Tras la pista del espejo de Buda (Los misterios de Neal Carey 2)

Don Winslow

Fragmento

1

Graham parecía ridículo y desdichado allí plantado. La lluvia chorreaba sobre la capucha de su chubasquero y caía sobre sus zapatos cubiertos de barro. Dejó el maletín sobre un charco, usó su mano artificial para secarse el agua de la nariz y aun así consiguió obsequiar a Neal con una sonrisa, aquella sonrisa característica de Joe Graham que indicaba malevolencia y regocijo a partes iguales.

–¿Es que no te alegras de verme? –preguntó.
–Estoy encantado.

No se veían desde agosto, cuando en el aeropuerto Logan de Boston Graham le había dado a Neal un billete de ida, un cheque por valor de diez mil libras esterlinas y la orden de que se perdiera, porque en Estados Unidos había cantidad de personas muy cabreadas con él. Neal devolvió la mitad del dinero, voló a Londres, guardó el resto en el banco y finalmente desapareció en su casa de campo en el páramo.

–¿Qué pasa? –preguntó Graham–. ¿Tienes una chica ahí dentro, por eso no quieres que entre?

–Entra.

Graham pasó junto a Neal y entró en la casa. Joe Graham, ciento sesenta chorreantes centímetros de astucia y malicia, había criado a Neal Carey desde que era un cachorro. Se quitó el chubasquero y lo sacudió sobre el suelo. Después encontró el improvisado ropero, echó a un lado las prendas de Neal y colgó su abrigo, bajo el que llevaba un traje azul eléctrico, una camisa naranja oscuro y una corbata color borgoña. Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta, limpió el asiento de la silla de Neal y se sentó.

–Gracias por todas las cartas y postales –dijo.
–Me dijiste que me perdiera.
–Era un modo de hablar.
–Sabías dónde estaba.
–Hijo, siempre sabemos dónde estás.

Aquella sonrisa otra vez.

No ha cambiado mucho en siete meses, pensó Neal. Seguía teniendo los ojos pequeños y brillantes, el pelo rubio quizás un poco más ralo. Su rostro de gnomo conservaba la misma expresión como de estar mirándote desde debajo de una seta venenosa. Todavía podía mostrarte el camino hacia la olla llena de mierda que hay al final del arcoíris.

–¿A qué debo el placer, Graham? –preguntó Neal.
–No lo sé, Neal. ¿A tu mano derecha?

Hizo un gesto apropiadamente obsceno con su pesada mano de goma, permanentemente doblada en una postura semicerrada. Graham podía hacer casi cualquier cosa con ella, pero Neal recordaba la vez que se rompió la mano izquierda en una pelea. «Es cuando tienes que mear –le dijo Graham–, cuando descubres quiénes son de verdad tus amigos.» Neal había sido uno de aquellos amigos.

Graham gesticuló exageradamente, simulando que inspeccionaba toda la estancia, a pesar de que Neal sabía que había captado hasta el último detalle en el par de segundos que había tardado en colgar el abrigo.

–Un lugar agradable –dijo Graham con sarcasmo. –Apropiado para mí.
–Eso sí es cierto.
–¿Café?
–¿Tienes alguna taza limpia?

Neal entró en la pequeña cocina y regresó con una taza que arrojó sobre el regazo de Graham. Este la examinó con atención.

–A lo mejor deberíamos salir –dijo.

–A lo mejor deberíamos dejarnos de rodeos y así me cuentas qué estás haciendo aquí.

–Ha llegado el momento de que vuelvas al trabajo.

Neal señaló con un gesto los libros amontonados en el suelo alrededor de la chimenea.

Estoy trabajando.
–Me refiero a trabajo trabajo.

Neal escuchó el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el tejado de paja. Era extraño, pensó, que fuese capaz de reconocer aquel sonido pero no el modo de llamar a la puerta de Graham. Máxime cuando había utilizado la mano de goma, puesto que en la de verdad llevaba el maletín. Neal Carey estaba desentrenado y lo sabía.

También sabía que era inútil intentar explicarle a Graham que los libros del suelo eran «trabajo trabajo», así que se limitó a un:

–La última vez que hablamos quedé «suspendido», ¿recuerdas? –Solo necesitabas refrescarte un poco las ideas.
–Supongo que ya me consideráis refrescado del todo… –Como el hielo.

Ya, pensó Neal, así soy yo. Hielo. Frío al contacto y fácil de derretir. El último trabajo casi me funde de manera permanente.

–No sé, papá –dijo Neal–. Creo que me he retirado.
–Tienes veinticuatro años.
–Ya sabes lo que quiero decir.

Graham se echó a reír. Entornó los ojos hasta convertirlos en dos rendijitas. Parecía un buda irlandés sin la panza.

–Todavía conservas la mayor parte del dinero, ¿verdad? –dijo–. ¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir viviendo con eso?

–Mucho.
–¿Quién te enseñó a hacerlo, a estirar cada dólar al máximo? –Tú.

Me enseñaste mucho más que eso, pensó Neal. A seguir a alguien sin ser detectado, a entrar y salir de cualquier apartamento, a abrir un archivador cerrado con llave, a registrar un cuarto. También a preparar tres comidas básicas al día de manera económica, a mantener un entorno limpio y habitable y a conservar el amor propio. Todo lo que un investigador privado necesita saber.

Neal tenía diez años cuando conoció a Graham, el día que intentó robarle la cartera, fue aprehendido en el acto y acabó trabajando para él. La madre de Neal era una prostituta y su padre había salido a por tabaco, de modo que no tenía lo que podríamos llamar una imagen demasiado buena de sí mismo. Tampoco tenía dinero ni comida, ni la más remota idea de lo que iba a hacer con su vida. Joe Graham le aportó todo eso.

–De nada –dijo Graham, interrumpiendo la ensoñación de Neal.

–Gracias –dijo Neal, sintiéndose un ingrato, que era precisamente como Graham quería que se sintiese.

Joe Graham tenía un talento de primera.
–Quiero decir que, de todos modos, querrás retomar tu posgrado, ¿verdad? –preguntó Graham.

Debe de haber hablado ya con mi profesor, pensó Neal. Joe Graham raras veces hacía una pregunta para la que no tuviese la respuesta.

–¿Has hablado con el profesor Boskin? –preguntó.

Graham asintió animadamente.
–¿Y?
–Y dice lo mismo que decimos nosotros: «Vuelve a casa, cariño, estás perdonado».

¡¿Perdonado?!, pensó Neal. Solo hice lo que me ordenaron. A cambio de mis desvelos, obtuve un fajo de billetes y una temporada en el exilio. Bueno, pues me encanta vivir exiliado, gracias. Solo me ha costado el amor de mi vida y un año de estudios. Pero Diane me habría abandonado de todas maneras y necesitaba tiempo para labores de documentación.

Graham no quería darle demasiado tiempo para pensar, así que dijo:

–No puedes seguir viviendo como un mono para siempre, ¿verdad?

–Querrás decir como un monje.
–Sabes lo que quiero decir.

En realidad Graham, pensó Neal, yo podría vivir como un monje para siempre y ser muy feliz.

Era cierto. Le había costado un poco acostumbrarse, pero Neal era feliz bombeando agua del pozo, calentándola en la cocina de leña y dándose baños tibios en la bañera de fuera. Era feliz paseando dos veces por semana hasta el pueblo para hacer las compras, tomarse una pinta rápida y quizá perder una partida de dardos para luego acarrear sus provisiones colina arriba.

Raras veces variaba su rutina, y eso le gustaba. Se levantaba con el alba, preparaba una cafetera y la dejaba al fuego mientras se daba un baño. Después se sentaba fuera con la primera taza del día a ver cómo salía el sol. Entraba y se preparaba el desayuno –tostadas y dos huevos bien duros

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