Días perfectos

Raphael Montes

Fragmento

1

Gertrudes era la única persona que le gustaba a Téo. Desde el primer momento supo que los encuentros con ella serían inolvidables. Los otros alumnos no se sentían tan cómodos. Las chicas se tapaban la nariz apenas entraban en la sala; los chicos intentaban mantener la compostura, aunque las miradas revelaban su malestar. Téo no quería que notasen lo bien que se sentía allí. Andaba a pasos rápidos y con la cabeza baja hasta la mesa metálica.

Serena, esperándolo, estaba ella. Gertrudes.

Bajo la luz pálida, el cadáver adquiría un tono amarronado muy peculiar, como de cuero. La bandejita de al lado contenía instrumental para acometer investigaciones más profundas: unas tijeras con la punta curva, dos pinzas –una anatómica y otra de diente de ratón– y un bisturí.

–Podemos observar la vena safena magna, cerca de la cara medial de la rodilla. A medida que asciende el muslo, pasa hacia la cara anterior, en el tercio proximal –expuso Téo.

Estiró el epitelio de Gertrudes para mostrar los músculos resecos. El profesor bajó los ojos, ensimismado en su carpeta sujetapapeles. Adoptaba una pose seria, pero Téo no se dejaba intimidar: la sala de anatomía era para él un hábitat idóneo. Las camillas por los rincones, los cadáveres disecados, los miembros y órganos en botes le transmitían una sensación de libertad que no encontraba en ningún otro lugar. Le gustaba el olor del formol, las herramientas en las manos enguantadas, tener a Gertrudes sobre la mesa.

En su compañía la imaginación no tenía límites. El mundo desaparecía y solo quedaba él. Él y ella. Gertrudes. Había elegido el nombre durante su primer encuentro, ella todavía con las carnes en su sitio. La relación se fue estrechando a lo largo del semestre. En cada clase Téo realizaba un nuevo descubrimiento: Gertrudes adoraba sorprenderlo. Se aproximaba a la cabeza –la parte más interesante– y sacaba conclusiones. ¿A quién pertenecía aquel cuerpo? ¿Se llamaría realmente Gertrudes? ¿O tendría un nombre más ordinario?

Era Gertrudes. Al mirar la piel reseca, la nariz afilada, la boca ajada de un color amarillo pajizo, no concebía otro nombre. Aunque la degeneración había hecho desaparecer su aspecto humano, Téo veía algo más en aquellos glóbulos deformes: veía los ojos de la mujer arrebatadora que, sin duda, había sido. Podía dialogar con ellos cuando los demás no miraban.

Probablemente había muerto vieja, sesenta o setenta años. La escasez de pelo en la cabeza y en el pubis confirmaba tal hipótesis. Tras un minucioso examen, Téo había localizado una fractura en el cráneo.

Respetaba a Gertrudes por encima de todo. Solo una intelectual sería capaz de desprenderse de la adulación de un entierro para ir más allá y pensar en la formación de los médicos jóvenes. Mejor servir de luz a la ciencia que ser devorada en la oscuridad, habría razonado ella, sin duda. Habría tenido una estantería repleta de buena literatura. Y una colección de vinilos de su juventud. Habría bailado mucho con aquellas piernas. Bailes y más bailes.

Es verdad que gran parte de aquellos cuerpos de las cubas malolientes pertenecían a indigentes, a mendigos que encontraban su propósito de vida en la muerte. No tenían dinero, carecían de educación, pero disponían de huesos, músculos y órganos. Y eso los volvía útiles.

Gertrudes era diferente. Difícil creer que aquellos pies hubieran padecido las calles, que las manos hubieran recibido calderilla a lo largo de una vida mediocre. Téo tampoco aceptaba la idea del asesinato: un culatazo en la cabeza después de un asalto, o golpes de un marido traicionado. Gertrudes había muerto por alguna causa extraordinaria, por un incidente en el orden de las cosas. Nadie habría tenido el valor de matarla. A no ser un idiota…

El mundo estaba lleno de idiotas. Solo había que mirar alrededor: el idiota de la bata blanca, el idiota de la carpeta sujetapapeles, la idiota de la voz aguda que ahora hablaba de Gertrudes como si la conociese tanto como él.

–La cápsula articular fue abierta, alzándose la capa fibrosa externa hasta la visualización de las extremidades distal y proximal de los huesos fémur y tibia.

Téo quiso reírse de la chica. Reírse no, carcajearse. Y si Gertrudes pudiera oír aquellas tonterías sobre ella, también soltaría una carcajada. Juntos, degustarían vinos caros, conversarían sobre temas amenos, verían películas para después discutir sobre la fotografía, el escenario y los actores como críticos de cine. Gertrudes le enseñaría a vivir.

Era irritante el desprecio con que la trataban los otros alumnos. Cierto día, en ausencia del profesor, aquella chica –la misma que ahora malgastaba su estridencia con rebuscados términos médicos– se había sacado del bolsillo un esmalte rojo y, entre risitas, le había pintado las uñas al cadáver. Los compañeros se amontonaron a su alrededor enseguida; se estaban divirtiendo.

Téo no era propenso a la venganza, pero tuvo ganas de escarmentar a la chica. Podría conseguir un castigo institucional, burocrático e ineficaz. Podría hacerla disfrutar de un baño en formol; ver en los ojos de esa maldita el desespero al notar cómo se le resecaba la piel.

Pero lo que en realidad quería era matarla. Y, entonces, pintarle los pálidos deditos con esmalte rojo.

Como es natural, no haría nada parecido. No era un asesino. No era un monstruo. De niño pasaba las noches sin dormir, las manos trémulas delante de los ojos, intentando descifrar sus propios pensamientos. Se sentía un monstruo. No le gustaba nadie, no concitaba ningún afecto por el que pudiera llegar a extrañar a alguien: simplemente vivía. Las personas aparecían y le obligaban a vivir con ellas. Peor: le forzaban a que le agradaran, a mostrar aprecio. No importaba su indiferencia siempre y cuando la escenificación pareciese verosímil, lo que hacía todo más fácil.

Sonó el timbre, y el grupo quedó liberado. Era la última clase del curso. Téo salió sin despedirse de nadie. El edificio grisáceo quedaba ya atrás cuando, al mirar por encima del hombro, cayó en la cuenta de que no volvería a ver a Gertrudes. Enterrarían a su amiga junto a otros cuerpos, arrojada a una fosa común. Nunca volverían a compartir aquellos momentos.

Estaba solo, otra vez.

2

Téo se despertó de mal humor y se dirigió a la cocina a prepararle un café a su madre. La encimera de la pila era alta, de modo que Patrícia, sentada en la silla de ruedas, no conseguía alcanzar los estantes suspendidos. Tenía que estirarse y dejar las piernas colgando, sin apoyo. Era degradante.

Mientras hervía el agua, barrió el comedor del apartamento y lavó los platos de la noche anterior. Cambió la hoja de periódico a Sansão y llenó su cuenco de comida. Como de costumbre, dejó el café en la mesilla de noche de su madre y la despertó con un beso en la frente, pues es así como deben actuar los hijos cariñosos.

A las nueve Patrícia salió de la habitación. Lucía un sencillo vestido y sandalias de tela. Téo nunca había visto a su madre vistiéndose, aunque imaginaba el exhaustivo proceso. En una ocasión se había ofrecido a ayudarla a ponerse unos tejanos nuevos, pero el rechazo fue enérgico: «¡Es lo único que me queda!». Media hora después estaba lista, los pantalones arrojados al cubo de la basura del cuarto de baño.

–Me voy con Marli al mercado. Me llevo a Sansão –anunció mientras se ponía un pendiente delante del espejo de la mesita de centro.

Téo asintió, sin desviar la mirada de la persecución d

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