Offline (Hanne Wilhelmsen 9)

Anne Holt

Fragmento

cap-1

1

Una paloma mensajera sobrevolaba Oslo.

Su dueño la llamaba Coronel, por las tres manchas en forma de estrella que tenía en el pecho. Era un pájaro pequeño y compacto que iba a cumplir doce años. La edad y la experiencia le habían dado seguridad y mucha prudencia. Volaba a poca altura para evitar a las rapaces. Concentrado, atravesaba el aire tras enfilar el fiordo, entre las torres del Ayuntamiento, y desvió el curso ligeramente hacia el sudeste.

El Coronel se dispuso a aterrizar en una torre envuelta en lonas y andamios. Venía volando desde muy lejos. Las ganas de llegar a casa atenazaban su pecho ancho y gris con sus condecoraciones tan visibles y hermosas. Por ellas, su dueño había pagado más de lo que correspondería a su pedigrí cuando era tan solo un pichón. Sus padres eran sencillas aves obreras. Pero cuidados primorosos y grandes expectativas habían convertido al Coronel en un as. El pájaro, que descansaba sobre una torre destruida por una bomba un día de julio de hacía menos de tres años, era una de las aves más premiadas del norte de Europa.

El Coronel quería irse a casa. Deseaba estar junto a Ingelill, que era su pareja desde hacía más de diez años. Oír los silbidos de su dueño avisando de que era hora de comer y el tranquilizador arrullo de las demás palomas. El pequeño pájaro gris de mirada penetrante sentía la llamada del palomar construido entre los manzanos del jardín, del nido donde le esperaba Ingelill. Sabía exactamente adónde iba, no faltaba mucho. Sería cuestión de minutos si abría las alas y se ponía en camino.

Muy arriba, entre el Coronel y el frío sol de abril, volaba un ave rapaz. Era tan joven que de vez en cuando se arriesgaba a dejar los bosques del norte de la ciudad y saciarse con las indolentes tórtolas turcas de los parques del centro. El Coronel entró en su campo de visión en el mismo instante en que el viejo pájaro gris agitó ligeramente las alas y se arrancó una pluma del pecho dispuesto a despegar.

El gavilán se dejó caer.

Un tipo flaco estaba muy quieto junto a las barreras que rodeaban el edificio, protegiéndose los ojos con la mano. Vio que era un gavilán. Estaba seguro de que era un gavilán común, aunque era poco frecuente que se acercaran al centro. El hombre se quedó mirando. El gavilán común tenía las alas más cortas y su plumaje era denso. No solía cazar así. Su seguridad dependía de terrenos irregulares donde pudiera ocultarse, era más un asesino por sorpresa que un gran planeador.

En ese momento el pájaro se dejó caer de forma abrupta y repentina contra algo que el hombre no podía ver. En esa postura, con la mano sobre los ojos, percibía el hedor que despedía su cuerpo. Llevaba una semana sin lavarse. A pesar de todos los años que había pasado entre la droga, los albergues y la caridad de la Iglesia, seguía avergonzándose de estar tan sucio.

Hubo un tiempo en que lo sabía todo de los pájaros, en que su nombre era Lars Johan Austad y vestía un uniforme militar. Ahora nadie le llamaba otra cosa que Zapatones, en las raras ocasiones en que alguien se tomaba la molestia de dirigirse a él con un nombre. Le dolían los pies, y siempre llevaba los zapatos demasiado holgados.

El gavilán había cazado una paloma, eso dedujo el hombre cuando vio caer una nubecilla de plumas grises del tejado, allá en las alturas. A Zapatones le gustaban las palomas, le hacían compañía, sobre todo en verano cuando solía optar por dormir al aire libre.

Dejó caer el brazo y echó a andar.

Una bonita manera de morir, pensó mientras arrastraba los pies camino de la calle Karl Johan con las manos enterradas en las profundidades de los bolsillos. Un instante estás disfrutando del paisaje y al siguiente le sirves a alguien de almuerzo.

En el fondo, a Lars Johan Austad le hubiera gustado sufrir el mismo destino. Al llegar a la sombra del Ministerio de Economía intentó protegerse del frío de abril, y pensó que ya era hora de buscar algo de comer. Era mediodía, se oía la música del carillón del Ayuntamiento.

Se oía el débil tañido de una campanilla de bronce.

—Vamos, Coronel. Pitas, pitas, pitas.

Sus silbidos provocaban arrullos desconcertados en las otras palomas. Era casi de noche y hacía mucho que habían comido.

—¡Coronel! ¡Pitas, pitas, pitas!

—Creo que será mejor que lo dejes por hoy.

Una mujer menuda caminaba por el sendero de losetas de pizarra entre manchas de nieve sucia que seguían cubriendo el césped que conducía al palomar.

—¡Coronel! —repitió el hombre, y volvió a silbar y a llamar con la campanilla.

La mujer le rodeó los hombros con delicadeza.

—Vamos, Gunnar. El Coronel encontrará el camino a casa sin que le llames, ya lo sabes.

—Ya debería estar aquí —se quejó el hombre balanceando el cuerpo rígido de lado a lado—. El Coronel debería haber llegado hace horas.

—Solo se ha retrasado —le consoló la mujer de más edad—. Verás cómo está en su nido cuando te levantes mañana. Con su Ingelill. El Coronel nunca decepcionaría a su Ingelill, ya lo sabes. Vámonos. He preparado el té y unos bollos pequeños de los que más te gustan.

—No quiero, mamá. No quiero.

Ella sonrió sin hacerle caso. Le cogió de la mano con cuidado y le llevó hacia la casa. Él la seguía a regañadientes.

—Mañana es tu cumpleaños, Gunnar —dijo la mujer—. Treinta y cinco años. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

—El Coronel —gimió el hombre—. Le ha pasado algo.

—Para nada. Vamos. He preparado un bizcocho y mañana podrás ayudarme a decorar la tarta. Con nata y fresas y velas.

—El Coronel…

—¿Qué habrá sido de todo ese tiempo? —repitió para sí misma, y abrió la puerta empujando a su hijo hacia el cálido interior.

cap-2

2

El tiempo formaba un bucle. Puede que fueran los kilos de más los que, paradójicamente, le hicieran parecer menos alto de los dos metros dos que medía en un buen día. Tenía los anchos hombros caídos y el cinturón se escondía bajo su barriga. Llevaba la cara afeitada, a juego con la cabeza.

—Hanne —dijo.

—Billy T. —respondió ella unos segundos después, sin hacer ademán de apartar la silla de ruedas de la puerta para dejarle entrar—. Ha pasado mucho tiempo.

Billy T. puso el brazo en el marco, se apoyó y escondió la cara en su manaza.

—Once años —murmuró.

Se oyó una puerta que se cerraba en el descansillo y pasos firmes camino del ascensor. Los pasos se hicieron más lentos cuando se acercaron a la puerta de Hanne Wilhelmsen y al hombretón que tenía una postura que fácilmente podía parecer amenazante.

—¿Va todo bien? —preguntó una voz grave de hombre.

—¿Cómo has conseguido entrar? —inquirió Hanne sin contestar al vecino—. Está el telefonillo, y tenemos…

—¡Por Dios! —gimió Billy T. quitándose la mano de la cara—. He sido policía más años que tú. ¡Una mierda de cerradura de un portal! Si

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