La piedra caída del paraiso

Abraham Aguilar Ruiz

Fragmento

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Capítulo I
Prólogo

«Si la desesperación anida en el corazón, nacerá amargura en el alma. Si se unen, como los dos colores de la urraca, el ánimo inamovible del hombre y su contrario, todo será a un tiempo laudable y deshonroso. Este puede estar contento, pues el cielo y el infierno forman parte de él».

Año 2000
Terrassa. Martes, 16 de mayo

Podrían haber pasado otros mil años y, en el mejor de los casos, todo seguiría igual. En aquel mes de mayo del año 2000, la piedra caída del paraíso no era más que una de esas leyendas temerosas del presente que sobreviven gracias al olvido. El secreto mejor guardado de la humanidad, un misterio oculto entre relatos épicos de caballeros, castillos y el destino. Nadie hubiera imaginado que aquella cruz de oro encontrada junto a dos cadáveres en Terrassa pudiera estar relacionada con la leyenda del grial y, en el transcurso de dos meses, la piedra caída del paraíso dejaría atrás el mito para convertirse en realidad.

A las ocho de la tarde, un compañero llamó al intendente Martí, jefe de la Unidad Central de Robos y Patrimonio Histórico de los Mossos d’Esquadra, para comentarle el hallazgo de una cruz de oro por parte de unos obreros en una excavación de Terrassa. No era necesario que se desplazase hasta el lugar, pero, al haberla encontrado en el cuerpo de un cadáver que, por su apariencia, debía llevar varias décadas enterrado, querían saber si él podía reconocer esa cruz, un tanto inusual, para ayudar en la identificación del cuerpo.

El intendente Martí reconoció las características de la cruz mientras hablaba por teléfono. Intrigado por la pieza y porque le aseguraban que era de oro, prefirió no pronunciarse. Tenía que ver esa cruz de cerca y conseguir que lo incluyeran en la investigación. Con el pretexto de que no se arriesgaba a realizar una valoración por teléfono que pudiera inducir a equívocos, viajó a Terrassa.

Han pasado seis horas desde aquella llamada. Tiempo suficiente para cambiar la perspectiva del policía en cuanto a su futuro. Hasta ese momento, el nuevo milenio no había traído más que pereza y aburrimiento, un desánimo propiciado por la falta de acción en el trabajo, ya que desde comienzos de año no había entrado en comisaría ni un solo caso digno de su valía ni habían recuperado ninguna obra de arte de interés, y por no haber sido posible avanzar en la investigación que le había mantenido ocupado durante los dos últimos años; la persecución de un ladrón de arte medieval que desde otoño pasado no había mostrado signos de actividad.

Pero ahora todo es diferente.

Agachado junto a la fosa, escucha silbar las cintas de plástico rayadas de blanco y azul que delimitan el perímetro de la excavación. La lluvia empieza a caer de nuevo tras concederles una tregua de media hora, pero en esta ocasión ha venido acompañada de un fuerte viento. Desde que exhumaron el segundo cadáver, no se ha alejado del agujero. Estaba atento, con la esperanza de que pudieran encontrar algo más. Pero no ha sido así.

Mira la cruz dorada sobre el fondo negro y mojado del cuero maltratado de su guante. Se trata de una cruz occitana. En el centro hay un pájaro semejante a una paloma o a una tórtola; de ella salen los cuatro brazos simétricos que se ensanchan hacia afuera y finalizan con tres puntas coronadas por unas esferas pequeñas. La paloma insertada en la cruz occitana es una característica muy singular, nunca antes había visto disposición semejante. Dos claras referencias a la religión cátara.

Un olor fuerte a gasóleo le hace volver en sí. Le crujen las rodillas al levantarse, las piernas se le habían quedado entumecidas de estar tanto tiempo agachado sin cambiar de postura. Observa la cruz por última vez, el reflejo áureo de la luz de los focos en el pecho de la paloma, antes de guardársela en el bolsillo del pantalón. No tiene ninguna duda. Conoce bien ese brillo, ese color, hasta cree reconocer su aroma. Es de oro. Intenta contener la sonrisa, pero no logra disimularla. La pieza podría alcanzar una buena suma de dinero en el mercado negro. Nota un pinchazo en el estómago. Son las dos de la madrugada y no ha comido nada desde el mediodía. Por su garganta solo pasaron dos copas de whisky que se tomó al salir de la oficina. La emoción y los nervios le habían hecho olvidarse de todo.

A pocos metros del intendente Martí se encuentra el inspector Font, perteneciente al grupo de homicidios de la provincia de Barcelona y principal investigador del caso.

El inspector Font cierra las puertas traseras del furgón policial y con la mano despide a sus compañeros. Se vuelve hacia la fosa y ve levantarse al intendente Martí, agarrarse la capucha del poncho y echársela por encima de la cabeza. Tal vez haya encontrado algo.

—Señor intendente, ¿alguna novedad? —le grita alzando la voz sobre el sonido de los generadores eléctricos de combustible.

—Nada por el momento, señor inspector. Yo me voy para casa, estoy cansado de tanta lluvia, esto se está poniendo hecho un barrizal. Mañana nos reuniremos en comisaría, necesito consultar los archivos antes de poder decirle algo concreto acerca de la pieza. Que tenga una buena noche.

El inspector Font sigue con la mirada al intendente Martí, difuminado entre una cortina de agua brillante por el resplandor de las luces, hasta verlo desaparecer en la negrura de la noche. No sabe para qué ha venido, su presencia no los ha ayudado en nada, más bien ha sido un estorbo. No se cansó de dar instrucciones mientras desenterraban el segundo cuerpo, como si esperase encontrar algún tesoro escondido allí abajo. Ni siquiera se ha atrevido a realizar una primera valoración de la cruz de oro encontrada.

Él se presentó en Terrassa a las cinco de la tarde. Unos obreros habían encontrado lo que parecían ser restos humanos durante las obras de acondicionamiento de unos terrenos para una nueva urbanización. Cuando llegó al lugar y vio los huesos amarillentos mezclados con la tierra, casi quebradizos al tacto, pensó que podría tratarse de una fosa común de la Guerra Civil. Aquel cadáver llevaba muchos años allí enterrado. Tardaron dos horas en exhumar el cuerpo. Por la corpulencia y la forma de sus caderas, parecía ser un hombre. Tenía un balazo en el cráneo. Cuando murió llevaba colgada la cruz de oro en el cuello y vestía una túnica gris atada a la cintura con una cuerda, conservada en buen estado después de tanto tiempo.

La intuición del inspector se confirmó con la aparición, debajo del primer cadáver, de un trozo de tela. Había otro cuerpo. Pero cuando retiraron la tierra y descubrieron la mano, supo que se había equivocado. Aquella fosa no era de la guerra. Ese hombre acababa de morir. La mano, el rostro, su cabello, las uñas…, el estado del cuerpo indicaba que no podía llevar más de un día muerto, dos como máximo. Antes de que se llevaran el cadáver en una bolsa negra hace media hora, se acercó y abrió la cremallera para cerciorarse y convencerse por última vez. Le habían limpiado la cara al cadáver y le habían desplazado la barba hacía un lado para mostrar el enorme tajo que tenía en el cuello, la causa más probable de su muerte. No cabía ninguna duda, ese hombre acababa de morir. Conoce bien el rostro de la muerte. A veces se pregunta si no lo ha visto ya en demasiadas ocasiones.

La humedad le produce

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