Más allá de la verdad (Hanne Wilhelmsen 7)

Anne Holt

Fragmento

cap-1

Jueves, 19 de diciembre

Era un perro viejo. Tenía las caderas anquilosadas. La enfermedad le había conferido el aspecto de una hiena de pecho ancho y cuello poderoso que desembocaban en un trasero ínfimo. Llevaba el rabo pegado a los testículos.

El sarnoso animal iba y venía, nadie era capaz de recordar cuándo lo había visto por primera vez. En cierto modo formaba parte del lugar, una molestia inevitable, como el ruido del tranvía, los coches mal aparcados o las aceras cubiertas de hielo. Era preciso tomar precauciones: cerrar la puerta del sótano, llamar al gato para que pasara la noche en casa y dejar bien tapados los cubos de basura del patio trasero.

De vez en cuando algún vecino presentaba una queja ante las autoridades sanitarias, sobre todo si amanecían tres mañanas seguidas con restos de comida y otros desperdicios tirados junto al soporte de las bicicletas. No solían recibir respuesta alguna y nadie hizo nunca nada para atrapar al perro.

Si alguien le hubiera prestado algo de atención se habría dado cuenta de que se movía por el barrio siguiendo un plan predefinido, nunca acorde con el calendario, lo cual hacía más difícil detectarlo. Si se hubieran tomado la molestia habrían notado que el perro nunca se alejaba demasiado, que rara vez salía de una zona de unas quince o dieciséis manzanas.

Así había sobrevivido casi ocho años.

Conocía su territorio y evitaba encontrarse con otros animales siempre que fuera posible. Daba rodeos para no cruzarse con perros falderos sujetos a coloridas correas de nailon, y hacía mucho que había comprendido que los gatos de raza con campanillas al cuello eran una tentación a la que hacía bien en resistirse. Era un chucho sin dueño en el barrio más señorial de Oslo y sabía mantener un perfil bajo.

El veranillo de Santo Tomás, cuando se preparaban las siete variedades de pastas navideñas, había quedado atrás. Un frío intenso anunciaba la llegada de la Navidad y había glaseado el asfalto. En el aire se intuía la nieve. El perro resbalaba sobre las placas de hielo y arrastraba una pata trasera. Una herida abierta en la parte izquierda del lomo reflejaba la luz de una farola, el color rojo oscuro resaltaba entre su pelo corto con manchas amarillas de pus. La noche anterior se había enganchado con un clavo cuando buscaba un lugar para dormir.

El edificio estaba apartado de la calle y un sendero adoquinado dividía el jardín delantero en dos. Una cadena pintada de negro dispuesta a escasa altura delimitaba el césped mustio y un parterre cubierto por una lona. A cada lado del portal había un abeto navideño decorado con luces.

Era el segundo intento que hacía el perro para entrar esa noche. Casi siempre había una manera. Las puertas sin cerrar eran la solución más fácil, claro. Un pequeño salto y un golpe de la pata sobre el picaporte. Daba igual que la puerta se abriera hacia dentro o hacia fuera, las puertas a las que no habían echado la llave eran coser y cantar, pero era difícil dar con una. Generalmente tenía que buscar ventanas de sótanos que se habían quedado entreabiertas, tablones sueltos en paredes que estaban en obras, ventanucos bajo escaleras de madera medio podrida. Vías de entrada que todo el mundo había olvidado salvo él. No abundaban y, en ocasiones, alguien había reparado la trampilla, las bajadas al sótano estaban cerradas con llave y las obras habían acabado. Todo cerrado e inaccesible. Entonces seguía su camino y podía tardar horas en encontrar un lugar para pasar la noche.

En esta casa había un camino de entrada. Lo conocía bien y era accesible, pero no debía abusar. Nunca dormía más de una noche seguida en el mismo lugar. Durante su primer intento había aparecido alguien, cosas que pasan. En ese caso siempre se quitaba de en medio a toda velocidad. Recorría al trote dos o tres manzanas. Se tumbaba debajo de un arbusto, detrás de un aparcamiento de bicicletas, fuera del campo de visión de cualquiera que no mirara con atención. Luego volvía a intentarlo. Un buen refugio merecía un par de intentonas.

La helada era cada vez más intensa. Había empezado a nevar de verdad, copos secos y ligeros que pintaban las aceras de blanco. Temblaba, no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.

Ahora el edificio estaba en silencio. Las luces le atraían y le asustaban por igual. La luz le hacía visible, pero también era una promesa de calor. Cada latido de su corazón iba acompañado de un pálpito de dolor en la herida abierta. Pasó asustado sobre la cadena de hierro que colgaba a poca altura. Gimió al levantar la pata trasera. Su agujero, siguiendo el camino hacia el trastero en el que había un viejo saco de dormir tirado en un rincón, estaba en la parte de atrás, entre la escalera del sótano y dos bicicletas que nadie usaba.

Pero la puerta principal del edificio estaba abierta.

Las puertas de los portales eran peligrosas, podía quedarse encerrado, pero la luz cálida le tentaba. Los portales eran mejores que los sótanos. Allí arriba, donde no vivía nadie y la gente solo aparecía muy de vez en cuando, hacía calor.

Se acercó a los escalones de piedra con la cabeza gacha. Se quedó parado con una pata delantera levantada antes de adentrarse muy despacio en el haz de luz. Nada se movía, no se oía ningún ruido preocupante, solo el eco lejano, sordo y tranquilizador de la ciudad.

Estaba dentro y había otra puerta abierta. Olía a comida y el silencio era total.

El aroma de algo comestible era intenso y no lo dudó más. Entró cojeando en el apartamento a toda prisa, pero se detuvo de golpe en el recibidor. Gruñó profundamente y le enseñó los dientes al hombre que estaba tendido en el suelo. No ocurrió nada, y el perro se aproximó con más curiosidad que miedo. Acercó con delicadeza el morro al cuerpo inmóvil. Lamió despacio un poco de la sangre que rodeaba la cabeza del hombre. Su lengua se volvió más insistente, limpió el suelo, hizo desaparecer la materia coagulada en su mejilla y penetró en el agujero que tenía junto a la sien. El perro hambriento engulló lo que pudo sacar del cráneo hasta que se dio cuenta de que no hacía falta afanarse tanto para saciar su apetito. En el apartamento había tres cadáveres más. Movió el rabo con entusiasmo.

—No hay nada que discutir. Nefis tiene que aprender nuestras costumbres, ¿no?

Marry dio un portazo.

—Uno, dos, tres, cuatro… —contó Hanne Wilhelmsen.

Antes de que empezara a pronunciar la «c» del cinco, Marry ya estaba de vuelta.

—Si yo me voy a visitar a los musulmanes esos por Navidad, me habría comido lo que me pusieran delante, coño. Eso es ser educado, digo yo. Pero si no es ni religiosa ni nada, que me lo ha dicho así de veces. En Noruega se toma costillar de cerdo asado por Nochebuena, y eso es todo y ya le vale.

—Pero, Marry, ¿no podríamos tomar chuletitas? También son típicas y el problema estaría solucionado. Al fin y al cabo, el año pasado cenamos tu costillar de cerdo asado.

—¿El problema?

Marry Samuelsen había pasado por la vida como Harrymarry, la más vieja de las putas que hacían la calle en Oslo. Hanne se había tropezado con ella tres años atrás, cuando investigaba un caso de asesinato y Marry estaba a punto de sucumbir al efecto de las drogas duras y el frío de la gran ciudad. Ahora era la asistenta de Hanne y

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