La vida secreta de Sarah Brooks (Trilogía Americana 1)

Fragmento

1. Boca abajo

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Boca abajo

Pesaba más de lo que parecía, mucho más. Y el silencio era abrumador. Jamás se había dado cuenta de la sensación de vacío que el silencio provocaba a su alrededor, y menos cuando ella estaba cerca. Pero, claro, eso era antes, cuando estaba viva; ahora solo era un cascarón de carne y huesos que se movían inertes a capricho del terreno desigual, mientras los arrastraba hacia la profundidad húmeda y espesa del bosque.

Pensó en colgarse el cuerpo sobre los hombros para trasladarla más cómodamente hasta donde pretendía dejarla, aunque descartó la idea de inmediato. Por mucho que lo lamentara, ella no se lo merecía. Él la amaba, pero la rabia pudo más que el amor. Y ese amor se desvaneció como la bruma del alba de una mañana de verano, dando paso a aquel dolor invernal ante la traición de la persona amada. Aquella vorágine de frustración terminó por transformarse en el odio que descargó sobre Sarah Brooks mientras ella lo miraba aterrada, confusa y con los ojos desorbitados de quien sabe que la muerte tiene nombre y rostro. El último que vería jamás.

Se quedó desconcertado cuando el golpe seco hizo que ella se desplomara. ¿Tan fácil era matar a alguien? ¿Tan poco hacía falta para quitar una vida? Pensaba que aquel momento no sería tan fugaz, tan efímero, y se sintió culpable por descubrirse decepcionado, pero no tardó en recomponerse. Sabía que no solo era un castigo por traición, también lo era por venganza.

El otoño llegaba a su fin, aun así la humedad del bosque le calaba a través de la ropa, y un sudor frío le perlaba la frente y le corría por la espalda. La camiseta interior se le pegaba al cuerpo, y aunque la camisa que llevaba era ancha, las costuras sobre las axilas se le pegaban bajo los brazos. Comenzaba a olerse a sí mismo, ¿o era el cuerpo de Sarah? No, apenas habían transcurrido unos minutos desde que le asestó el golpe mortal; era imposible que hubiese empezado a descomponerse. El olor provenía de él. Las últimas veinticuatro horas habían sido demasiado intensas, y no había tenido tiempo de nada, excepto de pensar. Pensar en lo ocurrido, en qué haría con el cadáver, pensar en que la víctima era él y en que aquel acto estaba más que justificado. Sin embargo, nadie excepto él mismo iba a entenderlo. Nadie. ¿O quizá sí? Quizá una persona en particular podría llegar a entenderlo, pero ¿se atrevería a contárselo? No, no podía arriesgarse. Así que resumiendo: no había tenido ocasión de ducharse ni de cambiarse, pero lo haría en cuanto acabara lo que estaba haciendo.

El cuerpo de Sarah, arrastrado por los pies, dejaba pequeños surcos en el musgo. Las rocas le cortaban la carne y el pelo se le enmarañaba con la pinaza. La lividez de la cara, magullada, contrastaba con el color rojo de sus cabellos rizados, sucios de húmeda tierra marrón. Por fin llegó al claro que había estado buscando. Soltó los tobillos de la muchacha, que cayeron sobre la maleza del bosque, y suspiró profundamente. El silencio seguía rodeándolo, testigo mudo de sus actos. Trató de escuchar el trino de algún pájaro, pero apenas llegaba a él el sonido de las hojas meciéndose entre los árboles. Sí que oía, sin embargo, su respiración y los latidos de su corazón le perforaban los oídos. Inspiró hondo, dejando que los olores a su alrededor lo impregnaran. Espiró y se volvió hacia el cuerpo.

El vestido blanco de Sarah se había ensuciado mucho, y vio que de la nariz de la chica emergía un hilo de sangre ya seca. Había sido tan guapa... y la deseó tanto... Aquel pelo rojizo, esa piel tan clara, sus piernas largas y torneadas... ¡y qué ojos! Aquellos ojos verdes que ya nunca más verían nada. Los iba a echar de menos, pensó para sí. Chasqueó la lengua sin darse cuenta y ladeó la cabeza, apretando los labios.

Se despojó de la desgastada mochila que llevaba al hombro y se agachó con ella entre las manos, dándole la espalda al cadáver. Deslizó la cremallera y de su interior sacó una cuerda trenzada, una manta, una botella de agua y varios trozos de tela que apartó a un lado entre las raíces del majestuoso roble que se alzaba ante él. Se quitó los viejos guantes de jardinero y se miró las manos, enrojecidas, los nudillos blancos. Tras secarse la frente con el dorso de la mano volvió a enfundárselos. Giró sobre sí mismo y se postró delante del cuerpo de Sarah, que yacía como un hada rota y sin alas. Con sumo respeto, le quitó la chaqueta vaquera y comenzó a desabrocharle el vestido. Lo desabotonó y le bajó la escueta cremallera de la espalda, dejando a la vista varios lunares, así como una sensual ropa interior de un color perla. Recorrió con la mirada los contornos de su cuerpo, y se sintió tan avergonzado como excitado, igual que un niño recién ascendido a adolescente y de hormonas revolucionadas que no puede dejar de mirar a través de la puerta entornada cómo se cambian las chicas en la habitación de al lado. Apartó ese sentimiento reprobatorio y continuó con su labor: le quitó la ropa interior y la echó a un lado junto con el vestido. Una vez desnuda, extendió la manta y colocó el cuerpo encima. Después, alargó la mano y tomó la botella, empapó con agua los trozos de tela y los deslizó por el cuerpo de la joven, limpiándolo desde la cabeza hasta la punta de los pies.

En poco tiempo y a su propio criterio, dio por aseada a la joven, aunque un tono liláceo que no le gustaba comenzaba a teñir de manera uniforme la blancura natural de Sarah. Tras comprobar las ramas del roble que mejor podrían servirle, lanzó la cuerda con un hábil movimiento del brazo. La cuerda se deslizó a través de las ramas y uno de los extremos cayó al suelo; el otro seguía agarrándolo con la diestra. Comprobó que las ramas aguantaban su peso ejerciendo fuerza hacia abajo. Cuando confirmó que no se iban a partir, ató un cabo a una de las raíces que sobresalían del árbol y el otro lo anudó alrededor de los pies de la chica. Asegurado el nudo, caminó hacia el otro extremo de la cuerda y tiró de ella.

El cuerpo de Sarah se elevó, y sus brazos colgaron sobre el vacío del claro. Afianzó de nuevo bien los nudos para que no se soltaran. Por último, del fondo de la mochila sacó tres velas gruesas, de cera blanca y con pabilos cortos. Ubicó dos a ambos lados del roble, bajo el cadáver, y la tercera justo delante. Las encendió y se quedó un rato de pie, observando, solemne, cómo las llamas titilaban. En cuanto se apagaron, recogió todas sus cosas. Tampoco se olvidó del vestido, de la chaqueta, de los zapatos y de la ropa interior, que dobló y guardó cuidadosamente en su mochila. No pensaba dejar ahí nada más de lo que había traído consigo.

Nada excepto, claro está, el cuerpo de Sarah Brooks.

2. Lo que dicen de Stoneheaven

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Lo que dicen de Stoneheaven

Mi nombre es Declan Jacobson, pero todos los que me conocen por aquí me llaman Jack. También suelen llamarme «el irlandés».

Mi padre era irlandés, pero mi madre era escocesa y yo nací en la Escocia más profunda, así que en realidad también soy escocés, pero por esta parte de América no son muy dados a la geografía, y como mi nombre es irlandés, desde pequeño me apodaron así, de manera que qué le vamos a hacer. Igualmente, ya estoy acostumbrado y no creo que, a estas alturas, la gente de Stoneheaven vaya a cambiar de parecer y a llamarme «el escocés». Ni creo que lo hagan ni tampoco lo harán, aunque se lo pida.

Aparte de escocés, soy periodista, o eso digo a quien pregunta. En realidad, soy escritor, pero esta profesión no está muy bien considerada por aquí. Se piensan que eres una nueva especie de vago generacional. Además, pese a que soy y seguiré siendo escritor hasta el día que me muera o hasta que me amputen ambas manos —lo que ocurra antes—, tengo un contrato tanto con el periódico (un noticiero semanal) como con la emisora de radio local, por lo que ejerzo lo mismo de escritor que de reportero.

Principalmente soy periodista de sucesos, lo que es un problema en Stoneheaven, ya que por estos lindes los sucesos brillan por su ausencia. Una vez los Miller tuvieron trillizos. En un pueblo de menos de mil habitantes, eso se consideró un notición, todo un acontecimiento, y aproveché el tirón lo máximo que pude. A todo el mundo le gusta ese tipo de noticias, para ellos eso es un suceso, pero más pronto que tarde deja de ser novedad. Así que hasta que otra pareja de bienaventurados tenga la dicha de verse obligada a alimentar cinco bocas en lugar de dos de una tacada, el resto de los días trato de amenizar mi trabajo entrevistando a los habitantes del pueblo, sacando opiniones de la gente acerca de si el alcalde Gordon debe seguir en su puesto durante el próximo mandato de cuatro años y valorando la economía fluctuante de Stoneheaven con el fin de mantener a mis lectores al día para sus inexistentes inversiones bursátiles.

Por cierto, en Escocia existe un Stonehaven. La coincidencia, con el descuento de una letra, a la orden del día. Y sí, en mi programa de radio nocturno —que lleva el acertado nombre de La noche de Jack— lo comenté largo y tendido con mis radioyentes más insomnes. La cuestión es que andamos más escasos de sucesos que de cotilleos, a los que nunca hago ascos, dicho sea de paso, porque para llenar huecos o elaborar teorías siempre son válidos. Sin embargo, eso pronto iba a cambiar.

La mañana del jueves 26 de octubre recibí una llamada de mi enlace con la oficina del sheriff, en la que, por cierto, colaboro como fotógrafo. La culpa no es de la policía sino de los recortes del ayuntamiento, qué le vamos a hacer. La cuestión es que no esperaba gran cosa —quizá un ciervo atropellado por una mujer mayor, o viceversa, que tampoco sería la primera vez—, pero el timbre nervioso de voz de Geoffrey Jones me alertó de que se trataba de algo más importante que el atropello de un ciervo.

—Jack, soy yo. Tenemos algo gordo. Vente para acá cagando leches.

—Eh, Geoff, ¡calma, amigo! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde hay que ir?

—Por teléfono no. Te espero en la entrada del bosque, en la curva de Undottar. ¿Dentro de quince minutos?

—Sí, claro. Quince minutos, sin problema.

Si Geoff decía que por teléfono no, es que era grave. No es que pensara que tuviéramos los teléfonos pinchados ni nada por el estilo —eso solo pasa en las películas, no en Stoneheaven—, pero la urgencia le apremiaba y lo más probable es que tampoco tuviera todavía demasiada información. Así que sin darle más vueltas, me enfundé mi mejor y más vieja gabardina, me agencié mi bloc de notas y mi bolígrafo de la suerte (sí, tengo un bolígrafo de la suerte) y me dirigí a mi coche, un Lancia Delta rojo del 88 algo destartalado, pero apreciado. Mientras lo hacía, recordé un dicho popular que los lugareños sacan a relucir a menudo: «Nunca pasa nada en Stoneheaven». Pues bien, yo tenía uno propio: «Nunca pasa nada, hasta que pasa».

3. Vida y muerte de Undottar

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Vida y muerte de Undottar

Cuando llegué, Geoffrey me esperaba apoyado en el capó de su coche con lo que supuse era un café hirviendo entre las manos. Soplaba a través de la abertura del vaso a pesar de que siempre presumía de tener la lengua ignífuga, por mucho que de ello se riera su mujer, una rolliza y socarrona señora que le sacaba dos palmos... laterales.

Aparqué junto a su coche, haciendo crujir la gravilla bajo los neumáticos. Al salir, me golpeó una ráfaga de aire frío que se me coló en los huesos y me hizo tiritar y arrepentirme de no haber dejado a un lado la chulería y haber optado por el abrigo de felpa en vez de la gabardina. Los octubres de Stoneheaven tenían ese clima tan dispar y traicionero que te mandaba a la cama en menos que canta un gallo, y te obligaba a sobrevivir a base de caldos con arroz y mejunjes antigripales. Saludé con la cabeza al ayudante del sheriff —como rezaba su placa—, y Geoff hizo lo propio conmigo.

—¿Café? —me ofreció—. Apenas me ha dado tiempo a darle un sorbo, puedes quedártelo.

—Gracias, no me irá mal. Ya empieza a refrescar.

Geoff iba bien abrigado con su chaqueta con cuello y solapas de lana de oveja, y el sombrero de vaquero. También llevaba guantes de lana forrados de piel, por lo que el vaso de cartón de café ardiendo no le afectaba, a diferencia de a mí. Nada más cogerlo solté un «¡ah!» y cambié el agarre a la parte superior del borde, donde estaba la boquilla.

—Cuidado, que quema.

—No, si ya me he dado cuenta. Bueno, ¿qué es tan importante?

—Ahora lo verás. Necesitamos que lo documentes, así que presta atención y toma buena nota. Confidencial hasta nueva orden. ¿Has traído la cámara?

—Siempre.

Se la mostré. Era una cámara de las de toda la vida, nada de esta era digital, sino de las de carrete y revelado. Desde que mi padre me regaló esta Kodak Instamatic 404 por haber aprobado quinto curso no me he separado de ella. Manejable, de fiar, confío más en ella que en ciertas personas.

—Este trasto tiene más años que mi abuela —comentó Geoffrey—. Ya podrías jubilarla.

—No me pagáis lo suficiente —repliqué.

Geoff metió la cabeza y parte del cuerpo por la ventanilla de su coche patrulla. Dos segundos después, salió con lo que parecían unas bolsas verdes en la mano. Resultó que eran un par de guantes de látex y unos cubrezapatos.

—Toma, póntelos.

—¿En serio? ¿Desde cuándo hemos de usar esto? —pregunté asombrado. Sí que iba a ser grave el asunto después de todo.

—Desde que el sheriff lo ha dicho —respondió Geoff con voz queda—. Esta vez no es cosa del ladrón de ovejas, Jack. Esto va a sacudir al pueblo. Sígueme.

Dejé el café humeante encima del capó de su coche y me calcé los cubrezapatos. Luego me puse los guantes y le obedecí. Dejamos atrás la curva de Undottar y nos internamos por el sendero hacia el bosque del mismo nombre.

Undottar es famoso en Stoneheaven por ser el primer habitante de la región y fundador de nuestra villa. Según cuentan en el pueblo, fue un vikingo que arribó a las costas de Oregón con la marea y las suertes de cara tras el naufragio de su barco. La primera de las suertes fue el naufragio, pues los suyos estaban dispuestos a matarlo tras acusarlo de sedición. Parece ser que emprendió la huida solo, una tormenta apocalíptica desvió su nave y, sin forma humana de enderezar el rumbo, esta acabó haciéndose añicos contra los ya extintos corales que bordeaban nuestras costas. La segunda de las suertes fue que la marea lo arrastrara con vida hasta la playa. Pese a todo, sus perseguidores localizaron los restos de su barco y fueron tras él. Huyendo a lo largo de noches y días, se internó en los bosques de Stoneheaven, otrora místicos, donde por fin pudo acabar con sus enemigos con la ayuda de los dioses que allí habitaban. Undottar tomó por esposa a Stonnaar, hija de uno de los dioses forestales, quienes presuntamente lo habían ayudado a salvar la vida dando muerte a sus adversarios. Junto a Stonnaar, la diosa de la piedra, fundó el pueblo y lo llamó Stoneheaven. Al final de sus días, Undottar decidió volver al bosque agradecido por todo lo que habían hecho los dioses por él. Hoy por hoy, se cree que sigue vivo en algún lugar de la espesura, velando por su pueblo.

Como digo, esta historia la cuento según la relatan en el pueblo. Sin embargo, en los primeros registros documentados del archivo de Stoneheaven, eso no ocurrió jamás. Es más, ni siquiera hubo asentamientos vikingos por estos lares. Pero las leyendas y los misterios venden, y si no lo hacen, al menos atraen turistas, así que hay que mantenerlos vivos. Y Undottar sigue muy vivo en todo Stoneheaven: tenemos la curva de Undottar, que da acceso a la entrada al bosque de Undottar; la Roca de Undottar —un monolito con runas grabadas y desgastadas sobre su base, en el centro del pueblo—; el puente de Undottar sobre el río Tros, un afluente subterráneo que crece curiosamente solo con las lluvias de primavera (todo el mundo se sorprende, pero debe de ser porque en invierno se congela), y hasta la iglesia de Undottar. No es la única del pueblo, pues hay otra iglesia, aunque cristiana, al oeste de Stoneheaven, donde acuden la mayoría de los fieles. La verdad es que la iglesia de Undottar no tiene buena fama, y se sospecha que de ahí no sale —ni entra— nada bueno.

Seguimos el sendero. Geoff me dijo que fuera con ojo y que pisase donde él lo hacía. Me sentía bastante ridículo con los guantes puestos y calzado con aquella especie de bolsas verdes, pero obedecer a la autoridad nunca se me había dado mal. Avanzamos a través de la maleza, teniendo cuidado de no tocar nada que fuera sospechoso: un trozo de musgo rascado, una rama rota... Todo muy CSI, pero de pueblo.

—¿Dónde vamos? —pregunté.

—Al claro.

—¿Al claro? Pero si allí solo está el viejo Roble de Undottar. ¿Qué han hecho? ¿Lo han talado?

—No, no lo han talado.

Llegamos al claro y entonces lo vi.

Había un cuerpo atado por los pies, colgando boca abajo de una de las ramas del roble. Estaba hinchado, desnudo y de un color azul pálido. Las venas se le marcaban como los ríos en un mapa. La cabellera le cubría el rostro. Era una chica. Dios. Se me revolvió todo y me entraron arcadas.

—¡Jack, maldita sea! —me gritó Geoff—. ¡Ni se te ocurra vomitar!

Todo me daba vueltas. Nunca había visto un cadáver. No así, al menos. Había visto accidentes, y cuerpos tirados en la calzada, pero siempre cubiertos con aquella lona dorada; había visto fotos, o incluso muertos en las películas. Pero esto no tenía nada que ver con una película, esto era real.

Había una chica muerta delante de mí, desnuda y colgada por los tobillos del famoso Roble de Undottar, como una res en el matadero. Lo que no sucedía nunca, lo hacía ahora ante mis ojos.

4. La sirena durmiente

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La sirena durmiente

Logré reponerme lo mejor que pude. Las náuseas seguían amenazando con hacer de mi estómago una piñata de bilis y restos de mi austero desayuno a punto de estallar al más mínimo contacto, aunque no vomité. Nos acercamos al sheriff Hole, que miraba a lo alto del árbol, más allá del cuerpo colgante, con la mano en el mentón y el ceño fruncido. Cuando llegamos a su lado nos miró con los ojos grises y apenados. Las arrugas le marcaban la piel, creando surcos profundos, y el pelo cano le daba un aura de experiencia y solemnidad tales que uno casi sentía la necesidad de hacer una reverencia. No la hicimos, por supuesto; solo nos quedamos callados a la espera de que nos dirigiera una palabra.

—Jack, gracias por venir. No es una escena agradable de ver.

El sheriff Hole era el hombre más íntegro que conocía en Stoneheaven. Debía de rondar los setenta, pero no parecía que tuviera la intención de jubilarse. Su nombre de pila era Henry, aunque la mayoría lo llamábamos Harry; para los que sabemos de letras y nos gustan los libros, resultaba curiosamente divertido que de tal manera compartiera nombre con un personaje de novela escandinavo. A él no le hacía mucha gracia, por cierto, pero tampoco le quitaba el sueño. No me lo había confesado nunca, pero aun así creo que me tenía mucho aprecio. Reconozco que era recíproco. Dudo que llegase al punto de considerarme como un hijo, sin embargo sí había sido como un padre para mí más de una vez, y eso significaba mucho para este humilde servidor.

—No hay de qué, Harry —le dije—, lo que necesites. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién es la chica?

—Habrá que hacer algunas pruebas, pero apostaría mi placa a que es la hija de los Brooks. No hay muchas adolescentes pelirrojas en Stoneheaven.

—¿Quién ha podido hacerle esto? —pregunté.

Geoff había comenzado a dar vueltas al tronco del árbol, observando la zona y mirando de reojo el cuerpo colgado.

—Es lo que intentaremos averiguar. Pero es demasiado macabro. No recuerdo en toda mi carrera un caso semejante. Y menos desde que soy el sheriff de este pueblo. Ya es insólito que ocurran estas cosas, pero que sea en Stoneheaven...

—¡Es más común de lo que crees, Henry, solo que no queremos verlo!

La voz ronca procedía de más allá de los arbustos a espaldas de Harry. Fuera quien fuese, había llamado Henry al sheriff, por lo que bien podría ser un viejo conocido suyo de toda la vida. Efectivamente, se trataba de Barry Goodwin, un curtido leñador que vivía cerca de la curva de Undottar, en una vieja cabaña junto con su perro Mammuth, un san bernardo que lo desafiaba en años y en malas pulgas. Barry tenía la complexión maciza de su profesión, pese a estar entrado en años. Una buena mata de pelo rizado y negro le asomaba tras las orejas (y de ellas) y se le juntaba con una frondosa barba de tintes rojizos. Mantenía su calva a salvo de las inclemencias del tiempo siempre con un gorro de lana, fuera verano o invierno. La barriga amenazaba con hacer saltar los botones de su camisa, que apenas soportaban la presión.

—Supongo que ya conoces a Barry —me dijo el sheriff. Yo asentí; todo el mundo conocía a Barry—. Ha sido él quien ha encontrado el cuerpo de la chica.

—El mérito es de Mammuth —intervino Goodwin—. Ha empezado a ladrar a primera hora de la mañana, nada más amanecer. Supongo que debía notar algo. Yo pensaba que habría olido un zorro o vete tú a saber, a veces lo hace, aunque normalmente se cansa y lo deja correr. Está viejo para perseguir animales, pero como no paraba de ladrar he abierto la puerta de la cabaña para ver si había algo y ha salido como alma que lleva el diablo. Nunca lo había visto así. Salí tras él, y si no llega a ser por sus ladridos, ni yo habría sabido por dónde había tirado. Al final he llegado al claro y me he encontrado con esto. —Señaló hacia el roble con una mano mientras con la otra acariciaba la cabeza de Mammuth.

Miré a Barry y a su perro, que babeaba en la escena del crimen. Luego miré al sheriff y después me miré los pies, sintiéndome ridículo con mis cubrezapatos verdes. Harry me leyó la mente.

—No hacía falta que te los pusieras, Jack. Ya hemos comprobado la zona. Solo queda bajar el cuerpo. Estamos esperando a Robert.

—Ah, no importa, no quería entorpecer la investigación.

Miré con cara de pocos amigos a Geoff, que me miró de soslayo, me guiñó un ojo y sonrió, el gracioso. Levanté una pierna y me quité un cubrezapatos, luego hice lo propio con el otro. Me los guardé en uno de los bolsillos de la gabardina. Los guantes sí me los dejé puestos.

—¿Sabes quiénes tienen toda la pinta de haber hecho esto, irlandés? Los majaderos de la iglesia de Undottar —confirmó Barry antes de que yo pudiera articular palabra—. Esos fanáticos religiosos vienen aquí y hacen sacrificios a sus dioses en el bosque para que los cuiden. Se plantan delante del roble y bailan desnudos alrededor de una hoguera.

—¡Vamos, Barry! —le cortó el sheriff—. Sabes que eso son habladurías. Nadie viene aquí a bailar desnudo.

—Ni siquiera hay restos de hogueras por aquí.

—¡Tú, Geoffrey Jones, no tienes permiso para hablar! —El viejo leñador le señalaba con el dedo—. ¡Todavía recuerdo cuando me robabas la leña recién cortada ante mis propias narices y me escondías el hacha, que pesaba más que tú! ¡Un buen par de merecidos azotes debería haberte dado tu padre! Suerte tuviste de que no te los diera yo.

—¿Azotes para qué? —respondió Geoff, acariciando orgulloso el uniforme que portaba—. ¡Mírame ahora!

—De entrada, para saber mostrar respeto. Habrás crecido, pero no has aprendido a mantener esa bocaza cerrada.

Geoffrey fue a decir algo, pero se lo pensó dos veces. Supongo que la mirada amenazante de Harry lo disuadió. Barry cambió de tema y prosiguió con su teoría.

—Se oyen cosas en el pueblo, irlandés. Tú mejor que nadie deberías saberlas. Al reverendo Brown le gusta mucho hacer creer que el espíritu de Undottar sigue vagando por este bosque y que hay que tenerlo satisfecho. ¿Quién dice que esto no es cosa suya? ¿Sabes lo que creo que es esto, irlandés? Un sacrificio. Eso. Eso es lo que es. ¡Un sacrificio!

—Barry, no puedes acusar sin ton ni son al reverendo solo por lo que pasó hace ocho años...

—¡No es por lo que...!

—... y porque hayas oído cuatro cuentos mal contados acerca de lo que se hace o se deja de hacer en esa iglesia —le cortó, mirándolo severamente.

Goodwin se sintió ofendido, aunque el jefe tenía parte de razón.

—Entonces ¿cómo explicamos lo de las velas? —preguntó Geoff.

Harry lo miró y el ayudante del sheriff se calló al notar que había metido la pata. El leñador sonrió complacido y se subió los pantalones hasta que su barriga no le permitió pasar de cierta zona.

—¿Ves? Ahí tienes. —Mostró las palmas de las manos señalando las tres gruesas candelas—. No harán fogatas, pero ponen velas. Eso es lo que hacen los tarados esos, poner velas por todos lados para llevar a cabo sus rituales de tarados.

—¿No deberían ser velas negras, si fuera un ritual? —dije yo.

—Velas negras, velas blancas... ¿Qué más da? ¡Vete a saber! ¡Quizá se les acabaran! —argumentó Barry—. La cosa es que no son trigo limpio y ahora hay una chiquilla muerta colgada del roble de su estúpido dios vikingo.

Al menos en algo tenía razón: había una chiquilla muerta colgada de un árbol, eso era innegable. En ese momento apareció el otro ayudante del sheriff, Robert «Rob» Norton, un chico más joven que Geoffrey y también más alto y delgado. Portaba consigo una bolsa de deporte. Tras saludarme, abrió la bolsa y sacó una enorme sábana blanca.

Harry se giró hacia mí:

—Jack, antes de bajarla, quiero que saques unas fotos. Fotografía la escena desde todos los ángulos. Fotografía la cuerda, las velas y todo lo que se te ocurra.

Saqué mi cámara y obedecí. Tras varios minutos inmortalizando aquel horror, levanté el pulgar para confirmar que había terminado.

—Geoff, échale una mano a Rob y bajadla de ahí.

Entre ambos extendieron la sábana sobre el terreno, justo debajo del cuerpo, y acto seguido liberaron poco a poco el extremo de la cuerda anudado a la raíz del roble. El cadáver descendió penosa y lentamente. Las manos de la chica fueron lo primero que se posó en la sábana, luego la cabeza y, tras ella, el resto del cuerpo. De manera instintiva, quizá por respeto, cerré los ojos cuando sus pies se posaron en el suelo junto con el resto de la cuerda, que se deslizó como una serpiente en el Edén, esperando tentar a alguien.

Harry se acercó y, en cuclillas, apartó el pelo de la chica de su cara. Tenía el rostro tan inesperadamente plácido que me sorprendió. Parecía una sirena dormida, de piel y sangre fría y azul.

—Es la chica de los Brooks —confirmó Harry—, Sarah. —Luego dejó al descubierto una herida de sangre seca bajo el cabello de la joven—. Creo que este golpe pudo matarla. ¿Viene ya la ambulancia?

—Está de camino, jefe. Les diré que la lleven al depósito para la autopsia —expuso Robert.

El sheriff asintió, contempló las velas y caviló durante un instante antes de mirarme a mí, apesadumbrado.

—Habrá que hacerle una visita al reverendo Brown —dijo. Barry dio una palmada, satisfecho—. Pero antes hay que hablar con los Brooks para darles la noticia.

5. Jim y Amanda

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Jim y Amanda

Serían poco más de las diez de la mañana cuando partimos en dirección a casa de la familia Brooks. El sol no lucía en el cielo; una extensa capa de nubes grises cubría hasta donde alcanzaba la vista y daba la sensación de que en cualquier momento rompería a llover sin tregua. La casa de los Brooks estaba situada en el camino que lleva al ayuntamiento. Era una casa sencilla, como la mayoría de las construidas en Stoneheaven, de dos plantas y con un pequeño jardín no muy bien cuidado. Un viejo columpio que había vivido días mejores chirriaba oscilante al son del viento, justo a la entrada de la vivienda.

Jeremy y Amanda Brooks, los padres de Sarah, no tenían fama de ser lo que se dice una familia ejemplar. Jeremy —al que sin un motivo claro llamaban Jim— era un asiduo de La Taberna de Dom, un bar de mala muerte al que acudía prácticamente cada tarde al salir de trabajar en la fábrica de neumáticos. Eso cuando su turno era de mañana; cuando trabajaba de noche, a primera hora podías encontrarlo ahí día sí, día también. No acostumbraba a meterse en peleas, era solo que prefería tomar alcohol (a ser posible lejos de su hogar) que volver a casa con su mujer, Amanda.

La señora Brooks, por su parte, siempre había sido una mujer reservada. En el instituto nunca destacó por su carisma, tampoco perteneció al equipo de animadoras, ni fue la reina del baile. Ni siquiera formó parte del club de lectura de la escuela. Si bien tuvo algunas amigas, su forma de ser introvertida y callada llevó a que pronto estas se aburrieran de ella y la dejaran olvidada en un rincón, lo que acrecentó su aislamiento y desapego natural.

Se podría asegurar que los meses previos y posteriores al nacimiento de Sarah fueron los mejores de sus vidas. Más unidos que nunca como pareja, Jim y ella salían a dar paseos juntos, acudían a casi todos los eventos que se organizaban en el pueblo y ambos parecían sonreír de genuina felicidad. La noticia de su segundo embarazo fue tan bien recibida como la primera, o más. Sin embargo, al poco tiempo Amanda perdió al bebé que esperaba en una desafortunada discusión con su marido. La sospecha de que Jim se estaba acostando con otra terminó en tragedia aquella noche, y volvió la Amanda de siempre: reservada, encerrada, exiliada. Sus ojos azules perdieron vida, su cabello dorado dejó de brillar. Jim no confesó, por lo que la verdad nunca se supo. Acusó a su mujer de ser una paranoica y permitió que el amor se filtrara por la brecha de la desconfianza y el rencor, con cada uno de ellos a un lado del abismo que los separaba. Habían pasado más de quince años desde aquel suceso y, aunque seguían viviendo juntos, nadie diría que eran una pareja. Sarah era lo único que los unía, pero ese nexo de unión acababa de morir y con él cualquier esperanza de mejora, si es que eso era ya posible tras tantos años.

Llegamos a la casa y aparcamos los coches delante de la raída verja blanca de la entrada, al lado del viejo Ford de Jim Brooks. Era la primera vez que acompañaba al sheriff para dar una noticia de este calibre. Yo ni siquiera soy policía, a lo sumo un mero apoyo logístico en caso de necesidad, por lo que no tenía ni que decirme que mantuviera la boca cerrada y los ojos y oídos bien abiertos. Es lo que mejor se me daba, quedarme con los detalles, así que eso es lo que iba a hacer.

Harry llamó con los nudillos a la puerta. Esperamos varios segundos sin obtener respuesta. Miré a Harry y me encogí de hombros.

—Su coche está fuera —le dije—. ¿Llamamos otra vez?

—¡Jim! —vociferó Harry—. ¡Jim, soy el sheriff Hole! Sé que estás en casa, he de hablar contigo. ¡Se trata de Sarah!

La puerta se abrió de golpe, como si hubieran estado todo el rato justo detrás, valorando si era necesario o no responder a la insistencia del sheriff. Tras la cortinilla marrón pudimos apreciar los ojos cansados y la tez pálida de Amanda Brooks.

—Jim está durmiendo, sheriff. ¿Qué pasa con Sarah?

—¿Podemos entrar? —preguntó gravemente el sheriff de Stoneheaven.

6. Nada va bien

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Nada va bien

Las lágrimas salían a borbotones de los ojos de Amanda Brooks, encogida en el suelo. Jim se había arrodillado a su lado. Quizá no la quería como ella deseaba, pero seguía siendo su esposa y no podía más que compartir con ella los alaridos de tristeza y desesperación que emergían de los pedazos de su alma rota. Al fin y al cabo, Sarah también era su hija.

El sheriff Hole les dio la triste noticia de la mejor manera que pudo. Prefirió no entrar en detalles del estado en el que la habían encontrado, solo dijo que la halló Barry en el bosque mientras iba en busca de su perro, en el Roble de Undottar. Les informó de que posiblemente había muerto en el acto tras recibir el impacto en la sien de algún objeto contundente, pero que debían esperar a la autopsia para confirmarlo. Mientras Harry les daba el pésame, yo agaché la cabeza respetuosamente condoliéndome por su enorme e insustituible pérdida. Entre sollozos, Amanda Brooks se incorporó y consiguió al fin articular una frase completa, dejando los monosílabos de negación y el llanto quebrado a un lado.

—¿Cuándo... podremos ver a nuestra hija?

—Esperamos que Donna tenga los resultados de la autopsia hoy mismo —respondió Harry; Donna es la forense de la oficina del sheriff—. Si todo va bien, a última hora de esta misma tarde.

—Nada va bien —replicó la señora Brooks, sin el menor atisbo de vida en la voz.

—Lo sé, Amanda. —Harry empatizó con su pena como si fuera su padre.

—¿Quién ha sido?

La pregunta la hizo Jeremy Brooks. Su cara denotaba una mezcla de dolor, rabia y odio. Sus ojos, enrojecidos, podrían haber atravesado una pared de acero. Miré a Harry, quien le dijo con tacto:

—Todavía no lo sabemos, Jim, pero vamos a poner todo nuestro empeño, fuerzas y energías en dar con el que lo haya hecho.

—Tendréis alguna idea, al menos. Habrá alguna pista, algún hilo del que tirar, ¿no?

—Bueno, analizaremos todo lo que encontremos en el lugar. Quizá la autopsia revele huellas o fibras que podamos identificar. A su vez, trataremos de localizar a algún testigo que viera algo. Todo el mundo conocía a Sarah, alguien tuvo que verla.

Reparé en que Harry no había querido mencionar tampoco las velas que quien fuera dejó allí, posiblemente para no condicionar a los Brooks. Si les decía que tenía toda la pinta de ser un crimen ritual, es probable que se les nublara el juicio y acudieran en tropel y con antorchas a la iglesia de Undottar a la caza de culpables. Jim tenía amigos, amigos con los que mejor estar a buenas, y no dudarían en levantarse en armas si él se lo pedía. La cautela del sheriff no venía con la placa, sino con la experiencia: ya tenía un cadáver, no necesitaba una turba cabreada pidiendo que rodaran más cabezas. Amanda volvió a llorar desconsolada. Sus lágrimas debieron conmoverme sin que me diera cuenta, ya que instintivamente abrí la boca para aportar el poco consuelo que las palabras pueden dar en un momento como aquel.

—Lo lamento mucho, señora Brooks.

—Gracias... —logró articular.

Su marido me miró y, con un movimiento de la barbilla, señalándome, se dirigió al sheriff.

—¿Y qué pinta el irlandés?

—Forma parte del grupo de investigación, Jim. Colabora con nosotros. Nos está ayudando a documentar lo ocurrido, y lo necesito a mi lado. No lo habría traído si no fuera así.

Aunque sabía que la respuesta de Harry era verdad, me sentí un poco como un objeto de usar y tirar, como un pañuelo de papel que encuentras en el bolsillo de una chaqueta que hace tiempo que no te pones. Lo miras y, si no está usado, te lo guardas; pero si lo está, lo tiras al suelo mientras confías en que nadie te haya visto para no sentirte culpable. En realidad, esa era mi percepción de la realidad, pero no la realidad misma. Miré a Jim Brooks, encogiendo levemente los hombros y con una tímida sonrisa de «solo soy un mandado» en los labios. Ahora despreciado no, pero idiota sí me sentía un rato. Jim ni siquiera refunfuñó; apenas puso cara de indiferencia.

—Antes de irnos, quisiera haceros algunas preguntas... No os robaré mucho tiempo. Si no os va bien ahora, podemos hablar más tarde en comisaría —solicitó Harry.

Jim negó con la cabeza y su esposa no puso inconveniente.

—Qué quieres saber —se limitó a decir el padre de Sarah.

—¿Cuándo fue la última vez que visteis a vuestra hija? —preguntó Harry.

Amanda Brooks se adelantó a su marido.

—Ayer... Fue ayer, por la mañana —respondió—. Desayunamos juntas y luego salió. Me dijo que iría a ver a Jason y que volvería hoy a mediodía. Por la noche tenía planeado quedarse a dormir en casa de Mary.

—¿Jason es, era... su novio? —pregunté libreta en mano.

—Así es —afirmó Amanda—. Bueno, en realidad ella dice... decía que era más que un amigo, pero menos que un novio, ya sabe...

Asentí. Harry prosiguió con las preguntas.

—¿Jason es el hijo de los Whitford?

—Sí —dijo Jim—. Mil veces le dije que de ese chico no podía salir nada bueno, pero no me hizo caso. Sarah... iba muy a la suya. No hacía caso a nadie.

—Eso es cosa de adolescentes, Jim. Lo llevan en la sangre. No te preocupes, hablaremos con Jason. En cuanto a Mary, ¿qué Mary es?

—Mary Anne Brown, la hija del reverendo —explicó Amanda.

Di un respingo. Yo conocía a los hijos del reverendo Brown. El verano pasado ambos estuvieron algunas semanas de prácticas en la cadena de radio donde trabajo. No estaban precisamente a mi cargo, pero sí me echaron una mano un par de veces.

Harry giró la cabeza y me miró, haciéndome llegar como por arte de magia o telepatía sus pensamientos. Las velas y Mary Anne Brown. La coincidencia obligaba a hacerle esa visita al reverendo y a su hija cuanto antes. Realicé un par de apuntes en mi bloc. Por otra parte, percibí un sentimiento diferente a la tristeza en el rostro de la señora Brooks. ¿Culpa, quizá? ¿Vergüenza? No sabría decirlo a ciencia cierta, pero ahora parecía más entera. Ella prosiguió:

—Es... era su mejor amiga. No me explico cómo ha podido pasar... Ninguno me ha llamado para...

—No se preocupe, señora Brooks, es muy probable que no supieran nada de lo que ha ocurrido.

—A no ser que tengan algo que ver —apuntó el marido.

—Si hay que añadirlos a la lista de sospechosos, lo haremos, de eso no hay duda. Pero primero hablaremos con ellos, igual que hemos hecho con vosotros.

—Juro por Dios que mataré al que le haya hecho esto a mi hija —sentenció Jim Brooks.

—Jim, no pretendo que suene a amenaza, pero no quiero que haya más problemas de los que ya tenemos. No me obligues a ponerte bajo custodia hasta que se resuelva el caso —le dijo Harry alzando el dedo índice y apuntándole al mentón—. Si de verdad quieres que descubramos qué le ocurrió a Sarah, no te metas en la investigación.

—¿Cómo no iba a quererlo? ¿Acaso lo dudas? —Jim avanzó un paso hacia Harry. Pensé que iba a pegarle, pero se detuvo al percibir algo en su expresión. Algo que no le gustó en absoluto—. ¿Me estás diciendo que soy sospechoso de matar a mi propia hija?

—Yo no he dicho eso, Jim. ¿He de considerarte como tal? ¿A los dos?

Harry extendió el aviso a la señora Brooks. No quería que se hundieran más en su desgracia, pero el sheriff no se fiaba ni de su sombra. Ambos hombres se sostuvieron la mirada durante un momento tenso y eterno que apenas duró un par de segundos.

—Por supuesto que no —dijo al fin el padre de Sarah—. Me insultas solo de pensarlo. A los dos. —Aferró a su esposa por el hombro.

—No es mi intención, Jim, y lo sabes. Lamento enormemente vuestra pérdida. Atraparemos a quien lo hizo, os lo aseguro. Si recordáis algo más que os dijera vuestra hija antes de desaparecer, telefoneadme de inmediato. Os llamaré en cuanto Donna me avise de que ya podéis ir a... identificarla. —Hizo una pausa—. Lo siento mucho.

Salimos fuera, dejando a la pareja con su dolor.

—¿Qué opinas? —le pregunté cuando estuvimos a cierta distancia—. ¿Crees que pudo ser alguno de los dos?

—Es difícil decirlo tan pronto. Amanda pareció nerviosa cuando habló de la hija del reverendo, pero quizá sea solo cosa mía; y Jim es capaz de muchas cosas, pero no de eso. No pondría la mano en el fuego por nadie, pero asesinar a su propia hija y colgarla de esa manera... Un padre no podría sostenerme la mirada como lo ha hecho Jim si hubiera sido él.

Asentí. Harry podía tener razón o equivocarse de parte a parte, pero lo que habíamos sacado en claro de la conversación con los Brooks era que, de nuevo, el caso apuntaba a la iglesia del reverendo Brown.

Extracto del diario de Sarah Brooks

Extracto del diario de Sarah Brooks

Querido diario:

No tenía pensado escribir hoy, pero he decidido hacerlo porque tengo miedo. Tengo miedo de lo que he visto, y de las consecuencias que pudiera tener si se llega a saber.

Siempre he sabido que nuestra familia no está especialmente unida, aunque nunca sospeché que fuera mamá la que me decepcionaría. Creía que sería papá, porque los hombres son diferentes a las mujeres, y su forma de querer también. Pero, claro, también entiendo a mamá. Si tu marido no te quiere, ¿qué vas a hacer? Bueno, en realidad sí que la quiere. Yo sé que la quiere. Pero supongo que, si no lo demuestras, al final la otra persona debe de pensar que ese amor ha dejado de existir porque ya no lo siente.

La cuestión es que hoy nos hemos levantado temprano, como cada domingo, para ir a la iglesia. No me considero una devota, pero sí creo en Dios y mis padres siempre han ido y me han llevado con ellos. La costumbre se convierte en algo natural al final, y más para una niña pequeña. Desde que tengo uso de razón, domingo es igual a iglesia. Y este domingo no era diferente a los demás excepto porque papá no se encontraba muy bien y ha decidido quedarse en casa. Así que hemos ido nosotras dos.

En nuestro pueblo hay dos iglesias, la católica y la de Undottar, cada una con su congregación. Mis padres son de Stoneheaven de toda la vida y se criaron en el culto de Undottar, de modo que siempre vamos a la iglesia del reverendo Brown, quien revitalizó la devoción por él cuando inauguró su templo. Entonces yo era pequeña. Además, la iglesia católica del pastor Begleman nos pilla más lejos de casa. A fin de cuentas, en la de Undottar se enseña lo mismo, solo que, al acabar el sermón semanal, se recuerdan las hazañas de Undottar a su llegada a Stoneheaven. Al final, el reverendo Brown siempre termina por comparar a Undottar con Jesucristo, solo que en vez de ascender al cielo se quedó vagando por el bosque y nos cuida de maneras insospechadas para nosotros, meros mortales. Son entretenidas. Sus historias, me refiero. Y la gente normalmente sale contenta de la iglesia. Algunos de los más devotos se quedan un rato para poner velas ante una magnífica pintura de Undottar sometiendo a sus enemigos, con Stonnaar en segundo plano detrás de él. Me he preguntado mil veces quién pudo pintarla. Quizá fue el reverendo, aunque lo dudo. Tiene fuerza, y los pocos turistas que vienen a Stoneheaven siempre visitan la iglesia y le hacen una foto al cuadro. Previo pago de una entrada, por supuesto. Los del pueblo entran gratis; el resto tiene que pagar.

Hoy mamá ha estado especialmente atenta. El sermón ha tratado acerca de Jonás y de la labor que Dios le encomendó: predicar a la ciudad de Nínive para que se arrepintieran de sus pecados. Se ve que Jonás no estaba muy de acuerdo y que huyó en dirección contraria, pero luego se lo pensó mejor y obedeció. Supongo que algo tuvo que ver que una especie de ballena se lo tragara y lo escupiera al cabo de tres días, milagrosamente vivo. Imagino que tres días en el estómago de una ballena dan para pensar. Al final fue a Nínive y la gente se arrepintió. Así que, según el reverendo Brown, esto nos enseña a no eludir nuestras responsabilidades y que cualquier pecado puede ser perdonado si nos arrepentimos. La historia me ha gustado. Pero al terminar se ha puesto a hablar de Undottar y de que él tampoco rehuyó su misión, y de que por eso estábamos ahí y debíamos darle las gracias. Ahí ya he desconectado. Me cuesta creer que un vikingo que llegó a Stoneheaven de casualidad conociera a una diosa, se casara con ella y ahora viva en el bosque como un refugiado. Es más difícil de creer que lo de Jonás.

Al acabar el sermón hemos salido afuera. La iglesia tiene un patio con jardín muy bien cuidado, y a veces el reverendo incluso monta algunas mesas con algún que otro tentempié. Así motiva a la comunidad a estrechar lazos, o eso dice mamá. Hoy era precisamente uno de esos domingos: había un par de mesas preparadas con unas cuantas bebidas (sin alcohol, por supuesto) y unos canapés. La mañana era espléndida, y nos quedamos charlando un rato con los demás.

Se me ha acercado Billy Brown. Billy es el hijo del reverendo y el hermano de mi mejor amiga. Billy y ella son gemelos. Él es el mayor, por un par de minutos de diferencia. Mary inspiró su primer aliento cuando su madre, Juliet, exhaló el último Algunos dirían que la bendición de traer al mundo a dos bebés sanos y fuertes se cobró un precio demasiado alto, y probablemente tendrían razón.

Podría contar con los dedos de una mano las veces que he hablado con Mary de su madre. Sé que la echa de menos aun cuando nunca la conoció, pero no es un tema de conversación recurrente. Igualmente, siempre le doy mi apoyo cuando la veo triste; es lo mínimo que una hace por su mejor amiga, ¿no?

Con Billy, por el contrario, apenas tengo relación. Es cierto que vamos al mismo instituto y a la misma clase, pero habremos cruzado cuatro frases mal contadas. De pequeños jugábamos los tres, ellos en mi casa o yo en la suya, aunque la amistad ni de lejos es la misma que con Mary. Billy es algo tímido, pero quiere a su hermana con locura y es muy protector con ella.

Me ha tendido un vaso de plástico con una sonrisa tímida y me ha preguntado si quería zumo de tomate. Tras decirle que sí y darle las gracias, nos hemos puesto a hablar del examen de Lengua de mañana. Al rato me ha preguntado si quería ir al cine con él la semana que viene.

Como ocurre siempre que escribo, se reproduce en mi mente nuestra conversación, tan vívida que es como si lo tuviera delante.

—Oh, pero ¿los dos solos? —le he preguntado, sorprendida. Siempre he creído que le gustaba un poco a Billy, pero hasta hoy no me había pedido una cita, o no lo había intentado.

—¿Qué? Oh, bueno, sí, no sé, supongo. Podría decirle a mi hermana que se viniera también, si quieres. Solo es una peli. O sea, no es que quiera que tú y yo...

Estoy convencida de que si Billy no tuviera la piel tan oscura, habría podido ver cómo se ruborizaba; me ha hecho gracia pensarlo. Me he sentido halagada. Billy no es un mal chico, y tiene rasgos bonitos y rudos, incluso podría reconocer que es bastante guapo, pero nunca le he mirado de ese modo.

—Billy, te lo agradezco —le he dicho—, pero estoy saliendo con alguien...

—Ah, ¿sí? Vaya, yo... No lo sabía —se ha disculpado todavía más avergonzado—. ¿Con... con quién estás saliendo? Bueno, si se puede saber, claro. Tranquila, que no se lo contaré a nadie —me ha dicho bajando un poco el tono.

—Ejem... con Jason.

—¿En serio? ¿El Jason de nuestra clase? —Parecía decepcionado—. ¿Whitford, el matón?

—Eh, Billy, no digas eso. Él ya no es así.

—Perdona, Sarah. Solo digo que lo llaman así en el instituto. ¿De verdad estás saliendo con él?

A nuestro alrededor la gente conversaba animadamente. Algunos comenzaban a marcharse. He echado un vistazo alrededor tratando de localizar a mamá, pero no he dado con ella. He vuelto de nuevo la mirada a Billy, que mordisqueaba un emparedado de atún. Ha notado que buscaba a alguien.

—Si buscas a Jason, creo que su familia no es muy religiosa —ha bromeado sonriendo.

Le he devuelto la sonrisa.

Le he dicho que estaba buscando a mi madre y se ha ofrecido a ayudarme, pero le he respondido que no hacía falta y nos hemos despedido hasta mañana.

No veía a mi madre entre la gente, así que he vuelto a la iglesia y al asomarme a la puerta he oído voces. No estaba segura de que fuera la voz de mi madre, pero aun así he cruzado el vestíbulo, camino del baptisterio, una piedra de mármol blanco bien pulido y con forma de fuente. En los asientos había alguna que otra Biblia olvidada y alguno de los folletos publicitarios de la iglesia.

Hace un par de años, algunos del pueblo empezaron a decir que los que asistíamos a esta iglesia formábamos parte de una secta, pero no es así. Se corrió la voz y, poco después, comenzaron a aparecer animales destripados en ciertos puntos del pueblo rodeados de velas, por lo que el rumor se extendió como un montón de plumas lanzadas desde lo alto de una montaña. Dicen que fue cosa de Victor Begleman, antagonista espiritual no declarado del reverendo Brown. No me extrañaría en absoluto. Aunque nunca se supo quién destripó a aquellos animales —varios gatos, perros y hasta un cerdo—, todo el mundo sabe que los hijos del pastor Begleman no son trigo limpio y es probable que intentaran desprestigiar nuestra iglesia y lo que enseña el reverendo Brown en beneficio de la popularidad de su padre. La verdad es que una buena parte de los asiduos al sermón de los domingos dejaron de venir, por miedo a que se los relacionara con aquellos rumores.

He llegado al presbiterio, donde descansaba una Biblia enorme encima del ambón, y lo he rodeado mientras escuchaba de nuevo las voces apagadas.

—¿Mamá?

Me he acercado a la puerta que daba a la sacristía. Estaba entreabierta, pero no veía nada. La he empujado y entonces los he visto.

Mamá estaba apoyada a horcajadas en una mesa de madera. Sus manos la aferraban con fuerza. Tenía la

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