Planeta (Inspectora Camino Vargas 3)

Susana Martín Gijón

Fragmento

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En la quietud del campo, los sentidos se amplifican y todo se percibe con mayor nitidez. A su nariz llega el aroma a tierra mojada entremezclado con el perfume enmohecido de los hongos. La hojarasca crea un manto que va desde los anaranjados más brillantes hasta un ocre pardo, pasando por toda una gama de tonos herrumbrosos. El crepitar de las ramas con el viento, el sonido de un riachuelo cercano, el canto aflautado del mirlo común o el trino repetitivo de una alondra se funden en una música ancestral. La brisa fría azota su rostro y la incita a respirar profundo, tratando así de no perder la cordura.

Está de pie, con los brazos atados a lo largo del cuerpo. Su capacidad de movimiento se limita a las torsiones de cintura. ¿La razón? Tiene las piernas hundidas en la tierra un palmo por debajo de las rodillas y, por más que lo intenta, no hay manera de salir. Es la sensación más angustiante de toda su vida.

Los pájaros detienen los gorjeos e incluso un grillo lejano deja de entonar su cricrí. Se hace un silencio espectral que no presagia nada halagüeño. Al poco escucha el crujido de las hojas al ser aplastadas. Sabe lo que eso significa: se está acercando de nuevo.

—No poder moverte es una putada, ¿verdad? Toda la vida haciéndolo y de repente, un día, pum. Se acabó.

El solo timbre de su voz basta para que se le erice cada centímetro de la piel. Siente el vello encresparse en brazos y piernas en una reminiscencia atávica. Sin embargo, cuando ve lo que ahora porta en las manos, el terror adquiere un tinte intolerable incluso para la parte más primitiva de su cerebro.

Grita con todas sus fuerzas mientras la cuchilla de acero templado desgarra su piel una, otra, otra vez. El olor metálico de la sangre ya ha penetrado en las fosas nasales de un meloncillo. También en las de un par de buitres leonados que planean a medio kilómetro de allí y que ahora cambian el rumbo de su vuelo.

Pero Pureza no los verá llegar. Ha perdido la consciencia y la vida se le escapa como la sangre que le brota del cuerpo. Tampoco podrá apreciar que ya no está de pie. Que al fin puede descansar.

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Lunes, 12 de noviembre. Sevilla, España

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1.

 

 

 

 

Jadea empapada en sudor.

 

Clava las uñas romas en las palmas y aprieta los puños. Se agita a un lado y a otro, luchando contra las telarañas del sueño. Tras un lapso agónico, el pánico le da la fuerza suficiente para rasgarlas. Toma impulso con el brazo y empuja al malhechor, pero no llega a tiempo para salvar a la víctima. Se oye un grito que traspasa las fronteras de su pesadilla y la trae de vuelta a la realidad.

—¡Aaaaaay!

Camino se frota los ojos. Paco está en el suelo, en calzoncillos y con una sábana enredada al cuerpo.

—¿Qué haces ahí? —dice ella aún con el corazón latiéndole como si se le fuera a escapar del pecho.

—¿Cómo que qué hago aquí? Me has tirado tú, rubia.

Paco se levanta y se frota el culo con la mano derecha. Lo que le faltaba. Además del brazo malherido por aquel perro, del costado que aún está cicatrizando, de la bala alojada en la cabeza, ahora le duele el culo.

—¿Yo?

—Me dormí abrazado a ti y ahora me echas como si fuera un criminal.

—En mi sueño había uno —se disculpa Camino.

Paco la observa durante unos segundos enternecido y se mete de nuevo en la cama.

—Ven —le dice mientras la rodea con sus brazos—. Pero no me tires otra vez, ¿eh?

—Lo siento.

Él busca sus ojos y los enfrenta con gesto serio.

—Llevas demasiado tiempo con pesadillas. ¿Qué era esta vez?

—No me acuerdo —miente ella al tiempo que trata de borrar de su mente el recuerdo del matadero, de la ternera y de la mujer que pereció en su último y desquiciante caso, la policía Evita Gallego.

—Deberías tomarte un descanso.

—¿Y dejar solo a mi equipo?

—Has pasado por situaciones muy difíciles en los últimos meses.

—Todos lo hemos hecho.

—Por eso. Aprovecha ahora que la cosa está tranquila. Podríamos irnos de vacaciones, como dos enamorados.

—Eso es lo que somos —sonríe ella.

—Exacto. Y nos lo merecemos. Nos vamos a un hotel con spa, a meternos en bañeras con burbujas y beber cava todo el día.

—Prefiero la cerveza.

—Pues cerveza. Bañeras enteras de cerveza.

Camino ríe ante la ocurrencia.

—Lo digo en serio —insiste Paco—. Tú pides los días y yo organizo la escapada. Prométemelo.

Ella asiente. Paco la besa en los labios, primero con delicadeza, luego más impetuoso. Camino introduce su lengua en la boca de él, pero se separa a los pocos segundos.

—Intenta dormir otro rato. Aún es temprano.

Ella acepta con resignación. Paco sigue convaleciente desde su salida del hospital y no se atreve a presionarle. Otra cosa es que se muera de ganas de mojar. Tantos años deseándolo y, cuando por fin logran estar juntos, las lesiones de él no permiten a sus cuerpos demostrarse la pasión que se profesan.

Se deja acurrucar y permanece así, envuelta en las sábanas y entre los brazos de Paco. Sabe que no volverá a conciliar el sueño. De hecho, no quiere hacerlo. No quiere enfrenta

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