Conexión Londres (Serie Thomas Kell 3)

Charles Cumming

Fragmento

Capítulo 1

1

Juega todo al rojo. Juega todo al negro.

Jim Martinelli reunió fichas por valor de cinco mil libras en dos pilas de quince centímetros y apoyó las yemas de los dedos sobre cada una de ellas. Una era ligeramente más elevada que la otra y su base estaba un poco torcida. Las examinó. Todo su futuro, la totalidad de su deuda; apenas veinte discos de plástico en un casino. Si duplicaba esa suma de dinero, podría mantener a raya a Chapman. Si perdía, estaría acabado.

Otros brazos se cruzaban por encima del tapete, un borrón de manos que se movía a su alrededor conforme los otros jugadores hacían sus apuestas. El tipo trajeado de Dubái colocó fichas en cada uno de los casilleros que iban del dieciocho al treinta y seis; el otro árabe apostó mil al rojo. El turista chino que se encontraba a la izquierda de Martinelli extendió una alfombra de fichas azules sobre el tercio superior, asfixiando la mesa con montoncitos de cinco y de seis. Había ganado mucho esa noche; había perdido mucho. Luego dejó veinte mil sobre el diez y se alejó de la mesa. Veinte mil libras en una posibilidad entre treinta y cinco. Ni siquiera en sus peores momentos, ni siquiera durante los impulsos más salvajes de los últimos dos años, Martinelli había sido lo bastante estúpido como para hacer algo así. Tal vez no estaba tan desesperado como pensaba. Tal vez todavía controlaba algunas cosas.

La ruleta empezó a girar, y Martinelli decidió no jugar esta ronda. Sentía que algo no iba bien; no podía descifrar con claridad los números. El turista chino revoloteaba cerca del bar, ya casi a seis metros de la mesa. Martinelli trató de imaginar cómo sería tener tanto dinero como para permitirse el lujo de perder veinte mil en un único golpe de azar. Veinte mil equivalía a cuatro meses de salario en la Oficina de Pasaportes, más de la mitad de lo que le debía a Chapman. Si ganaba dos veces seguidas en las dos próximas rondas, dispondría de esa suma. Podría cobrarla, volver a casa, llamar a Chapman. Podría comenzar a pagar su deuda.

El crupier empezó a ordenar la mesa. Centró fichas, enderezó pilas. Con una voz grave y firme, dijo: «No va más, caballeros» y se volvió hacia la ruleta.

«La banca siempre gana —se dijo Martinelli—. La banca siempre gana...»

La bola fue aminorando la velocidad. El turista chino seguía cerca de la barra, de espaldas a la mesa donde había dejado una pequeña chimenea de veinte mil libras en el número diez. La bola cayó y empezó a rebotar, saltando de casilla en casilla con un repiqueteo suave e inocente. Martinelli hizo una apuesta en silencio consigo mismo: «Rojo. Va a caer en rojo.» Miró su pila de fichas y deseó haberlo apostado todo.

—Veintisiete rojo —anunció el crupier, al tiempo que ponía el marcador de madera sobre una pila baja de fichas, en el centro del tapete.

Martinelli sintió una punzada de irritación. Había dejado pasar la oportunidad. El turista chino que estaba al otro lado de la sala volvió hacia la mesa y observó cómo el crupier retiraba las fichas perdedoras, arrastrando con un crujido de plástico barato miles de libras a través del tapete hasta que acabaron todas dentro de un tubo. Ninguna expresión varió el semblante del turista chino cuando la pila de fichas que estaba sobre el diez corrió la misma suerte; nada que dejase traslucir pesar o disgusto. Su rostro permaneció impasible e inescrutable. El rostro de un jugador.

Martinelli se levantó y saludó con un gesto al supervisor de juego. Abandonó sus fichas sobre la mesa y bajó al baño. En los altavoces estaba sonando Abba, una canción que le recordó los largos viajes que hacía en coche con su padre cuando era niño. La puerta del baño de hombres estaba entreabierta y había varias toallitas de papel tiradas por el suelo. Martinelli las apartó a un lado con el pie y se miró en el espejo.

Tenía la piel pálida y brillante de sudor. Bajo la intensa luz fluorescente del baño, las ojeras se veían como moretones después de una pelea. Se había puesto la misma camisa dos días seguidos y advirtió que se había formado una delgada línea marrón en la zona del cuello. Se miró la dentadura, preguntándose si llevaría toda la noche con algún pedacito de aceituna o de cacahuete metido entre los dientes, pero no había nada. Sólo unas leves manchas de un color amarillo pálido en los incisivos y una sensación de mal aliento. Cogió un chicle y se lo llevó a la boca. Estaba exhausto.

—¿Todo bien, Jim? ¿Qué tal te está yendo esta noche?

Martinelli se volvió sobre sus talones.

—Kyle.

Chapman estaba en la puerta, mirando una pila de folletos amontonados en una caja de plástico junto a los lavamanos. Consejos para jugadores, consejos para adictos. Alzó uno.

—¿Qué dice aquí? —Con su áspero acento londinense, empezó a leer en voz alta—: «Cómo jugar con responsabilidad.» —Chapman sonreía, pero sus ojos apagados sólo transmitían amenaza. Le dio la vuelta a la hoja—. «Recuerde: el juego es sólo una diversión para adultos responsables.»

Martinelli jamás había tenido las agallas de leer aquellos folletos. Decían que un adicto tenía que querer dejarlo. Sintió que se le encogía el estómago y se apoyó en la pared para mantener el equilibrio.

—«La mayoría de nuestros clientes no consideran que el juego sea un problema. Pero sabemos que para una minoría esto no es así», ¿verdad, Jim?

Chapman levantó la mirada y frunció levemente los labios. Por un instante, Martinelli creyó que le iba a escupir.

—«Si cree que tiene dificultades con el juego, en este folleto encontrará información útil sobre los sitios a los que puede recurrir para obtener ayuda.» —Bajó el folleto y miró a Martinelli a los ojos—. ¿Tú necesitas ayuda, Jim? —Ladeó la cabeza e hizo una mueca—. ¿Quieres hablar con alguien?

—Tengo cinco mil sobre la mesa. Arriba.

—¿Cinco mil? ¿En serio? —Chapman aspiró con la nariz e hizo un desagradable ruido, como si tuviera los senos nasales obstruidos—. Tú y yo sabemos que no es eso de lo que estamos hablando, ¿verdad? No eres sincero conmigo, Jim.

Chapman dio un paso hacia delante. Levantó el folleto y lo sostuvo en el aire, como si estuviera cantando un himno en una iglesia.

—«Apueste únicamente lo que puede permitirse perder» —dijo—. «Fíjese límites. No permanezca en la misma mesa más tiempo del que se había propuesto.» —Volvió a mirarlo a los ojos—. Tiempo, Jim. Eso es lo que ya no tienes, ¿no es cierto?

—Acabo de decírtelo —respondió Martinelli—. Cinco de los grandes. Arriba. Déjame jugar.

Chapman se acercó a los lavamanos, miró su reflejo en el espejo y admiró su propia imagen. Luego dio una patada hacia atrás y cerró la puerta del baño.

—Yo puedo decirte que tienes un problema. Puedo decirte que si no me entregas lo que me debes mañana por la mañana, ya no seré..., ¿cómo se dice?, responsable de mis actos.

—Lo entiendo. —Martinelli sintió un escalofrío que le nubló la mente.

—Ah, lo entiendes, ¿no?

Martinelli se apartó de la pared y avanzó hacia los lavamanos.

—¿Podrías dejarme pasar? ¿Podrías abrir la puerta, por favor? Quiero ir arriba.

Chapman pareció apreciar esa exhibición de valentía. Asintió con un gesto y abrió la puerta. Una sonrisa que no auguraba nada bueno se dibujó en su rostro y le indicó a Martinelli que podía marcharse.

—No seré yo quien te lo impida —dijo, haciéndose a un lado con un ademán de torero—. A ver cómo te va, Jim. Te deseo suerte.

Martinelli subió de dos en dos los escalones. Necesitaba estar de vuelta en la mesa con la misma intensidad con la que un hombre al que han mantenido debajo del agua ansía llegar a la superficie y coger aire. Se dirigió hacia su silla y vio que se estaba terminando una jugada. Oyó los repiqueteos de la bola y percibió la absorta atención de los jugadores, que esperaban a que se detuviera.

—Seis negro —anunció el crupier.

Martinelli vio que el turista chino había separado cinco mil libras en fichas y las había colocado sobre el cinco y el seis. Una pequeña fortuna. El crupier puso el marcador sobre el casillero del número ganador y empezó a retirar de la mesa las fichas perdedoras. Luego efectuó los pagos correspondientes: le pasó al chino más de ochenta mil libras en una pila de fichas de veinte, sin que ninguno de los dos hombres dejara traslucir emoción alguna.

Martinelli lo tomó como una señal. Esperó hasta que el tapete estuviera vacío y puso su pila de fichas en el negro. Todo o nada. O lo tomas o lo dejas. La banca siempre gana. Al carajo con Kyle Chapman.

Ahora sólo era cuestión de esperar. El tipo de Dubái volvió a repartir sus fichas del dieciocho al treinta y seis, mientras el otro árabe las dividía en pilas de seis y las esparcía a lo largo del tapete. Martinelli se preocupó al ver que el chino rondaba de nuevo el bar y no iba a participar en la jugada. Aquello no le daba buena espina. Tal vez debería recuperar sus fichas.

—No va más, caballeros —anunció el crupier.

Demasiado tarde. Martinelli ya no podía hacer otra cosa que contemplar la ruleta, rezando por el cincuenta por ciento de probabilidades de que cayera en negro, hechizado, como siempre, por el contrapunto que generaban los rayos de la rueda y la bola: unos, hipnóticamente lentos; la otra, un borrón que corría a toda velocidad por el carril circular.

La bola empezó a aminorar la marcha; ya estaba a punto de caer. Al sentir que los nervios le jugarían una mala pasada, Martinelli apartó los ojos de la ruleta y se encontró con el rostro de Kyle Chapman, que se había situado en un lugar desde el que pudiera verlo. Había regresado a la planta superior. No miraba la ruleta. No miraba el tapete. Miraba directamente al hombre que le debía treinta mil libras.

Martinelli volvió a posar los ojos sobre la mesa. Todo o nada. Festín o hambruna. Oyó los repiqueteos y tintineos de la bola, la vio caer y esfumarse debajo del carril circular, como un truco de magia.

El supervisor de juego miró hacia abajo. Él la vería antes que nadie. El crupier se inclinó sobre la ruleta, preparándose para cantar el número.

Martinelli cerró los ojos. Era como si un hacha cayese sobre él. Siempre sentía náuseas en ese momento.

«Debería haber apostado todo al rojo —pensó—. La banca siempre gana.»

Cinco semanas después

CINCO SEMANAS DESPUÉS

Capítulo 2

2

Thomas Kell estaba en el andén de los trenes que circulaban hacia el oeste de la estación Bayswater, con un ojo en un ejemplar del Evening Standard y el otro sobre el hombre que se hallaba tres metros a su izquierda, vestido con unos vaqueros descoloridos y una americana marrón de tweed. Había reparado en él en Praed Street, reflejado en el ventanal de un restaurante chino; luego, veinte minutos más tarde, lo había visto saliendo de un Starbucks de Queensway. Altura normal, complexión normal, rasgos normales. Poco antes, mientras pasaba la tarjeta Oyster por el lector de la estación, Kell se había vuelto y había visto al mismo hombre entrando en Bayswater a pocos pasos de distancia. El otro había evitado el contacto visual, bajando la mirada hacia sus zapatos desgastados. Fue entonces cuando Kell presintió que tenía un problema.

Era un miércoles de junio, poco después de las tres de la tarde. Kell contó hasta once personas más esperando en el andén, dos de ellas justo detrás de él. Activando un mecanismo de defensa olvidado hacía una eternidad, echó atrás la pierna derecha, afianzó el peso del cuerpo en los talones en el preciso instante en que el tren entraba traqueteando en la estación, y se preparó por si recibía un empujón en la espalda.

Sin embargo, no ocurrió nada. Nadie trató de echársele encima, ningún checheno a sueldo enloquecido intentó empujarlo a las vías para hacerle un favor al SVR. Unos segundos después, el tren de la District Line depositó a media docena de pasajeros en el andén y se alejó de nuevo. Cuando Kell volvió a mirar a la izquierda, advirtió que el hombre de los vaqueros descoloridos se había esfumado. Los dos que estaban parados detrás de él también se habían subido al tren. Kell se permitió una media sonrisa. Sus estallidos ocasionales de paranoia eran una clase de demencia, añoranza de los viejos tiempos; el sexto sentido viciado de un espía de cuarenta y seis años que sabía de sobra que el juego había llegado a su fin.

Poco después apareció un segundo tren. Kell subió a la plataforma, ocupó un asiento abatible y volvió a abrir el Standard. Embarazos de la realeza. Precios de propiedades inmobiliarias. Conspiraciones electorales... No era más que otro viajero del metro de aspecto anodino que pasaba desapercibido entre la multitud. Nadie sabía quién era ni quién había sido. En la página cinco, la fotografía de un trabajador humanitario asesinado por los fanáticos del ISIS; en la siete, más noticias desdichadas de Ucrania... Para Kell, no representaba ningún consuelo el hecho de que las regiones en las que había trabajado se hubieran sumido en una escalada aún mayor de violencia y criminalidad, durante los doce meses que llevaba como civil después del asesinato de su novia, Rachel Wallinger. Aunque evitaba deliberadamente todo contacto con cualquier persona del Servicio Secreto, en ocasiones se cruzaba con antiguos colegas en el supermercado o en la calle, y se veía obligado a soportar largas charlas sobre la «imposible tarea» a la que se enfrentaba el MI6 en Rusia, en Siria, en Yemen y en otros sitios semejantes.

—Lo más que podemos esperar es una especie de estasis, Tom, mantener las cosas como están —le comentó un antiguo colega con quien se topó en una fiesta de Navidad—. Dios sabe que era más fácil en la época de los déspotas. Algunas mañanas, siento tanta nostalgia por Mubarak y Gadaficomo la que sentiría un soldado de Dunkerque por los blancos acantilados de Dover. Al menos con Sadam teníamos a quién apuntar.

El tren entró en Notting Hill Gate. Durante aquella conversación, ese colega le dio a Kell su «sincero pésame» por la muerte de Rachel y le confió lo «desconsolado» que estaba «todo el servicio» por las circunstancias que habían rodeado su asesinato en Estambul. Kell había cambiado de tema. Él era el único que tenía derecho a custodiar el recuerdo de Rachel; no quería saber nada de lo que otras personas recordaban sobre la mujer a la que le había entregado el corazón. Tal vez había sido un tanto ingenuo al enamorarse tan rápido de alguien a quien apenas conocía; aun así, atesoraba el recuerdo de su amor con el mismo celo con que un animal hambriento protegería sus últimos restos de comida. Durante todos aquellos meses, cada mañana, Kell pensaba en Rachel tan pronto como abría los ojos y luego seguía haciéndolo a lo largo del día, como una rítmica y extenuante puntuación de su solitaria e inalterable existencia. Se enfadaba con ella, le hablaba, se empapaba con los recuerdos del breve período en el que habían estado juntos. Perder esa capacidad que poseía Rachel para volver a tejer las hebras rotas de su vida constituía el sufrimiento más agudo que Kell había experimentado jamás. Y sin embargo, había sobrevivido.

—Debes de estar atravesando una crisis de la mediana edad —le dijo Claire, su ex mujer, en una de las esporádicas ocasiones en que quedaron para comer, cuando se enteró de que Kell había dejado de beber, de que se obligaba a ir al gimnasio tres veces por semana y de que ya no fumaba veinte cigarrillos al día, como había hecho durante dos décadas—. Ni alcohol, ni tabaco, ¿y ya no espías? Al final acabarás comprándote un Porsche descapotable y llevando a veinteañeras a ver partidos de polo en Windsor Great Park.

El chiste lo hizo reír aunque, en su fuero interno, se daba cuenta de lo poco que Claire lo entendía. Ella no sabía nada de su relación con Rachel, claro estaba, y menos aún de la operación que había derivado en su muerte. Ése no era más que el último de una vida entera llena de secretos entre ambos. Para Claire, Kell siempre sería el mismo: un agente de inteligencia consumado, un espía que había pasado más de dos décadas sumido en el glamur y en las intrigas del mundo de los servicios secretos. Ella creía que su matrimonio había fracasado porque él amaba la acción más que a ella.

—Estás casado con tus agentes, Tom —le había dicho en una de las numerosas conversaciones que habían anunciado el final de su matrimonio—. Tu familia es Amelia Levene, no yo. Si tuvieras que elegir, no me cabe la menor duda de que te quedarías con el MI6.

Amelia. La mujer cuya carrera Kell había salvado y cuya reputación había sacado de la ciénaga. Era la directora del Servicio Secreto de Inteligencia desde hacía tres años —C, como se conocía a quien ocupaba el cargo—, pero ahora, con Rusia inundada de problemas políticos y económicos, Oriente Medio en llamas y África asolada por el terrorismo islámico, su mandato llegaba a su fin. Kell llevaba sin verla ni hablar con ella desde la tarde del funeral de Rachel, una ocasión en la que ambos se habían ignorado muy a sabiendas. Al reclutarla para el MI6 a espaldas de Kell, Amelia había firmado la sentencia de muerte de Rachel.

Earl’s Court. Kell descendió del tren y sintió el familiar regusto amargo de su implacable resentimiento. Era lo único que no había sido capaz de controlar. Se había reconciliado con el final de su matrimonio, había logrado dominar su angustia, había llegado a la conclusión de que su futuro profesional se encontraba más allá de los muros de Vauxhall Cross... Pero no había podido aplacar su deseo de venganza. Quería ir a Moscú y localizar al que había dado la orden de asesinar a Rachel. Quería justicia.

Faltaban unos minutos para que llegara el tren de Richmond. Una paloma entró desde Warwick Road volando a baja altura, cruzó al andén de enfrente con un aleteo y se posó junto a un banco. Había un tren vacío de la District Line justo detrás. La paloma dio un salto y se metió en un vagón. Como si hubiera sido una señal, las puertas se cerraron y el tren salió de la estación.

Kell se volvió y se sumó al grupo de pasajeros que estaban en el andén 4, con las cabezas inclinadas sobre mensajes de texto, noticias de Twitter, partidas de Angry Birds. A su lado había un hombre inmenso y barbudo, con un pin que decía BEBÉ A BORDO en la solapa de su americana. Kell pensó que no era improbable que volviera a encontrarse con su viejo amigo de Bayswater: vaqueros descoloridos, americana marrón de tweed. Detrás de él, una mujer hablaba en polaco por el móvil; un poco más allá, otra, cubierta de arriba abajo por un niqab negro, regañaba en árabe a un niño pequeño. Eran los ciudadanos del nuevo Londres, las masas internacionales que Amelia Levene tenía la responsabilidad de proteger. Más de veinte años atrás, Kell se había incorporado al MI6 por puro patriotismo. Suponía que salvar vidas y defender y proteger el reino eran propósitos nobles y excitantes para un joven que llevaba la aventura en la sangre. Ahora que Londres se había convertido en una ciudad de africanos y americanos, de franceses que huían de Hollande, de europeos orientales demasiado jóvenes como para haber conocido los defectos del comunismo, seguía sintiendo lo mismo. El paisaje había cambiado, pero Kell aún se consideraba ligado a una idea de Inglaterra, por mucho que esa idea cambiara de forma y se deslizara bajo sus pies. Había días en que deseaba regresar al servicio activo, trabajar de nuevo junto a Amelia, pero la muerte de Rachel lo había empujado al exilio. Había permitido que lo personal superara lo político.

El tren llegó al andén. Unos vagones tan vacíos como sus días parpadearon bajo la luz de la tarde. Kell se hizo a un lado para ceder el paso a una anciana, luego eligió un asiento y esperó.

Capítulo 3

3

Kell llegó a su apartamento de Sinclair Road en poco menos de media hora y llevaba sólo unos minutos dentro cuando sonó el teléfono. No era habitual que lo llamaran a su fijo, por lo que supuso que se trataría de Claire. Nadie más conocía ese número, salvo el departamento de personal del MI6.

—¿Jefe?

Kell no tardó mucho en reconocer la voz: nacido y criado en Elephant and Castle; dos décadas como especialista de operaciones técnicas en el MI5.

—¿Harold?

—El mismo que viste y calza.

—¿Cómo has conseguido este número?

—Yo también me alegro de oírte.

—¿Cómo lo has conseguido? —volvió a preguntar Kell.

—¿Es necesario que pasemos por esto?

Era una pregunta justa. Harold Mowbray podía averiguar el grupo sanguíneo de Kell y su situación financiera con tan sólo media docena de clics de un ratón. Si bien ahora trabajaba para el sector privado, en los tres años anteriores había colaborado con Amelia en un par de ocasiones. Incluso era posible que la propia C le hubiera dado el número particular de Kell.

—Tienes razón. ¿Cómo va todo?

—Bien, jefe. Bien.

—¿El Arsenal está haciendo una buena temporada?

—No. Los dejé y me pasé al Lent. Demasiados niños bonitos en el campo de juego.

Sin pararse a pensarlo, Kell buscó un cigarrillo, pero no tenía ninguno. Recordó el verano anterior, cuando Mowbray y él estuvieron esperando a un topo en un piso franco de Bayswater. Harold sabía que Kell estaba enamorado de Rachel. Había asistido al funeral y le había dado el pésame. Kell confiaba en él porque siempre se había desempeñado de manera eficiente y fiable, pero sabía que lo único que había entre ellos era una relación profesional que jamás trascendería la lealtad de Mowbray a quien fuera que le pagara.

—Y bien, ¿qué te cuentas? —preguntó—. ¿Me llamas para venderme algo? ¿Quieres que te compre tu abono para Highbury?

—Tienes que ponerte al día. El Arsenal dejó Highbury hace años. Desde 2006 juega en el Emirates.

Kell se dio cuenta de que, salvo por un intercambio superficial en el Pret A Manger, ésa era la primera conversación que tenía con otro ser humano en más de veinticuatro horas. La noche anterior se había preparado unos espaguetis a la boloñesa en su casa y había visto varios episodios seguidos de House of Cards. Por la mañana había ido al gimnasio y luego había acudido solo a una exposición de la National Portrait Gallery. A veces pasaba días enteros sin tener ninguna interacción significativa con nadie.

—En cualquier caso —continuó Mowbray—, tenemos que charlar.

—¿No es eso lo que estamos haciendo?

—Cara a cara. Mano a mano —dijo en castellano—. Es demasiado largo y complicado como para hablarlo por teléfono.

Eso tan sólo podía significar una cosa: trabajo. Alguna operación antigua había tenido repercusiones imprevistas o bien a alguien se le había ocurrido ponerle una zanahoria delante y tentarlo con algo nuevo. En cualquier caso, era evidente que Mowbray no confiaba en que la línea fija de Kell fuera segura. Cualquiera podía estar escuchando. Londres. París. Moscú.

—¿Recuerdas aquel restaurante árabe en el que solíamos encontrarnos durante el asunto americano?

—No, ¿cuál? —Con el «asunto americano» se refería a la época en que habían trabajado juntos en la caza de un topo: Ryan Kleckner. Un agente de la CIA a sueldo del SVR, el servicio de inteligencia exterior ruso.

—El de la camarera.

—Ah, ése.

Kell respondió como si se tratara de una broma, pero se daba cuenta de que la vaguedad de Mowbray era deliberada. Había un solo restaurante árabe al que habían ido durante la operación Kleckner. Estaba en Westbourne Grove, y de hecho era persa. Kell no recordaba a ninguna camarera, bonita o no. Mowbray sólo quería asegurarse de que no hubiera nadie vigilando la mesa.

—¿Qué tal si quedamos para cenar hoy? —preguntó.

Kell pensó en posponerlo, pero la invitación lo intrigaba demasiado. Además, era eso u otra noche de sobras y House of Cards. Cenar con Mowbray tal vez le levantara el ánimo.

—¿Nos vemos allí a las ocho?

—Me reconocerás por mi colonia.

Capítulo 4

4

Kell llegó al restaurante a las ocho menos cuarto, con tiempo suficiente para pedir una mesa tranquila en la parte de atrás desde la que tuviera una visión directa de la entrada. Sin embargo, para su sorpresa, Mowbray ya había ocupado una mesa ubicada en el centro de la salita con paredes de ladrillo, de espaldas a un grupo de ruidosos españoles.

Hacía un calor de mil demonios. Al entrar en el local, Kell sintió en la cara una ráfaga caliente como un horno, que salía de la puerta abierta de un tanoor. Una camarera, que le resultó familiar, le sonrió justo cuando Mowbray se estaba poniendo de pie detrás de ella. Sonaba una música iraní a un volumen aparentemente calculado para garantizar un mínimo de privacidad en las conversaciones.

—Harold. ¿Cómo estás?

Salam, jefe.

Salam, khoobi —respondió Kell.

Cuando se sentó, el calor del tanoor le golpeó la espalda como un sol de verano. Harold y Kell se estrecharon la mano.

—¿Hablas farsi?

—Tan sólo quería alardear un poco —dijo Kell—. Sé lo suficiente como para arreglármelas en un restaurante.

—Menú farsi —bromeó Mowbray, sonriendo por su propio comentario—. A los iraníes no les gusta que los confundan con los árabes, ¿verdad?

—En efecto.

Parecía que Mowbray se había quemado a base de bien. Tenía la frente escaldada y algunas zonas de piel en torno a la boca y la nariz estaban empezando a pelarse.

—¿Has estado fuera? —preguntó Kell.

—Es curioso que lo menciones. —Mowbray desplegó una servilleta sobre las piernas y sonrió—. He ido a Egipto con mi esposa.

—¿Curioso por qué?

—Pronto lo entenderás. ¿Pedimos algo para cenar?

Kell se preguntó por qué Mowbray se estaría haciendo el difícil. Abrió el menú cuando la camarera pasó por su mesa. Mowbray levantó la mirada, se dio cuenta de que Kell lo estaba mirando y guiñó un ojo.

—Bien... —dijo, disponiéndose a soltar otro chiste—. Puedes pedir una brocheta de carne picada de cordero con taftan, dos brochetas de carne picada de cordero con taftan, una brocheta de carne de cordero marinada y cortada a cuchillo con taftan, dos brochetas de carne de cordero marinada y cortada a cuchillo con taftan, una brocheta de carne picada de cordero y una brocheta de carne de cordero marinada y cortada a cuchillo con taftan...

—Ya lo pillo —lo cortó Kell. Cerró el menú y sonrió—. Pide tú por mí. Voy al baño un momento.

Mientras se dirigía al aseo, Kell sintió un fuerte olor a hachís. Se detuvo para contemplar una pared de azulejos turquesa que estaba en la escalera y paladeó el humo. Sintió deseos de rastrear la fuente de aquel olor, localizar al que había liado un porro en alguna oficina trasera y pedirle un poco. Una vez en el baño, se lavó las manos y se miró en el espejo, mientras se preguntaba por qué Mowbray querría contarle alguna historia absurda de Egipto. ¿Cuál sería la gran noticia? ¿Algo relacionado con el ISIS? ¿Con los Hermanos Musulmanes? Tal vez era sólo un mensajero que llegaba con una oferta de trabajo en el sector privado, proveniente de algún ex funcionario del MI6 a quien se le había ocurrido usar la amistad entre Kell y Mowbray como un anzuelo para atraerlo. En los últimos doce meses, Kell había recibido cinco o seis ofertas semejantes. Las había rechazado todas. No estaba interesado en la seguridad privada, ni tampoco quería ser uno de esos asnos que se pasaban el día haciendo gestos de asentimiento en las reuniones de directivos de Barclays o BP. Por otra parte, si la cuestión estaba relacionada con los rusos, si se trataba de algo que le permitiera acercarse a los hombres que habían ordenado el asesinato de Rachel, lo consideraría seriamente.

—Lo había olvidado —anunció Mowbray cuando Kell volvió a la mesa—. Aquí no sirven bebidas alcohólicas.

—No te preocupes. Lo he dejado.

—No me jodas.

—Llevo siete meses sin beber.

—Vaya. ¿Y por qué has hecho semejante cosa?

—Cuéntame lo de Egipto.

Mowbray se inclinó hacia delante y se metió una mano en el bolsillo. Kell pensó que le enseñaría una foto o un lápiz de memoria, pero Mowbray empezó a hablar sin sacar la mano. Si Kell no supiera que su colega era capaz de sutilezas mucho mayores, habría dado por hecho que estaba activando un dispositivo de grabación.

—Hurgada.

—¿Qué hay con eso?

—Un pueblo de mala muerte en la costa oriental. En la península de Egipto. Mar Rojo, enfrente del Sinaí.

—Sé dónde se encuentra, Harold.

—En los últimos tres años, Karen y yo nos hemos acostumbrado a ir allí en invierno para tomar un poco el sol; EasyJet tiene tres vuelos semanales. Nos viene a buscar un coche y nos lleva a un lugar que se llama Soma Bay, a una hora hacia el sur. Cuatro hoteles y un campo de golf. Un complejo en medio de la nada. Traen agua del Nilo para regar los greens y llenar las piscinas. Arrecifes de coral y submarinismo para adultos, viajes en camello por la playa para los niños... Esa clase de lugares que los de la industria turística llaman «de chancla caliente».

Les llevaron la comida. Puré de berenjena con ajo y especias. Queso feta mezclado con estragón y menta fresca. Depositaron un cuenco de humus y una cesta de pan plano delante de Kell.

—Aquí está el taftan —dijo él, al tiempo que alentaba a Mowbray a retomar su relato.

—Sea como sea, siempre nos alojamos en el mismo sitio. Propietarios alemanes, eficiencia alemana, tumbonas llenas de alemanes. Jamás vi a un yanqui por allí; nunca me crucé con ningún gabacho. De vez en cuando aparece algún británico, pero en su mayoría son jubilados alemanes y oligarcas rusos que llevan el pelo teñido y tienen terceras esposas que probablemente aún no habían nacido en la época de Gorbachov. ¿Te haces una idea?

—Clara como el agua —contestó Kell, antes de llevarse a la boca un trozo de taftan.

—Bien, jefe, la cuestión es la siguiente. Ésta es la razón por la que quería verte. Ocurrió algo muy extraño, algo que todavía me cuesta creer.

Daba la impresión de que Mowbray hablaba en serio. Tenía una expresión entre divertida y consternada.

—Allí te sirven el desayuno. —Asintió muy lentamente y observó al otro lado de la mesa, como si esperara que Kell terminara la frase—. Sirven el desayuno todas las mañanas...

—Qué gran innovación en el servicio —respondió Kell—. Tengo que ir a pasar unos días a ese hotel.

Mowbray no se rió. Tenía los ojos clavados en un punto cerca de la oreja izquierda de Kell.

—En nuestro segundo día de estancia, entra una pareja. Dos hombres. En ese hotel pasan ese tipo de cosas. No tienen problemas con los gais, puedes cruzarte con muchos de ellos por allí, aunque sea un país musulmán. —Hizo una pausa y bebió un sorbo de agua, como si necesitara tranquilizarse—. Karen levanta la mirada y hace un ruido de desaprobación. No, no de desaprobación —se corrigió—, mi mujer no es homófoba ni nada de eso. Era más bien un ruidito de complicidad. Como un chiste entre nosotros. «Fíjate en esos mariquitas», ¿sabes?

—Entiendo —dijo Kell.

—Los dos llevaban camisas blancas y pantalones blancos. Eso también es muy alemán. El noventa por ciento de los huéspedes se visten como si jugaran en Wimbledon o como si pertenecieran a alguna secta. De un blanco inmaculado, como un anuncio de esos jabones en polvo que realmente responden a bajas temperaturas.

Kell reprimió las ganas de decirle que fuera al grano, porque conocía bien a Mowbray y sabía que le gustaba recrearse en los detalles.

—Y también estaba la diferencia de edad entre ellos —continuó Mowbray—. Unos quince o veinte años. El tipo mayor está delante de mí. Dinero alemán; se nota a la legua. Está comiendo lo que parece una ensalada de fruta, lleva gafas de montura negra y está muy bronceado. Al novio no puedo verle la cara, pero es más joven, y se diría que está en forma. Menos de cuarenta años, imagino. El tío de más edad es amanerado, un poco afeminado; el otro, en cambio, parece hetero y sus maneras son varoniles. Tiene algo que me llama la atención, pero todavía no sé qué es.

Kell dejó de comer. Sabía lo que Mowbray estaba a punto de contarle. Acababa de tener una corazonada que lo hizo sentirse un poco mareado. Aunque era algo tan improbable que lo descartó de inmediato.

—El caso es que Karen ya había terminado el zumo de naranja y quería otro. Se había hecho daño en un pie en el coral, así que me ofrecí a llevárselo. En el bufet había una zona donde preparaban huevos y me quedé esperando a que el cocinero me hiciese una tortilla francesa. Cogí el zumo de naranja para mi mujer y un poco de yogur y me dispuse a volver a la mesa. Y entonces le vi la cara. Y lo reconocí.

—¿Quién era? —preguntó Kell.

—El novio era Alexander Minasian.

Capítulo 5

5

Kell miró a Mowbray con una expresión de incredulidad.

—No me jodas —soltó en un susurro, porque haber visto por casualidad a alguien como Minasian era algo tan increíble que consideró la posibilidad de que Mowbray estuviera bromeando.

—Tan claro como si lo tuviera delante de mí, donde estás tú ahora —respondió el otro—. Es imposible que se tratara de otra persona.

Alexander Minasian era el agente del SVR que había logrado reclutar para los rusos a Ryan Kleckner, un topo de alto nivel de la CIA en Oriente Medio que, durante más de dos años, había pasado secretos de Occidente a Moscú. En una operación organizada por Amelia Levene, Kell había logrado identificar a Kleckner, localizarlo en Odesa y entregarlo a Langley. Como reacción por haber perdido a Kleckner, Moscú había dado la orden de matar a Rachel, de modo que Kell consideraba a Minasian responsable de su muerte. Quería su cabeza en una bandeja.

—Minasian está casado —dijo Kell en voz baja. El calor del horno le quemaba la espalda—. O al menos, eso es lo que creemos. Jamás nos planteamos la posibilidad de que fuera gay. No es el estilo del SVR. El servicio secreto no toleraría algo así. La homosexualidad no es muy popular en la Rusia de Putin, puede que lo hayas notado.

La reacción de Mowbray —un movimiento lento de la cabeza, la boca tan apretada que unos diminutos restos de comida asomaron desde el interior de los labios— indicó a Kell que estaba convencido de lo que había visto. Mowbray levantó el vaso y lo hizo girar en la mano: el gesto de un hombre que espera que le crean. Kell escarbó en su memoria. Sus conocimientos sobre Minasian eran tan poco sustanciosos como los informes oficiales de los que disponía el MI6. Nadie sabía de dónde había salido, adónde lo habían destinado en la actualidad, cómo había conseguido reclutar a Kleckner.

—La esposa de Minasian es hija de un oligarca de San Petersburgo. Andrei Eremenko. Ese tipo tiene mucho peso en Moscú. Es un hombre cercano al Kremlin.

Kell había pasado varias horas estudiando los negocios de Eremenko, buscando cualquier conexión con Minasian, cualquier pista sobre su paradero o su personalidad.

—Si se entera de que su yerno es gay...

—No va a ponerse muy contento. —Mowbray terminó la frase de Kell y volvió a dejar el vaso sobre la mesa—. Ni tampoco la señora Minasian, eso está claro. Las esposas suelen ser muy susceptibles con ese tipo de asuntos.

—Tal vez ya lo sepa —sugirió Kell.

Su experiencia le decía que las esposas sabían mucho más sobre las debilidades de sus maridos de lo que reconocían públicamente. Muchas preferían vivir en un estado de negación y toleraban que sus maridos tuvieran amantes y siguieran con sus escabrosos jueguecitos. Siempre y cuando todo quedara en casa, claro. Había que proteger el nido costara lo que costase.

—Yo pensé exactamente lo mismo.

Kell guardó silencio y siguió procesando la información que acababa de darle su colega. Era impensable que el SVR tuviera un agente gay entre sus líneas, casado o no. El MI6 no había empezado a contratar empleados abiertamente homosexuales hasta hacía diez o quince años; en comparación, la Rusia moderna de Putin era antediluviana. Si el secreto de Minasian quedaba al descubierto, su carrera terminaría de la noche a la mañana.

—¿Con quién más has hablado de esto?

Kell temía que la respuesta más sencilla fuera C, porque reduciría sus alternativas de inmediato. Las ruedas de su imaginación habían empezado a girar, cerniéndose como una cruel ave de presa, ávida de sangre, sobre la vulnerabilidad de Minasian. Si su enemigo ocultaba un secreto de esa magnitud, era vulnerable hasta un grado casi increíble. Pero si Amelia ya estaba al tanto, mantendría a Kell apartado de cualquier operación relacionada con todo aquello, esgrimiendo razones tan espurias como «motivos personales» o «juicio nublado».

—No se lo he contado a nadie —respondió Mowbray, aunque deslizó los ojos a un lado y se llevó una servilleta a los labios cuando pronunció esas palabras.

Kell examinó el rostro de su colega. No podía tener la certeza de que Mowbray estuviera diciéndole la verdad. Alrededor de la nariz tenía una zona diminuta de piel quemada por el sol que parecía a punto de pelarse.

—¿Ni siquiera a Karen? —preguntó. Las conversaciones de alcoba con los cónyuges eran uno de los riesgos del oficio entre los espías veteranos; con los años, se hacía cada vez más difícil guardar secretos.

—Nunca hablo de trabajo con mi esposa —respondió rápidamente Mowbray—. Nunca. Lo acordamos el primer día. La última vez que ella me preguntó algo fue en 1991 o en 1992, cuando arrestaron a un grupo del ira en Londres. Estaba viendo a John Simpson en las noticias de las nueve y me dijo: «¿Tú tienes algo que ver con todo esto?» Le dije que se ocupara de sus propios asuntos.

—Pero ¿ella también vio a Minasian?

—Desde luego que sí. Todo el tiempo.

—¿Eso qué significa? ¿Habló con él?

—No. Ninguno de los dos lo hicimos, pero nos alojábamos en el mismo hotel. Asistimos a todo el espectáculo.

Kell vio un brillo en los ojos de Mowbray, la insinuación de un premio todavía más grande.

—Podríamos llamarlo «problemas en el paraíso» —explicó, con una previsible sonrisa—. Nuestro hombre de Moscú no se llevaba muy bien con su novio. Se peleaban todo el tiempo. Discutían.

—¿Y todo eso ocurría en público?

Kell empezaba a preguntarse si Mowbray no se habría topado con un montaje, en el que Minasian estuviera haciéndose pasar por un novio malhumorado para llevar a cabo una operación de incógnito del SVR en aquel hotel. También era posible que ese romance fuera una actuación preparada precisamente para Mowbray, o incluso que el propio Harold estuviera trabajando para el SVR.

—No exactamente. —Mowbray volvió a inclinarse hacia delante, sin dejar de sonreír—. Verás: decidí aprovechar cada oportunidad que tuviera para vigilarlos. Les hacía fotos a escondidas, me acercaba a ellos en el bar para escuchar lo que decían...

—Por Dios... —Kell se imaginó a Mowbray merodeando por un soleado establecimiento turístico egipcio con una cámara con teleobjetivo y un micrófono con pértiga—. ¿Hay alguna posibilidad de que yo pueda ver esas fotos?

Mowbray parecía haber estado esperando a que Kell le extendiera aquella invitación. Puso el cuchillo y el tenedor a un lado, le lanzó una malévola mirada de satisfacción y buscó en el bolsillo de su chaqueta. En su interior había media docena de fotografías a color del tamaño de una postal, cuatro de las cuales se cayeron al suelo cuando las sacó.

—Mierda —murmuró. Era como ver a un mago aprendiendo un truco nuevo—

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