Perros y lobos

Hervé Le Corre

Fragmento

cap-2

1

Lo habían soltado una hora antes de lo previsto y como estaba lloviendo había tenido que esperar bajo una especie de marquesina instalada en la rotonda, la entrada de la cárcel a su espalda y un campo de maíz como único paisaje, al otro lado de la carretera, y el aparcamiento, sus barreras y sus rejas y las idas y venidas de los visitantes, mujeres, niños, ancianos, el ruido sordo de las puertas. Se había asomado y había visto los muros altos que se extendían unos cuatrocientos metros y un desagradable escalofrío le había recorrido la espalda, se había sentado en el banco de madera, hundido bajo este refugio para ver lo menos posible a pesar de que llevaba todos estos años soñando con abarcar el horizonte entero sin el menor obstáculo. Había dejado su gran bolsa de viaje a sus pies, hinchada y deformada, que pesaba como un muerto por los libros que había pedido durante su detención y que se preocupaba de sacar como si fueran animales de compañía dóciles y fieles.

Le dio tiempo a fumarse tres cigarrillos mientras oía cómo el chapoteo de la lluvia cesaba y se alejaba hacia el sur con rugidos sordos de tormenta. La luz surgió con violencia, apartando las nubes de golpe, iluminando de pronto una bisutería barata sobre todas las cosas y temblando con sonidos bucales. Él parpadeaba por el deslumbramiento y contemplaba esas capas centelleantes con el asombro de un niño ante un árbol de Navidad.

Cuando vio aquel coche ralentizar la marcha y entrar lentamente en el aparcamiento, miró su reloj: llevaba más de una hora esperando y no había sentido pasar un solo minuto. El tiempo como agua que tratamos de guardar en las manos. Se escurre y se pierde. En la cárcel, sin embargo, cada cuarto de hora se pegaba a la piel, humedad asfixiante, sudor malsano. Siguió con la mirada el pequeño Renault rojo que ahora volvía a salir del aparcamiento y se detenía. Lo conducía una mujer cuyos rasgos no distinguía tras los reflejos del parabrisas. No necesitaba esa señal de las luces para saber que venía a buscarlo. Le dirigió un gesto con la mano y se levantó mientras el coche cruzaba la carretera para situarse delante.

Se agachó al mismo tiempo que bajaba la ventanilla, dijo «Hola» a un par de ojos azules muy claros, o grises. Muy claros. No vio nada más que una especie de fosforescencia diluida en la sombra del habitáculo. Ella sonreía inclinada hacia él. Menos de treinta años.

—¿Qué tal?

—Ahora mejor.

Con un amplio movimiento dibujó el cielo, los árboles amontonados a lo lejos, bordeando la carretera, los campos resecos. La luz, y el calor que empezaba a pegar otra vez. Abrió la puerta de atrás y dejó caer la bolsa encima del asiento. Se sentó junto a la joven y le dio la mano, pero ella se acercó y le plantó dos besos rápidos en las mejillas. Le gustó la frescura de sus labios en la piel. Algo lo atravesó, profundo, rápido. Despertó en él conexiones ocultas, infinitesimales, ramificaciones secretas. Era casi doloroso. Una plenitud opresiva.

—¿No ha venido Fabien?

La mujer volvió a ponerse las gafas de sol y arrancó.

—Yo soy Jessica.

—Ah, sí, perdona. Franck.

—Ya lo sé.

—Fabien me hablaba todo el tiempo de ti en sus cartas, yo…

No siguió. Era mejor así. Tal vez tendría que volver a acostumbrarse. Hablar con la gente con normalidad. Prestar atención a lo que se dice. No como con los policías, o con los otros presos, no. Solo por no herir, dejar de ir a contrapelo.

—Fabien está en España desde hace tres semanas. No pudo aplazarlo, era urgente. Ya te contaré. Y podría alargarse dos o tres semanas; con él, nunca se sabe.

—¿Qué coño hace en España?

—Negocios. Ya te lo explicaré. Si no fuera por eso habría venido él, créeme. Eres su hermanito, así es como te llama siempre: «Mi hermanito».

Encendió la radio del coche, una emisora que ponía cantantes franceses, y tarareó sus melodías sentimentales como si estuviera sola en el coche. En cuanto se metieron en la autopista, dirección Burdeos, quitó el aire acondicionado, apagó la radio y bajó la ventanilla, y el aire se precipitó dentro del coche, violento y tibio, ensordecedor. No volvió a decir nada durante un rato. Franck esperaba que le hiciera preguntas sobre la cárcel, la gran mierda que hay dentro, y se preparaba para contar lo mínimo porque nunca se dice todo lo que pasa en la cárcel. Lo que uno ha tenido que ver y vivir. Le hubiera gustado que le hablara porque le habría dado un buen motivo para girarse hacia ella y dejar de mirarla por el rabillo del ojo como estaba haciendo en ese momento.

Iba vestida con una camisa de hombre remangada por los antebrazos, demasiado grande para ella, que le llegaba por la parte superior de los muslos encima de unos viejos vaqueros cortados. Tenía las piernas morenas, le brillaba la piel, y pensó que se habría echado crema hidratante, y que él habría puesto la mano de buena gana sobre esa suavidad si no hubiera sido la mujer de Fabien, aunque le cayera un bofetón. Se montó una escena porno tan realista con esa chica sentada a pocos centímetros de él que los vaqueros empezaron a apretarle demasiado y tuvo que cambiar de posición varias veces para aliviar la presión de la entrepierna.

—¿Quieres que paremos? Allí hay una gasolinera.

Se estremeció porque una parte de él lo tomó como una invitación a prolongar la fantasía que lo asaltaba. Un desvío, la sombra de un árbol, la chica que se pasa al asiento de atrás, unas bragas que bajan, una mano que sube.

—Sí. Me parece bien.

Voz ronca. Avergonzada. Se aclaró la garganta, la boca seca.

Puso el intermitente, una sonrisilla en su preciosa boca. Irónica o burlona. O simplemente tranquila, relajada. No lo sabía. Hacía tiempo que no pensaba en la sonrisa de las mujeres. En los significados que sugieren, en los contrasentidos que provocan.

—Necesito un café y un cigarrillo —dijo ella.

Se puso las gafas de sol en el pelo para buscar una plaza de aparcamiento, entrecerrando los párpados, ligeramente inclinada hacia delante. Aparcó el coche cerca de una mesa de picnic donde estaban instalados una pareja y tres niños, todos sentados delante de platos de cartón que la madre llenaba de ensalada de tomate mientras el padre manejaba un teléfono. La mesa estaba abarrotada de sacos y bolsas, de latas de refresco, de paquetes envueltos en papel de aluminio, y los niños metían las manos en ese desorden y agarraban un trozo de pan o un vaso que le tendían a su madre para que les diera de beber.

Franck observaba al hombre indiferente a toda esa agitación que se ponía a hablar por teléfono y luego se alejaba para seguir con la conversación y no se le veía más que la espalda, la nuca doblada, los hombros que se encogían de vez en cuando y la mano libre agitando el aire frente a él.

—¿Nos vamos? ¿Te trae recuerdos?

Sí, vagamente, la ruta de vacaciones a España cuando tenía nueve o diez años, cuando todo iba bien, antes del naufragio; los bocadillos riquísimos de las tiendas de la autopista que devoraba apresuradamente de pie junto al coche porque a su padre no le gustaba parar, las partidas a la consola que se echaba con Fabien en el asiento de atrás. Fabien, el hermano mayor. Cuatro años más. Que le enseñaba trucos y artimañas, siempre paciente. Y que más tarde

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