Nadie debería irse a dormir

Álvaro Abad

Fragmento

cap-1

1

—¡Te he dicho que me dejes en paz! ¡Deja de llamarme! ¡No quiero volver a oírte!

Y lo dijo con tanto desprecio y rechazo que a Norberto Obanos casi le pareció oír el golpe del teléfono al otro lado de la línea. Se quedó medio aturdido mirando su iPhone, pensando qué podía hacer ahora, esperando un repentino cambio de la realidad a su favor.

Fuera había empezado a oscurecer. Sabía que no lograría nada pero no pudo evitar llamar dos veces más al mismo número, sin éxito. A la tercera se atrevió a hablar con el contestador.

—Si cambias de opinión, Javier, llámame, es una cuestión de vida o muerte, no bromeo… tienes que creerme, ¡tienes que creerme!

No pudo completar la frase, sonaba sin fuerza, como una mentira, como una frase de película.

Al menos había sido buena idea salir al exterior, al viñedo, no sólo para evitar las escuchas, sino también porque Obanos agradecía pasar esos momentos de desconcierto entre el olor de las uvas maduras.

Los arbustos se prolongaban en hileras, y Obanos casi podía ver los pequeños frutos descansando a la espera de que el sol generoso de principios de otoño les proporcionase otra sesión de maduración. Se recordó a sí mismo y a sus dos hermanos de niños, corriendo entre los surcos de tierra revuelta y roja, y le parecía imposible que hubiesen llegado hasta aquí, tan lejos, pasados ya los sesenta.

La luz que quedaba era azul y débil. A medida que se disipaba la adrenalina que le había producido la llamada empezó a sentir el aire frío filtrándose por debajo de la cazadora. Decidió volver a la bodega, la gran inversión de su vida, su gran obra: como otros tienen tres hijos o escriben libros, se dijo; y acompañó estos pensamientos con una sonrisa nueva, fresca, sincera, ilusionada.

Justo donde empezaba la entrada del nuevo edificio acababan sus recuerdos infantiles: Obanos había derruido el viejo edificio para construir la magnífica bodega que se alzaba ante él. No coincidía con algunos de sus colegas de gremio en la conveniencia de mantener las estructuras tradiciones; claro que existían edificios que merecía la pena restaurar, pero la vieja bodega de los Obanos no era uno de ésos. Si el viejo vino de la familia había sido algo estimable durante décadas se debía a la calidad del suelo y a los viñedos, al esfuerzo de su padre y de su abuelo, y no a ese montón de piedras, húmedas, casi malignas. Norberto se alegraba mucho de que esa vieja construcción sólo perviviera en un puñado de fotografías y en la memoria de sus hermanos, de familiares lejanos, y de algunos lugareños.

No había sentido ningún remordimiento cuando se decidió a derruirlo ni tampoco cuando vio cómo demolían la estructura y retiraban los restos. Ninguna emoción cuando se quedó frente a frente con el solar vacío, listo para que volviera a construirse. Quien más se opuso fue Luis, pero su hermano no había invertido un euro en la finca, y mientras la tuvo a su cargo apenas hizo otra cosa que permitir que decayera y se deteriorase, como quien desgasta un recuerdo de tanto recrearlo en la mente. Luis siempre le había tenido miedo al futuro. Su hermana Elena se lo tomó mucho mejor, pero le arañó con una frase que Obanos no había logrado rebatir, que seguía molestándole:

—También la derrumbas porque es la finca donde papá jamás te tuvo en cuenta. Donde ni siquiera consideró la posibilidad de que te hicieras cargo del negocio. Te has convertido en un hombre frío e inteligente, Norberto, y disimulas bien, pero a mí no me engañas: estás lleno de resentimiento.

En realidad su padre había hecho algo más que no tenerle en cuenta: le había pronosticado que jamás llegaría a nada.

Obanos estaba convencido de que había borrado definitivamente esas peleas de su cabeza. Cuando discutía con Elena presentaba como prueba de su independencia que había desarrollado su vida lejos del negocio familiar, que era su hermano Luis y no él quien se había quedado adherido al pasado, al apellido, al patrimonio. Norberto Obanos se repetía como una suerte de mantra defensivo lo pronto que había salido de casa, se decía que se había metido de bien joven en política (para militar en un partido contrario, casi opuesto, a las ideas de su padre), que sus negocios habían prosperado lejos del ambiente de las bodegas donde su apellido todavía pesaba algo… Pero a la luz de las palabras de su hermana le inquietaba pensar si sería verdad que su comportamiento, en lugar de demostrar que estaba libre de la influencia de su padre, no venía más bien a constatar que toda su vida era una lucha por desmarcarse de él.

Al entrar en la nueva bodega Obanos vio cómo los últimos restos de luz entraban por las finas aberturas de cristal, y ante la belleza de aquel juego prodigioso de sombras se dijo que poco importaba si al reemprender el negocio familiar estaba tratando de reconciliarse con su padre o de superarlo definitivamente. Lo importante es que su apellido iba a seguir asociado con el vino: aquel jugo de la tierra extraído con un trabajo bien hecho.

En los periódicos llamaban a la nueva bodega de los Obanos la Catedral. A Obanos le hubiese gustado que Luis pudiese apreciarla en lo que valía una vez acabada, pero aquel hermano tozudo y enfermo se había negado a volver al terreno familiar (ni siquiera para pasear por el bosque de altas coníferas) después de convencerse de que era cierto que Norberto Obanos no pensaba respetar ni las paredes, ni las viejas barricas ni el lagar. Y algo de razón tenía Luis: sobre los viñedos, sobre la tierra y el bosque todavía quedaba algo del viejo aroma de los Obanos, pero en el interior de aquella estructura piramidal y futurista, en aquella sucesión de fabulosos salones todo era nuevo, ajeno a la historia familiar que compartían los tres hermanos.

Quizá por eso a Obanos le sorprendió tanto, al pasar por delante de la sala de reuniones, ver colgado en el pomo de la puerta un viejo jersey de su hermana Elena. Fue como si una mano del pasado atravesase treinta años para tocarle el hombro. Obanos dedujo que las chicas de la limpieza (o un operario) lo habían encontrado en cualquier parte y habían decidido colgarlo del pomo para que él lo viese y decidiera qué hacer con él.

Reconocería aquel jersey en cualquier sitio, de lana amarilla, con unas gruesas trenzas. De niña Elena no se lo quitaba nunca; si de ella dependiera se hubiese acostado con el jersey puesto. Apenas se llevaban un año de diferencia y les gustaba jugar juntos entre las vides y corretear por el bosque, lejos de Luis, el hermano taciturno, casi cinco años mayor que ellos. Le costaba disociar el jersey de sus juegos infantiles; si cerraba los ojos veía resplandecer aquella mancha de lana amarilla entre el verde oscuro de las vides.

Con aquel jersey amarillo puesto había visto a su hermana recoger castañas en el sotobosque, y ya en las viñas arrancar algunos frutos todavía ácidos, pero que dejaban en la boca un sabor refrescante, como burbujas de pica-pica. La veía con los labios manchados de jugo retándolo a que la persiguiese y la atrapase con una versión más joven y sin arrugas de las mismas manos que ahora volvían a sostener el jersey.

Salió un poco turbado del baño de nostalgia, y cuando recuperó el equilibrio emocional le asaltaron las preguntas. ¿Qué hacía allí aquel jersey? ¿Cómo había llegado de casa de su hermana a la bodega?

La primera respuesta qu

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