados, casi felinos, recordaban a una cantante, aquella con la voz empalagosa y un aire desconsolado-pero-sexy que había estado de moda en los años noventa, una estrella del pop de cuyo nombre Tony, de repente (y con una pizca de pánico), sintió que era importante, incluso vital, acordarse.
En vano.
Durante largos segundos la muchacha no movió un solo músculo: de pie y con los brazos cruzados, se quedó mirándolo fijamente y nada más. Furibunda hasta el punto de que uno se preguntaba cómo era posible que un cuerpo tan menudo pudiera contener toda esa cólera sin estallar.
Tony la juzgó inquietante. Tal vez incluso peligrosa. Y eso era absurdo porque, con navaja o sin navaja, la chica pesaba más o menos cincuenta kilos, y si hubiera intentado atacarlo a Tony le habría resultado fácil desarmarla y dejarla indefensa. Y además, ¿por qué iba a atacarlo?
La respuesta llegó cuando la desconocida se descolgó de los hombros una pequeña mochila de tela, extrajo un sobre y se lo tendió a Tony, que lo aferró con unas manos que de golpe se habían quedado heladas.
El sobre contenía una foto que sacaba a la luz unas cuantas cosas que a Tony le había costado bastante enterrar. Un sabor, lo primero de todo. El sabor del barro en primavera. El sabor del lugar en el que se había tomado la fotografía, veinte años atrás: un pueblecito con geranios en las ventanas encerrado en un valle del nordeste del Tirol del Sur cuyo nombre era Kreuzwirt. Un vistazo fue suficiente para que todo le quedara claro.
Pánico incluido.
A la izquierda de la foto, desenfocado, un carabinero aparecía congelado en el momento en que la frase «¿Qué coño estás haciendo, gilipollas?» se le dibujaba en los labios. En el centro de la escena, a cuatro patas y sucio de barro, Tony. Un Tony veinteañero que, mirando directamente al objetivo, sonreía junto al tercer elemento de la instantánea, tomada a las diez de la mañana del 22 de marzo de 1999: una sábana en el suelo de la que asomaban una mano, una cara y una cascada de rizos rubios.
La sábana cubría a duras penas el cadáver de una chica de unos veinte años: Erika. Erika Knapp. O, como la llamaban en Kreuzwirt, Erika la Rarita.
Erika Knapp, que se parecía a Fiona Apple, la cantante de aire desconsolado-pero-sexy cuyo nombre surgió de la memoria de Tony con tal fuerza que a punto estuvo de hacer que le estallara la cabeza. Erika Knapp, llamada Erika la Rarita, que la noche del 21 de marzo de 1999 había dejado huérfana a una niña con un nombre extravagante: Sibylle.
Y veinte años después de esa muerte, Sibylle Knapp, que al igual que su madre se parecía a la versión rubia y rizada de aquella estrella del pop pasada ya de moda, la chica de la Yamaha, la chica de la navaja en pantalón corto y camiseta de tirantes chillona, con la cara sonrojada, incapaz de seguir conteniéndose, bramó una simple pregunta.
—¿Por qué… estabas… riéndote?
Tony se estremeció. Habría querido explicarle, contarle. En cambio, no pudo por menos que sobresaltarse de nuevo cuando la muchacha se le acercó, lo miró a los ojos y, sacudiendo la cascada de rizos rubios, le soltó un bofetón en plena cara que hizo que la nariz le sangrara.
—Eres tú. Tú —silbó la muchacha—. Cabrón.
Luego, asqueada, le dio la espalda. Volvió sobre sus pasos, se puso el casco y brincó al sillín. Con un golpe de gas que hizo ulular a Freddy, la Yamaha desapareció en medio de una nube de polvo. El estruendo del motor volvió a ser un zumbido y el zumbido se desvaneció.
Tony se quedó inmóvil, estremeciéndose y mirando la sangre que goteaba cada vez más despacio al suelo, escuchando el silencio del campo hasta que Freddy, impaciente y quizás también un poco asustado, le dio un golpecito con el hocico.
Tony lo tranquilizó con una caricia sobre su arrugada cabezota, dobló la fotografía (en el dorso, una letra femenina había escrito un número de teléfono y una dirección: Kreuzwirt, no hacía falta decirlo), la guardó en el bolsillo de los vaqueros y se limpió la cara al modo de los niños, utilizando saliva y un pañuelo de papel. Luego se puso en marcha, haciendo caso omiso de las miradas inquietas del san bernardo.
En menos de media hora estaba en el barrio donde había nacido y se había criado, al que la gente de Bolzano llamaba, algunos con afecto y otros no tanto, Shanghái. Una vez en casa, llenó el cuenco de Freddy de agua fría, tiró la ropa sucia al suelo y se metió en la ducha. Cuando salió, se refugió en su estudio, encendió el ordenador y buscó la canción que en aquella época había hecho famosa a Fiona Apple: «Criminal». En cuanto el bajo y la batería empezaron a marcar el ritmo, a Tony le entraron náuseas, pero no se abrumó. No se lo permitió. Quería saber. Averiguar quién le había dado a Sibylle aquella maldita fotografía y por qué. Se valió de la música y las náuseas para evocar rostros, situaciones, palabras. El tictac del teclado. El olor del café rancio y el del Jim Beam.
El Sol de los Alpes.
¿Cuánto había durado esa especie de aventura? ¿Un mes? ¿Dos? El periódico había echado el cierre en 2001, en su lugar ahora había una agencia de trabajo temporal. El único miembro del equipo con el que en aquella época Tony tenía (a su pesar) relación era Michele Milani, un fanfarrón de marca mayor y fotógrafo del periódico. Y aunque había sido el propio Milani quien había sacado la maldita instantánea, Tony lo excluyó de la lista de sospechosos. Había asistido a su funeral en 2008. Había depositado una botella de bourbon junto a su lápida, seguro de que ese puto charlatán apreciaría el gesto.
Pero, entonces, ¿quién le había dado a Sibylle la fotografía? Alguien mezquino, pensó Tony, tan rencoroso y carente de pudor como para conservarla durante dos décadas sin…
Giò.
Giovanna Innocenzi. Pómulos altos, media melena. Cierta predilección por la ropa oscura. Sonrisita insolente incluso en medio de las peores tragedias. Giò, la reina de la crónica de sucesos. Giò, la princesa del cotilleo. O bien, como la había rebautizado Michele Milani: Giò, la gran duquesa del reino de las gilipolleces.
Giò, que…
El san bernardo apoyó la cabezota en sus piernas.
—Estoy de acuerdo contigo, Fred: claramente es una pésima idea.
Dos
1
Cuando Sibylle terminó su turno eran las cinco de la tarde y el termómetro colgado en la puerta del Black Hat marcaba veintinueve grados. La tía Helga decía que el verano más caluroso había sido el del 81, pero a Sib le costaba creerlo. Casi le parecía sentir el calor del asfalto a través de las suelas de los zapatos.
Sin embargo, si a los mil doscientos metros de altitud de Kreuzwirt la temperatura había subido hasta ese punto, en Bolzano, asentado en el fondo de un valle a menos de trescientos, Tony estaría sin duda nadando en un mefítico caldo de bochorno y sudor.
Magro consuelo. Y breve, además. La periodista vestida de negro le había contado que los libros de Carcano se vendían bien («el mundo está lleno de amas de casa frustradas a las que quitar las penas»), y por tanto era más que probable que Tony tuviera aire acondicionado. Uno que funcionara, no como aquel que Oskar tarde o temprano arreglaría. O el inexistente de la casa de Erika, donde vivía Sib.
Tony…
Sibylle no lograba apartar de su mente la expresión en los ojos del escritor cuando lo había abofeteado. ¿Estupor? ¿Sentimiento de culpa? Estaba casi segura de que era miedo. ¿Pero de qué? ¿Del cortacapullos que dejaba bien a la vista en el bolsillo trasero porque era ahí donde los salidos del Black Hat apuntaban cuando ella estaba en las inmediaciones? Bueno, sí, quizá. El cortacapullos servía para eso.
Pero Tony no le había dado la impresión de ser un gallina. Le parecía más bien una de esas herramientas recubiertas de goma que a primera vista parecen juguetes y en cambio esconden una hoja de metal. Como si los vaqueros desgastados, la camiseta barata y el perro con correa no fueran más que una pantalla en la que proyectar una película demasiado banal para resultar sospechosa. Una muralla rodeada de un gran foso.
¿Pero para protegerse de qué?
Sibylle no lo sabía, y después de la escenita en medio de los manzanos probablemente no lo sabría nunca. Y esto, sumado al calor y a lo que le estaba ocurriendo desde el entierro de Perkman, el sobre anónimo, las noches revolviéndose entre las sábanas y todo lo demás, la ponía de los nervios.
Porque Sib no había salido de Kreuzwirt con la idea de chuparse cien kilómetros de curvas cerradas para luego darle una tunda (una buena tunda, tenía que admitirlo) a un tipo que se ganaba la vida vendiendo rollos sentimentales. Con todo lo que consumía la Yamaha, no habría valido la pena. No, Sibylle había malgastado tiempo y gasolina para hablar con Tony.
Estrecharle la mano, presentarse, mostrarle la fotografía de Erika a orillas del lago, preguntar.
Escuchar.
¿Pero cuándo había sido capaz Sib de atenerse a un plan? Nunca, de hecho. Porque era impulsiva. Porque en el momento menos oportuno le salía esa parte por la que la tía Helga la había bautizado como Sibby Calzaslargas, y cuando Sibby Calzaslargas asomaba la zarpa todo se iba al carajo. Podías apostarte cualquier cosa.
Sibby Calzaslargas nunca echaba el freno a su lengua y metía las narices en asuntos de los que era mejor mantenerse a distancia, y esa mañana, al encontrarse frente al hombre que veinte años antes se había echado a reír junto al cadáver de Erika, Sibby Calzaslargas había tenido la brillante idea de darle una bofetada, tachando con una hermosa cruz una de las más prometedoras posibilidades de llegar a entender qué le había sucedido a Erika la noche del 21 de marzo de 1999.
Se enfurecía solo de pensarlo. Con Sibby Calzaslargas. Consigo misma. Con el mundo entero. Con Erika. Sobre todo con Erika.
Erika te arruina la vida. Erika trae problemas. Erika «viene a por ti», como decían los chiquillos de Kreuzwirt cuando creían que ella no estaba escuchándolos. Sib había crecido con esas gilipolleces. A pesar de esas gilipolleces.
—¡Mierda! —exclamó en voz alta.
No porque ponerse el mono de motorista que utilizaba cuando tenía ganas (o necesidad) de quemar rueda un poco con la Yamaha por pistas sin asfaltar y senderos fuera como sumergirse en una bañera de agua hirviendo, sino porque hasta el día del funeral de Friedrich Perkman Sibylle había sido tan estúpida que había creído todo lo que le habían contado: Erika la Desgraciada, Erika Corazón Sensible.
El 8 de junio, mientras sus conciudadanos y los peces gordos de la Autonome Provinz daban el postrer saludo a Friedrich Perkman, alguien (Sibylle aún no había descubierto quién, y de haber sido sabia habría dejado de preguntárselo) había deslizado una fotografía en su buzón.
No la instantánea que le había proporcionado la periodista vestida de negro, la de Erika bajo la sábana y Tony sonriendo. La otra fotografía. La foto imposible.
La de la sonrisa del colibrí.
La fotografía que decía: ¿de verdad te lo has creído? Quita la palabra «suicidio». Sustitúyela por «homicidio». Y verás cómo suena.
A partir de ese día, Sib dejó de dormir y empezó a hacer preguntas. Discretas. Aunque, sospechaba, no lo bastante, a juzgar por determinadas miradas que le pareció captar. O quizá fuera solo su paranoia. Ahí tenía un nuevo regalito de Erika: Sibylle se estaba volviendo paranoica. Porque la fotografía de Erika, el lago y la sonrisa del colibrí, la fotografía que aún no había tenido el valor de enseñarle a nadie (ni siquiera a la tía Helga), le habían abierto los ojos.
En la muerte de Erika había algo que no cuadraba. Y cuanto más escarbaba, más conexiones surgían: contradicciones y coincidencias que no le daban tregua y confirmaban que no había perdido por completo la cabeza. De ninguna manera.
Erika no se había suicidado.
A Erika la habían asesinado.
Una vez más: «Mierda».
Sibylle se puso el casco, dio gas. La Yamaha rugió. Desde las cristaleras del salón de baile, algunas cabezas se volvieron para mirarla. Sib no les mostró el dedo medio solo porque ya había salido disparada. Necesitaba aire. Correr. Solo eso. Correr. La velocidad tenía el poder de vaciarle el cerebro. La adrenalina, el de calmarla.
Sibby Calzaslargas nunca se callaba nada, no era capaz de seguir un único plan y era un desastre en cuestión de escritores y san bernardos, pero sabía conducir la Yamaha como un auténtico demonio.
Salió de Kreuzwirt, abandonó la carretera asfaltada para enfilar los estrechos caminos de tierra entre los árboles, sendas que hasta la quiebra de la serrería habían sido un continuo ir y venir de jeeps y leñadores y que solo a un loco se le habría ocurrido intentar cartografiar; dejó a sus espaldas el olor de la turbera y se internó en el bosque, acelerando aún más, esquivando ramas, emprendiendo el vuelo cuando las protuberancias del trazado lo permitían, sorteando rocas, cambiando las marchas y sonriendo.
Funcionaba.
Siempre funcionaba.
También funcionó esa tarde. Hasta que algo grande, rojo y malvado le cortó el camino.
Tres
1
Encontrar a Giò fue un juego de niños: su dirección estaba en la guía telefónica. Montar en bicicleta, sin embargo, con los treinta y nueve grados («¡Y que no baja!», había gorjeado la señora Marchetti, su vecina, con ese extraño tono entre triunfal y feroz que algunos ancianos utilizan para las malas noticias) en que la ciudad estaba flotando, hasta llegar a la puerta de su casa, una empresa titánica.
Llamar al timbre, aceptar un café y soportar las alusiones a los escritores que vendían basura haciéndola pasar por caviar fue atroz.
Dejarse inmortalizar mientras firmaba un ejemplar de El beso al final de los días, la última de sus novelas, imaginando los comentarios de los usuarios de la web de chismes (Giò la había definido como «información alternativa» y Tony se había tenido que tragar eso también) que había otorgado una segunda juventud a la exjefa de redacción de la crónica negra del Sol de los Alpes, puso a prueba su sistema nervioso, hasta el punto de que, en cuanto acabó ese encuentro, el aire candente del exterior le pareció tan fresco y regenerador como una brisa primaveral.
Resumen del partido: el Sol de los Alpes ya no existía, Michele Milani estaba muerto y enterrado, Fiona Apple había desaparecido de la programación radiofónica, pero Giò la sanguinaria seguía idéntica a como la recordaba. Quizá incluso había empeorado. Y había quien tenía el valor de tratarlo a él de misántropo.
En cualquier caso, no había sido una pérdida de tiempo.
Mientras pedaleaba por las calles desiertas a causa del calor sofocante, empapado en sudor y reflexionando sobre lo que Giò había dejado que se filtrara entre una y otra gota de veneno, Tony llegó a la conclusión de que, le gustara o no, solo cabía hacer una cosa: ir a Kreuzwirt. En persona. Se lo debía a Erika. A Sibylle. A sí mismo.
Por desgracia, también sabía que solo había una forma justa de volver a ese lugar.
Así que, menos de media hora después, perro y amo se hallaban en el garaje situado bajo el supermercado Eurospar de via Resia. Freddy babeaba sobre el cemento, que apestaba a humedad y cloacas, y Tony observaba de soslayo el cierre metálico de su garaje, pensando que estaba a punto de violar un juramento al que se había mantenido fiel durante doce años. Cuando el san bernardo, impaciente, le dio un toquecito con la pata, Tony sonrió.
«Pinocho tenía a Pepito Grillo —se dijo mientras se enjugaba el sudor de la frente— y yo a un san bernardo gordinflón. Podría ser peor. A Peter Pan le tocó en suerte Campanilla».
Introdujo la llave en la cerradura y dio un tirón. Las bisagras chirriaron. El cierre metálico vibró. Un poco de herrumbre cayó al suelo. Freddy la olisqueó y se escabulló dentro, en la oscuridad que olía a moho, polvo y aceite de motor.
El interruptor todavía estaba donde Tony lo recordaba, a su izquierda. Los fluorescentes parpadearon. Freddy meneó la cola, alegre. A Freddy le gustaban los coches, Tony prefería las bicicletas. Aun así, debía admitirlo, ese coche era un espectáculo. No se trataba de un Mustang cualquiera. Era un cupé verde botella como el que conducía Steve McQueen en Bullitt, con un motor 428 y 335 caballos. Ocho cilindros listos para desencadenar el infierno a la primera ocasión. Perfecto en todos los detalles salvo en uno: en 1968 no había lectores de CD. Una blasfemia, había protestado por teléfono el artesano californiano al que Tony le había hecho el encargo; un insulto. ¿Por qué estropear esa joya? Una gratificación desorbitada había silenciado sus quejas.
Acomodándose en el asiento del conductor, Tony pensó (y en parte tuvo esa esperanza) que los años pasados allí dentro habrían convertido al Mustang en un valioso objeto decorativo.
El motor, en cambio, arrancó a la primera y Tony comprendió que aquello no iba a ser nada fácil.
2
«Si no puedes evitar el impacto, acompaña la caída.» Eso fue lo que Lucky Willy le dijo cuando Sib lo convenció para que le enseñara a conducir la moto. «Si has de caer, hazlo bien.»
Sibylle soltó el manillar, abandonó la moto a su destino, se dejó ir y se preparó para hacer el muelle. Ese era el truco. Volar y rodar. En ese orden.
«Los muelles brincan de un lado a otro, rebotan contra las paredes, los lanzas desde un avión y resisten. Los muelles no absorben el golpe, porque los muelles son inteligentes. Reciben la energía del choque y la utilizan. Haz lo mismo que el muelle y sobrevive.
»Pero recuerda que este truquito funciona siempre que no vayas a estamparte contra una pared de ladrillos a la velocidad de la luz. Porque en ese caso, seas muelle o no, prepárate para ir al encuentro con tus antepasados. Mejor evitarlo, ¿no crees?»
Sib no iba directa contra una pared de ladrillos y ni siquiera circulaba a demasiada velocidad, de manera que siguió las indicaciones de Lucky Willy. «Vuela y rueda.»
Lo que Lucky Willy no le había dicho es que aquello iba a doler. Un dolor de la hostia.
Mientras la Enduro se estrellaba contra el tronco de un abeto, salpicando metal, plástico y corteza, Sibylle vio, desde el otro lado de la visera del casco, cómo el mundo se convertía en un caleidoscopio verde y negro; sintió una punzada en la cadera, otra en el brazo, y una más dolorosa aún en el hombro. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta que el mundo se estabilizó en una pantalla de ramas de abeto y cielo.
Casi de inmediato, las ramas de abeto y el cielo se oscurecieron por algo que Sib no logró enfocar más que de modo fragmentario. Ojos veteados de rojo. Un espacio entre los incisivos. Hoyuelo en la barbilla. El capullo de la camioneta roja, imaginó.
El tipo, inclinado sobre ella, no hacía más que repetir:
—¿Estás viva? ¿Estás bien? ¿Estás viva? ¿Estás bien?
Sib lo ignoró.
Movía la cabeza y eso era buena señal. Pero ¿y el resto? Probó con los pies y las piernas. Allí estaban. También los brazos respondían a sus órdenes.
Un hurra por Lucky Willy.
El tipo no dejaba de balbucear. Sibylle levantó una mano para hacerlo callar.
—Estoy viva —farfulló—. Estoy bien. Estoy bien y estoy viva. Déjame respirar, ¿vale?
Se obligó a incorporarse, se quitó el casco y abrió la cremallera del mono. Inspiró el aire que olía a pino y recuperó la posición erecta. Un terrible esfuerzo y con dudoso resultado.
—¿Seguro que no necesitas un médico?
—Estoy…
Mentira.
Sib se inclinó hacia delante. Las manos en los muslos, el pelo cayendo sobre la cara, la boca abierta de par en par. Lucky Willy había olvidado explicarle eso. El pánico. El shock. No había una sola célula de su organismo que no estuviera temblando.
Inspira. Espira. Repite. Y otra vez.
Inspira. Espira. Repite.
El temblor fue cediendo poco a poco.
—La moto —graznó, incapaz aún de levantar la cabeza—. ¿Ha quedado muy mal?
Oyó cómo el tipo rodeaba su camioneta y soltaba un silbido.
—Conozco a un mecánico en Bresanona. Puedo llamarlo. Es muy…
—¿Está para el desguace?
Ruido de encendedor. Peste a cigarrillo. Ninguna respuesta.
Sibylle se armó de valor. Mantuvo el equilibrio apoyándose contra el capó de la camioneta. Empezó a caminar como si hubiera aprendido a hacerlo dos días antes.
La Yamaha había quedado reducida a chatarra.
Sib se acercó al chasis de la motocicleta. Todos sus ahorros, todo aquel esfuerzo. Sacudió la cabeza, sorbiendo por la nariz. Detestaba llorar. Sobre todo si había alguien mirando.
Sibby Calzaslargas corrió en su ayuda.
Se guardó las lágrimas y se puso a dar patadas a cuanto quedaba de la Enduro.
—¡Joder, joder, joder! —gritó, girándose hacia el tipo que le había cortado el camino—. ¿Te das cuenta de que podías haberme matado? ¿Adónde ibas mirando? Qué…
De repente, los detalles que Sib solo había captado de manera fragmentaria, el espacio entre los incisivos, la voz arrastrada, la frente amplia, la anchura de hombros, formaron un único cuadro coherente. La mano de Sibylle se disparó hacia el bolsillo del mono.
—Mantente lejos de mí, ¿de acuerdo?
La mano aferró el vacío.
El cortacapullos había acabado a saber dónde.
3
Freddy babeaba con la boca abierta, feliz de hincarle el diente al aire que entraba por la ventanilla. Tony mantenía la vista fija en la carretera, con el velocímetro por debajo del límite de velocidad. Pensaba en un juego que su padre y él solían practicar los domingos después de cenar, cuando su padre no estaba de mala uva y no tenía turno en la acería.
Funcionaba de la siguiente manera: Tony desplegaba sobre la mesa el mapa de carreteras, su padre cerraba los ojos («No hagas trampas, papá»), se encendía un MS y esperaba a que su hijo pronunciara el nombre de una localidad cualquiera, incluso la más pequeña, con la única condición de que estuviera dentro de las fronteras de la provincia. Entonces, dibujando líneas invisibles con la mano libre, su padre trazaba el camino que había que seguir para llegar allí.
Nunca se equivocaba.
«¿Kreuzwirt? Facilísimo. Son cien, ciento veinte kilómetros. Pero no iremos por la A22. Las autopistas son para los turistas o para los que tienen prisa.
»Bolzano, dirección norte. Carretera nacional SS12. Pasas Bresanona y luego Varna. Al cabo de un rato hay que dejar la SS12 para coger la SS49, que se convertirá primero en la SP40 y luego en la SP97, prácticamente en Brunico, donde mediante un desvío se llega a una autovía de tres cifras, la nacional SS621, que te lleva a Campo Tures y su hermoso castillo con vistas al pueblo. Sigues en dirección este y prepárate para dejar la SS621 y enfilar la estatal SS621-K.
»La K es una variante que conduce directamente a la novena y más pequeña circunscripción del Alto Adigio —en el asfixiante presente, Tony enumeró las otras ocho: Bolzano, Burgraviato, Oltradige-Bassa Atesina, Salto-Sciliar, Val d’Isarco, Val Pusteria, Val Venosta, Alta Val d’Isarco; resultaba cómico cómo ciertas cosas se quedaban grabadas en la mente— y no es fácil verla, así que mantén los ojos bien abiertos.
»Variante K, no te olvides. A esa altura notarás el olor de la turbera, la Tote Mose…».
Tote Mose. Moisés muerto. Aunque hubo algún bromista que, después de lo que le pasó a Erika, modificó el nombre. De Tote Mose a Tote Möse.
Coño muerto.
Tony suspiró.
«… Y ya has llegado a Kreuzwirt. Pero, dime, ¿qué diablos vas a hacer en ese lugar? El único pueblo en todo el Alto Adigio que no tiene iglesia. Es más, el único en toda Italia que no la tiene. Y encima está lleno de tralli[1] de mierda y de gilipollas en general.»
En la señal que indicaba la entrada al territorio administrativo de Kreuzwirt, alguien había puesto una pegatina que decía:
Südtirol ist nicht Italien
El Alto Adigio no es Italia.
A Tony le habría encantado evitarlo.
4
El hombre apagó el cigarrillo estrujándolo entre las yemas encallecidas de sus dedos y lo lanzó lejos.
—¿Quieres que te lleve a casa, bomboncito?
—Vete a tomar por culo.
No era un tipo cualquiera el que casi la había mandado al otro mundo. Se llamaba Rudi Brugger. Sibylle lo había visto un montón de veces en el Black Hat. Rudi, el guardián de la Villa de los Sapos. La Krotn Villa. La villa de los Perkman.
Aunque «guardián» era una palabra insuficiente para describir lo que Rudi hacía para la familia Perkman. Podaba setos, reparaba canaletas y colocaba trampas para evitar que los zorros superaran los límites de la propiedad, pero, sobre todo, Rudi resolvía problemas. Así se lo había confiado Lucky Willy en cierta ocasión.
«Procura mantenerte alejada de él. Sabe ser divertido cuando quiere, pero si Karin Perkman chasca los dedos…»
Tampoco es que los Perkman tuvieran muchos problemas. En Kreuzwirt, nadie habría hablado nunca mal de ellos, así que no cabía imaginar que alguien hiciera algo en su contra. Los Perkman habían salvado al pueblo cuando se cerró la serrería, daban trabajo a cualquiera que llamara a su puerta, protegían el valle de la ruidosa oleada de turistas. Buenas personas, decía todo el mundo. Generosas.
Los Perkman. Los que en cuanto Sib empezó a hacer preguntas respecto a la muerte de Erika enviaron a Rudi.
Sibylle se preparó para pelear.
Rudi le guiñó un ojo. Un guiño que quería decir: «Tú y yo vamos a entendernos, bomboncito».
Sibylle se preparó para salir pitando.
El hombre, pisando fuerte y sin perder su odiosa sonrisita, regresó a la camioneta, se subió al asiento del conductor, dio marcha atrás y enfiló de nuevo el camino de tierra para desaparecer en dirección al pueblo.
Misión cumplida. Mensaje entregado.
Sibylle acababa de descubrir que era un problema para la familia Perkman. Y que su Yamaha había pagado el pato. Se dejó caer en el suelo. Se permitió un grito.
Uno solo. Pero largo, muy largo.
Cuatro
1
Cuando las agudas cumbres de las Vedrette comenzaron a oscurecer el sol, mientras el aire, refrescándose, se llenaba de sonidos estimulantes (zumbidos, silbidos, maullidos, graznidos, roces y reclamos de todo tipo), Freddy vio a la joven hembra humana —muy asustada, a juzgar por el olor del sudor— que esa mañana había puesto patas arriba su rutina.
Observó cómo Tony se acercaba a la chatarra que la chica iba arrastrando e intentaba hacerse cargo de llevarla él, y también se fijó en el modo en que ella, irritada, lo apartaba.
Luego, justo cuando el san bernardo pensaba que sería divertido al menos intentar atrapar uno de esos deliciosos murciélagos que empezaban a dar vueltas a poca distancia de su hocico, Sibylle abrió la puerta de la casa, Tony la siguió y Freddy se vio obligado a ir detrás.
Los dos humanos se pusieron a hablar. De qué, eso Freddy nunca lo supo. Al cabo de diez minutos ya se había adormilado.
Cinco
1
Erika volvió sobre sus pasos, como si hubiera cambiado de opinión.
La noche del Maturaball, el baile de graduación, Erika se despidió de ella, le dio un beso en la frente a la pequeña, salió y luego volvió sobre sus pasos. Volvió sobre sus pasos y llamó a la puerta, a pesar de que en el bolso de mano con lentejuelas llevaba el manojo de llaves.
Ese detalle llenaría de remordimientos a la tía Helga. Ojalá hubiera sido capaz de entender. Ojalá hubiera sido capaz de intuir. ¿Pero cómo iba a hacerlo?
El bolso de mano era un regalo de Oskar. En su interior, Erika encontró dos billetes de cincuenta mil liras y una nota: «¡Estamos orgullosos de ti!». Emocionada, se secó un par de lágrimas y abrazó a Oskar hasta triturarlo.
Pero no intentó devolver el dinero. Erika sabía que lo necesitaba. Sibylle era un tesoro, pero los niños, caprichosos o no, costaban una fortuna. Igual que el vestido para el Maturaball que la tía Helga había insistido en pagar de su bolsillo.
Hasta el último momento, Erika se mostró indecisa sobre si comprarlo rojo o negro. Al final optó por el rojo, y la tía Helga estuvo de acuerdo. Aquel vestido era provocativo, desenfadado, sexy. En otras palabras, le quedaba divinamente. Y aunque el 21 por la tarde, mientras Helga la ayudaba a peinarse, Erika no hizo más que lamentarse porque el vestido la hacía parecer una tabla de surf (la tía Helga le recordó que su madre, Helene, tampoco había tenido una lechería en la delantera y eso no había impedido que la mitad de los jóvenes de Kreuzwirt la cortejaran), Helga sabía que Erika estaba entusiasmada con el vestido, el Maturaball y la vida. Las cosas estaban yéndole mejor. O eso creía.
Porque Erika había vuelto sobre sus pasos. Esperó a que ella se levantara del sofá, acomodara a la recién nacida en la cuna y abriese la puerta. Entonces, y eso también atormentaría durante años a la tía Helga (tanto en la vigilia como en los sueños, en los que revivía aquel terrible momento), Erika le sonrió y la acarició.
—He olvidado decirte lo mucho que te quiero.
—Yo también te quiero. ¿Estás segura de que no tendrás frío?
—No, estoy bien así.
La tía Helga cerró la puerta.
2
En lugar de salir por el camino de entrada a la casa, girar a la derecha y bajar hasta el Black Hat para reunirse con Karin, Elisa y Gabriel, como estaba planeado, Erika se dirigió a la izquierda. Hacia el bosque. Calzada con unas manoletinas que, en cuanto abandonó la calzada y enfiló el sendero, se llenaron completamente de barro.
Una de ellas, la del pie izquierdo para ser exactos, la encontraría al día siguiente un voluntario aproximadamente a un kilómetro del lago, sumergida en un charco de agua, más o menos en el punto en que el bosque daba paso a la turbera. Quizás Erika la perdió y no se preocupó de buscarla. ¿Y por qué iba a hacerlo?
En el lugar al que se dirigía no iba a servirle para nada.
Puede que en los mapas el lago tuviera un nombre. Para los habitantes de Kreuzwirt se trataba, simplemente, del lago. Por regla general, a finales de marzo sus aguas estaban cubiertas por una pátina de hielo. Pero el de 1999 fue un invierno extraño, caluroso. El föhn no había dado tregua durante todo enero y febrero, impidiendo que la nieve cuajara. La temperatura, a esa hora de la noche, rondaba los quince grados. Bastante por encima de la media. Por eso Erika había salido de casa con una ligera chaqueta sobre los hombros y no algo más abrigado. Por eso no encontró hielo que le impidiera hacer lo que estaba haciendo.
Erika sumergió los pies hasta los tobillos. El agua le llegó a las pantorrillas, luego a las rodillas.
No había mucha gente en Kreuzwirt que fuera al lago a bañarse. No solo debido a los zorros que infestaban la zona, a los insectos o la turbera, que desprendía un olor poco agradable, sino también porque todo el mundo sabía que el lago era profundo y peligroso. Quienes se habían aventurado a zambullirse, quizá para quitarse de encima el calor del verano, hablaban de una especie de escalón a un metro o metro y medio de la orilla. Pasado ese punto, era como caerse a un pozo. Erika lo franqueó.
El agua helada hizo el resto.
3
Cuando el doctor Horst, a las cuatro de la madrugada del 22 de marzo, la vio flotando boca abajo mientras daba uno de esos paseos a los que el insomnio lo forzaba, se percató de inmediato de que se trataba de un cadáver.
A pesar de ello, se quitó la chaqueta y se lanzó al agua. Un gesto heroico, al decir de todos.
No sin esfuerzo, porque en 1999 el doctor Horst tenía cincuenta y dos años y no estaba exactamente en buena forma física, arrastró a Erika hasta la orilla, comprobó escrupulosamente su pulso y luego, utilizando el teléfono móvil, llamó a los carabineros.
El cuartel más cercano se encontraba en Campo Tures, a unos treinta kilómetros de Kreuzwirt. Los carabineros tardaron una eternidad en llegar, pero Horst no pensó ni por un instante en dejar a Erika sola en la turbera.
La idea de que la ropa mojada podría haberle provocado a él mismo una muerte rápida por hipotermia ni siquiera se le pasó por la cabeza. Permaneció allí, estrechándose el pecho con los brazos, con los dientes castañeteándole y caminando arriba y abajo, al tiempo que contemplaba el rostro de la muchacha, los cabellos esparcidos por el fango, y se preguntaba por qué, por qué demonios, por qué una chica así, por qué…
Los carabineros llegaron al lugar más de media hora después. Llevaban linternas y tenían muchas preguntas que hacer.
Aunque el