En la quietud del campo, los sentidos se amplifican y todo se percibe con mayor nitidez. A su nariz llega el aroma a tierra mojada entremezclado con el perfume enmohecido de los hongos. La hojarasca crea un manto que va desde los anaranjados más brillantes hasta un ocre pardo, pasando por toda una gama de tonos herrumbrosos. El crepitar de las ramas con el viento, el sonido de un riachuelo cercano, el canto aflautado del mirlo común o el trino repetitivo de una alondra se funden en una música ancestral. La brisa fría azota su rostro y la incita a respirar profundo, tratando así de no perder la cordura.
Está de pie, con los brazos atados a lo largo del cuerpo. Su capacidad de movimiento se limita a las torsiones de cintura. ¿La razón? Tiene las piernas hundidas en la tierra un palmo por debajo de las rodillas y, por más que lo intenta, no hay manera de salir. Es la sensación más angustiante de toda su vida.
Los pájaros detienen los gorjeos e incluso un grillo lejano deja de entonar su cricrí. Se hace un silencio espectral que no presagia nada halagüeño. Al poco escucha el crujido de las hojas al ser aplastadas. Sabe lo que eso significa: se está acercando de nuevo.
—No poder moverte es una putada, ¿verdad? Toda la vida haciéndolo y de repente, un día, pum. Se acabó.
El solo timbre de su voz basta para que se le erice cada centímetro de la piel. Siente el vello encresparse en brazos y piernas en una reminiscencia atávica. Sin embargo, cuando ve lo que ahora porta en las manos, el terror adquiere un tinte intolerable incluso para la parte más primitiva de su cerebro.
Grita con todas sus fuerzas mientras la cuchilla de acero templado desgarra su piel una, otra, otra vez. El olor metálico de la sangre ya ha penetrado en las fosas nasales de un meloncillo. También en las de un par de buitres leonados que planean a medio kilómetro de allí y que ahora cambian el rumbo de su vuelo.
Pero Pureza no los verá llegar. Ha perdido la consciencia y la vida se le escapa como la sangre que le brota del cuerpo. Tampoco podrá apreciar que ya no está de pie. Que al fin puede descansar.
Lunes, 12 de noviembre. Sevilla, España
1.
Jadea empapada en sudor.
Clava las uñas romas en las palmas y aprieta los puños. Se agita a un lado y a otro, luchando contra las telarañas del sueño. Tras un lapso agónico, el pánico le da la fuerza suficiente para rasgarlas. Toma impulso con el brazo y empuja al malhechor, pero no llega a tiempo para salvar a la víctima. Se oye un grito que traspasa las fronteras de su pesadilla y la trae de vuelta a la realidad.
—¡Aaaaaay!
Camino se frota los ojos. Paco está en el suelo, en calzoncillos y con una sábana enredada al cuerpo.
—¿Qué haces ahí? —dice ella aún con el corazón latiéndole como si se le fuera a escapar del pecho.
—¿Cómo que qué hago aquí? Me has tirado tú, rubia.
Paco se levanta y se frota el culo con la mano derecha. Lo que le faltaba. Además del brazo malherido por aquel perro, del costado que aún está cicatrizando, de la bala alojada en la cabeza, ahora le duele el culo.
—¿Yo?
—Me dormí abrazado a ti y ahora me echas como si fuera un criminal.
—En mi sueño había uno —se disculpa Camino.
Paco la observa durante unos segundos enternecido y se mete de nuevo en la cama.
—Ven —le dice mientras la rodea con sus brazos—. Pero no me tires otra vez, ¿eh?
—Lo siento.
Él busca sus ojos y los enfrenta con gesto serio.
—Llevas demasiado tiempo con pesadillas. ¿Qué era esta vez?
—No me acuerdo —miente ella al tiempo que trata de borrar de su mente el recuerdo del matadero, de la ternera y de la mujer que pereció en su último y desquiciante caso, la policía Evita Gallego.
—Deberías tomarte un descanso.
—¿Y dejar solo a mi equipo?
—Has pasado por situaciones muy difíciles en los últimos meses.
—Todos lo hemos hecho.
—Por eso. Aprovecha ahora que la cosa está tranquila. Podríamos irnos de vacaciones, como dos enamorados.
—Eso es lo que somos —sonríe ella.
—Exacto. Y nos lo merecemos. Nos vamos a un hotel con spa, a meternos en bañeras con burbujas y beber cava todo el día.
—Prefiero la cerveza.
—Pues cerveza. Bañeras enteras de cerveza.
Camino ríe ante la ocurrencia.
—Lo digo en serio —insiste Paco—. Tú pides los días y yo organizo la escapada. Prométemelo.
Ella asiente. Paco la besa en los labios, primero con delicadeza, luego más impetuoso. Camino introduce su lengua en la boca de él, pero se separa a los pocos segundos.
—Intenta dormir otro rato. Aún es temprano.
Ella acepta con resignación. Paco sigue convaleciente desde su salida del hospital y no se atreve a presionarle. Otra cosa es que se muera de ganas de mojar. Tantos años deseándolo y, cuando por fin logran estar juntos, las lesiones de él no permiten a sus cuerpos demostrarse la pasión que se profesan.
Se deja acurrucar y permanece así, envuelta en las sábanas y entre los brazos de Paco. Sabe que no volverá a conciliar el sueño. De hecho, no quiere hacerlo. No quiere enfrentarse de nuevo con el matarife que va a segarle la cabeza a su víctima mientras los ojos de ella imploran ayuda, esa ella que es la ternera pero también y al mismo tiempo es Evita, como solo en los sueños puede ocurrir. No quiere tener ante sí otra vez el cuchillo gigantesco, el suelo teñido de rojo, ni sentir el hedor. Un hedor a muerte que lo invade todo y penetra hasta cada una de sus pesadillas. No, no, no. Pega la cabeza al cuello de Paco y aspira su fragancia suave, ese otro olor tan diferente que reconocería en cualquier lugar del planeta y que ama con todas sus fuerzas.
Afuera, el sonido rítmico e incesante de las gotas percute contra el cristal. En Sevilla no para de llover desde hace semanas. Y parece que hoy tampoco lo hará.
2.
Camino se dirige a la puerta.
—¿Lo harás hoy?
—¿Qué? —ella se hace la despistada.
—Pedirle a Mora unos días de vacaciones.
—Ya veré.
—Lo prometiste.
—Vaaaale.
Paco sonríe satisfecho y le da un beso de despedida. Se queda mirando sus curvas marcadas por los vaqueros hasta que se da cuenta de algo.
—El paraguas, rubia.
Camino hace una mueca de fastidio y vuelve a por él. Le roba un último beso a Paco antes de ponerse en marcha de nuevo. El paraguas todavía está húmedo de la noche anterior. Y de la anterior, y de la anterior. A este paso le va a salir moho. Se ha acostumbrado a ir andando a la Brigada, y se empeña en seguir haciéndolo aunque llegue medio empapada todos los días. Pero pasear le aclara las ideas, y los días en que apenas duerme lo necesita más que nunca.
Tras la última y anómala ola de calor que sufrió Sevilla en octubre, y cuando los meteorólogos más reputados auguraban un año de terribles sequías, comenzó a llover y ya nunca volvió a parar. Camino no se fía ni de esos hombres y mujeres del tiempo, ni de las apps que predicen lo que podrías intuir si te pararas a echar un vistazo al cielo, ni tampoco de los climatólogos que lanzan previsiones que luego no se cumplen. Ella no cree en ningún tipo de experto, menos aún en los agoreros. El mundo se acaba, dicen con cada nuevo fenómeno meteorológico que se va un poco de madre. Pues vale. A ella la pillará bailando salsa. O en esas bañeras de burbujas de las que habla Paco.
El primer día que el cielo se encapotó, lo recuerda perfectamente, fue el de la cacería a la que sometieron a Paco. El día que creyó perderle de nuevo y en el que a quien perdió fue a la nueva policía de su equipo, Eva Gallego. Esa joven flaquita de rostro aniñado que nunca se dejaba en casa una sonrisa tierna con la que desarmaba a todo el mundo. Aún se reprocha muchas cosas que salieron mal en aquella investigación. El asesino murió también, y eso es, secretamente, lo único que la consuela.
El viento arrecia y le arroja goterones fríos sobre el rostro. El paraguas se revuelve contra su dueña, quien enfrenta la ofensiva con poca maña y mucho mal genio. En mitad de la encarnizada batalla, pisa un charco que le cala hasta el tobillo. Al sacar el pie, resbala y a punto está de pegarse un buen testarazo. Maldice en voz alta. Al principio todos se lo tomaban a cachondeo. Que si esto parece Galicia, que si fijo que es una maldición de Greta por no cuidar el planeta. Pero son muchos días y la cosa ya no es motivo de guasa. Se ha activado el Plan de Emergencias, lo que implica que hay circunstancias que no pueden atenderse con los recursos habituales. Calles cortadas, garajes sumergidos, personas aisladas en sus coches a la deriva, el hundimiento de algún muro en mal estado e incluso un anciano que fue arrastrado por el agua y precisó de atención hospitalaria. Hubo un tiempo no tan lejano en el que las riadas eran el pan de cada día en Sevilla, pero ya nadie se acuerda de eso. La gente no sabe cuáles son las zonas inundables. Construyen en mitad de ellas, se hacen un sótano para montarse la bodeguita, se pasan los desfasados planes de prevención por el forro. Es el río el que no olvida. De modo que las lluvias han pillado a todos con el culo al aire.
Se encuentra la cancela del parque de los Príncipes cerrada a cal y canto. Trata de abrirla presa de la contrariedad. Un hombre de chaleco fluorescente se acerca a ella con desgana.
—Se ha cerrado por precaución.
—¿Precaución de qué?
—Anoche un árbol se desplomó en María Luisa y no pilló a una madre con su hijo de milagro. Dicen que hoy las rachas de viento serán más fuertes.
Camino gruñe y emprende el rodeo al jardín urbano. Los apenas diez minutos en que respira cada día el oxígeno fresco del arbolado le insuflan fuerzas para enfrentar la jornada en el Grupo de Homicidios. Hoy no contará con ese atenuante.
3.
Comienza a reconocer sus costumbres.
Para ser inspectora de policía, no es que se lo curre mucho. Sale todas las mañanas a la misma hora, minutos arriba o abajo, y recorre exactamente el mismo trayecto hasta la Brigada. Ya puede hacer un sol de justicia o llover como si el mundo se fuera a acabar. Cuando finaliza la jornada, desanda el camino y regresa a casa, de donde ya no se ausenta salvo que sea martes o jueves, en cuyo caso coge el coche para ir a sus clases de baile. Una hora de salsa, diez minutos de ducha, y Camino aparece con el pelo mojado y ropa cómoda para, ahora sí, refugiarse hasta el día siguiente junto al novio madurito que se ha echado.
Él la observa desde la distancia ajustándose la gorra de visera que lleva bajo la capucha de un impermeable verde oscuro. Con la que está cayendo, nadie se extraña ante un atuendo así. Camino, en vaqueros y con una gabardina beis que a esas alturas ya chorrea, pelea con el paraguas. Afanada en la tarea, no ha mirado por dónde iba y ha metido el pie en otro charco. Sonríe divertido al oír las barbaridades que salen de la boca de la inspectora. Después, su rostro se torna serio y se le achinan los ojos. Como si no se perdonara ese gesto. Como si hubiera recordado de repente por qué está ahí. Y por qué odia tanto a esa mujer.
4.
La comisaria Mora está sentada en su despacho.
Tiene los codos apoyados en la mesa de nogal, el rostro vencido sobre las palmas de las manos, los labios apretados y la mirada baja, fija en ningún lugar. La cabellera plateada le cae hacia delante, rozando la madera.
Ayer cometió tres errores, a saber:
El primero fue quedar con Elsa. Desde que le pidió ayuda con el caso Especie, su ex no ha desperdiciado una sola ocasión para tratar de cobrarse el favor. Mora llevaba un tiempo dándole largas, pero ayer acabó cediendo. Ya fuera por los cambios hormonales de la puñetera menopausia, porque se sentía sola o porque estaba cansada de inventar excusas, aceptó esa cena pendiente.
El segundo error fue beber de la botella de vino amontillado que Elsa ya se había encargado de pedir. De esa, y de las que vinieron después.
El tercero, el más previsible dadas las premisas anteriores, y también el más catastrófico: acabar en la cama con ella.
Por la mañana consiguió huir de su propia casa sin que Elsa se despertara, pero su ex no tardó en llamarla. Mora dejó sonar el teléfono con una punzada de culpabilidad. Después comenzaron los mensajitos empalagosos, aderezados con varias cucharadas de reproche por irse sin avisar. Se van amontonando en el chat, y duda mucho que paren. Le costó meses cerrar la relación y sabe que Elsa aprovecha la mínima fisura para apalancar la vía de entrada. Basta una felicitación de cumpleaños, un «me gusta» en su nueva foto de perfil, o un encontronazo casual en el súper. No hablemos ya de todo lo que le hizo —y se dejó hacer— en su cama king size. Los quebraderos de cabeza con los que presiente que tendrá que lidiar se añaden al martilleo propio de la resaca que le pasa factura hoy.
El trino de un pájaro virtual le notifica un nuevo mensaje al tiempo que la jefa de Homicidios golpea la puerta del despacho y asoma su cabeza empapada. Mora no está segura de a quién le da más pereza atender.
—¿Sí, Vargas?
—Quiero pedirle una cosa, comisaria.
Un suspiro resuena en la estancia.
—Pasa.
Camino se sienta justo en el momento en que suena el repiqueteo del teléfono fijo, impidiendo cualquier intento de conversación.
5.
Cuando la comisaria cuelga, su expresión ha cambiado.
Ya no refleja hastío, sino una gravedad que Camino conoce muy bien.
—¿Un homicidio?
—Sí.
—¿Qué han dicho?
Una pausa silenciosa, un carraspeo, un ajustarse las gafas como si acaso ver la realidad más clara pudiera contribuir en algo a mejorarla. A Mora nunca han dejado de causarle desasosiego los casos más duros con los que ha de enfrentarse como cabeza de la Policía Judicial.
—Una mujer. La han mutilado y han dejado que se desangre hasta morir.
Una mezcla de ira e impotencia domina a la inspectora. Ignora la sequedad en la boca y sigue preguntando:
—¿Dónde?
—En La Algaba. Nos están esperando.
Camino asiente. Ahora el tema que la ha llevado hasta el despacho le parece fuera de lugar.
—Corre, no vaya a llegar el juez otra vez antes que nosotros —la espolea Mora.
La inspectora obedece como una autómata. Ya lidiará con la decepción de Paco más tarde.
—¡La puerta...! —grita Mora.
Pero Camino ya no la oye. La comisaria se levanta contrariada, la cierra, regresa a su asiento y, solo una vez que está segura de que nadie la ve, agarra el móvil. Los avisos que trinaron unos minutos antes siguen esperándola con la calma de quien sabe que no tiene otra cosa que hacer más que cumplir su cometido: informar, tanto si al destinatario le gusta como si no.
3 mensajes no leídos:
¿Por qué no me contestas, cari?
Solo quería darte los buenos días, aunque tenía previsto hacerlo de otra manera...
Te espero a las dos. Haré arroz caldoso, que apuesto a que hace mucho que no comes en condiciones.
Ángeles Mora vuelve a llevarse las manos a la cabeza. En la otra punta de Sevilla, a Elsa se le dibuja una sonrisa al comprobar cómo el doble check se tiñe de azul: esta mujer no se le vuelve a escapar a ella.
6.
Pascual y Camino se dirigen hacia el lugar de los hechos.
A la altura de La Algaba, Camino hace un gesto al oficial para que salga de la autovía de la Plata. Unos kilómetros más adelante, a su derecha aparece una llanura de un verde reluciente. La inspectora no ha parado de hablar por teléfono en todo el trayecto, de modo que Pascual no ha podido sonsacarle nada.
—Tienes que desviarte en la próxima salida —le avisa al tiempo que cuelga. Luego recoge el calcetín escurrido del salpicadero—. Mierda, sigue mojado. Desde mañana voy a ir equipada como si viviera en Londres.
—¿La salida del campo de golf? No me habrás traído hasta aquí para hacer un buen swing.
Ella no le ríe la gracia.
—Está ahí, Molina.
—¿La muerta? ¿Dentro?
—Junto al hoyo catorce.
Pascual deja escapar un silbido y no vuelve a abrir la boca hasta penetrar en el interior del recinto.
* * *
—¿Es posible que siempre nos toque el mismo juez?
—Yo creo que los veteranos le encasquetan las guardias. No hay otra explicación —dice Pascual.
San Millán lleva poco tiempo como magistrado en la capital, pero ya ha coincidido en varios casos con Camino, y nunca han llegado a entenderse. Un juez bisoño y concienzudo frente a una inspectora con una querencia por los atajos más elevada de lo deseable.
—Inspectora.
—Magistrado.
Ahí acaba todo el saludo.
—¿El cuerpo?
—Yo ya lo he visto. Cuando acaben, me avisan y realizo la diligencia de levantamiento.
El juez se mete en su coche a resguardarse de la tormenta. No soporta la idea de permanecer ahí un minuto más. Es que no se acostumbra, no digiere el avistamiento de cadáveres: es ver uno y hacérsele bola en el estómago durante días. Pero eso Camino no lo sabe, y San Millán lo prefiere así, porque sospecha que le estaría ridiculizando hasta el fin de los días.
—Vaya huevos —farfulla ella. Después, escruta a su alrededor—. ¿Y ahora cómo sabemos por dónde queda ese maldito hoyo?
Un policía local que está refugiado bajo el tejadillo de una caseta se les acerca y ejecuta un envarado saludo marcial que a Camino se le antoja un poco bufo.
—Agente Siruela —se presenta—. Yo les llevo.
—Descanse, por Dios. ¿Nos pone al día?
—A la orden, inspectora. El cadáver lo halló el greenkeeper...
—¿Quién?
—El responsable del mantenimiento del campo.
—El jardinero, vamos.
—Eso he dicho yo y casi me da con el palo de golf en la cabeza. Resulta que estudió un máster y todo.
—Telita con las sensibilidades profesionales. ¿Ha llegado la forense?
—Todavía no. Tampoco el letrado, solo el juez. Se ha puesto amarillo, el pobre, y la verdad es que no es para menos, porque...
—Muy bien —Camino le corta sin delicadeza—. ¿Nos lleva al hoyo del crimen?
Los tres caminan por el terreno encharcado. Con ese tiempo, a ningún loco se le ocurriría tratar de meter la pelotita en el agujero. Luchan contra las ráfagas de lluvia y contra un viento que los vapulea sin contemplaciones. Entre eso y los nubarrones que impiden cualquier intento del sol por colar algún rayo, apenas se enteran de lo que hay a su alrededor. Tras unos minutos, avistan la bandera roja que anuncia el green del hoyo catorce.
La inspectora se coloca la mano derecha a modo de visera y escudriña a uno y otro lado, hasta que el agente señala en dirección a un búnker. El foso de arena, concebido para obstaculizar el juego, sirve en este caso para que el cadáver no se divise a simple vista. Ella acelera el paso hasta llegar a la altura del búnker y desciende cuesta abajo. Allí está la víctima, medio enterrada en la arena. Se toma un instante para realizar un par de inspiraciones y pone en palabras lo que sus ojos querrían no haber visto jamás:
—Le faltan los pies. Se los han cortado.
7.
Caravaggio, Italia
Barbara Volpe se sacude la nieve de las botas.
Después se enfunda los guantes y se cala el gorro sobre su pelo corto teñido de azul eléctrico. La primera nevada del año ha sido de proporciones históricas y ha pillado a todos por sorpresa, en especial a ella. Tanto cambio la va a volver loca: hace tan solo unas semanas estaba sudando a mares en Sevilla, después tuvo que comprarse una chaqueta en Nueva York, y ahora ha tirado de plumífero para visitar una granja abandonada en un pueblo perdido de la Lombardía. Y, para colmo, no ha pegado ojo con el maldito jet lag.
Se ajusta la capucha del abrigo para resguardarse del viento frío que le golpea la cara y mira de frente ese panorama inhóspito y desolador. Decenas de cobertizos deshabitados, con la nieve revistiendo las cubiertas de uralita. Hace días que se llevaron los cadáveres de las dos víctimas, pero Barbara se ha empeñado en conocer el lugar de los hechos; por mucho que la hayan ascendido a subdirectora, no piensa permanecer detrás de un escritorio leyendo lo que otros quieran contarle. Si lo que pretenden es que pase lo poco que le resta de la profesión en un despacho, las llevan claras.
Se ha traído con ella a Silvio, un policía gordo y coloradote con quien ya trabajó en el pasado. A pesar de su aspecto de niño rollizo con el que se mete toda la clase, es de lo más apañado que hay en la comisaría donde se coordina el caso.
—Es aquella de allí. —Señala una de las barracas del fondo y ella le mira con un gesto desdeñoso que le avergüenza ante lo innecesario de sus palabras. Y es que la nave que indica está acordonada de arriba abajo. Quien lo haya hecho no ha escatimado en cinta policial.
—¿A qué esperamos?
Silvio echa a andar campo a través. Sus pies se hunden a cada paso en el tapiz blanco que alfombra el suelo.
Ella le sigue al tiempo que aprieta la mandíbula. El frío se le infiltra en la rodilla dolorida, y el manto de nieve la obliga a alzar las piernas constantemente. Se mueve con infinita torpeza. Solo espera que su compañero no se dé la vuelta y la descubra en ese trance bochornoso.
A estas alturas todavía no sabe por dónde meter mano al caso. Estaba convencida de que la habían enviado a Sevilla y luego a Nueva York para quitársela de encima, aprovechando el descuartizamiento de aquellos cuatro infelices en el Ponte Vecchio de Florencia. Había similitudes entre los crímenes perpetrados en los tres países. Pero, cuando en España capturaron al asesino de Sevilla, desde Italia dieron por finalizada su intervención y, no solo eso: la ascendieron a vice questore, o lo que es lo mismo: subdirectora general de toda el área geográfica de la Lombardía.
Eso sí, tardaron dos semanas en comprarle el billete de vuelta. Ya creía que la iban a dejar viviendo como una turista low cost en un hotel de Manhattan. Y, cuando al fin lo recibió, hizo las maletas y se encajó en su asiento de clase económica durante las nueve horas de rigor, que para eso no se notaba el ascenso. Lo que no esperaba era encontrar a su retorno dos nuevos crímenes con un modus operandi similar. No se lo pensó ni un segundo antes de plantarse en la comisaría donde se llevaba la investigación.
Ve cómo Silvio le dirige una mirada apremiante tras pasar agachado por debajo de la cinta policial. Barbara está indecisa. Su rodilla no le permitirá una torsión de ese calibre. Tras unos segundos incómodos, el policía tira del plástico por la zona en que se encuentra más elevado y lo sostiene sobre su cabeza:
—Venga, jefa, que con el cargo te has vuelto muy señorona.
Barbara pasa en silencio. Intuye que Silvio sabe lo que le sucede, pero se alegra de que lo vista con esa cortesía burlona. No lleva nada bien las humillaciones de hacerse mayor.
Penetran en la nave. Parte del techo se ha derrumbado por el peso de la nieve. El suelo resbala como un tobogán untado en vaselina. Barbara se cuida mucho de ir pisando sobre la paja mojada para no acabar con el coxis roto. A ambos lados hay filas de jaulas que se reproducen hasta perderse de vista. Están vacías, pero aún apesta a hacinamiento, a pienso y a estiércol, a sudor y a sangre. La subdirectora se siente como si penetrara en una estancia gélida del infierno.
—¿Por qué se cerró?
A Barbara le gusta comprobar si sus subordinados han hecho los deberes.
—Dejó de dar beneficios. Cada vez hay menos gente que compra abrigos de visón.
—Pero tengo entendido que hubo quejas.
—En el pueblo no estaba bien vista. Los vecinos se dedicaron a hacer manifestaciones durante todo el tiempo que estuvo funcionando.
Silvio se quita los guantes y se frota los dedos para que recuperen el tacto. Incluso dentro de esa nave, diría que no se superan los cero grados. Tiene las orejas congeladas y sus pies son extensiones ajenas a su cuerpo convertidas en témpanos.
—¿Qué problema tenían los lugareños? —pregunta Barbara, que parece inmune al frío. En realidad, está aterida. Pero esa debilidad tampoco va a mostrarla.
—Causaba olores insoportables y atraía plagas de moscas. Y, cuando algún visón conseguía escapar del criadero, se colaba en las casas en busca de comida. También decían que había vertidos ilegales en la red de saneamiento, aunque eso nunca se demostró.
—Oye, este sitio es enorme. ¿Cuántas naves como esta hay?
—Unas sesenta, la macrogranja más grande de Italia. Cincuenta mil mustélidos sacrificados cada mes de noviembre.
—Y los mataban igual que a las dos víctimas.
Silvio asiente con gravedad:
—Gaseados con monóxido de carbono.
Barbara no puede evitar un estremecimiento ante la referencia. Su mente viaja a un pasado remoto que conoce solo de oídas, en el que el hermano de su abuelo murió en un campo de exterminio nazi en Polonia de la misma forma que esos hombres. Y que esos visones.
—Al menos no los despellejaron vivos.
—En teoría eso vino después.
—¿En teoría?
—He hablado con el forense esta mañana; no ha podido confirmar que el desollamiento fuera enteramente post mortem.
—¿Quieres decir que aún respiraban cuando les arrancaron la piel?
—Podría ser, igual que muchos de los visones. Tienen un protocolo, pero a veces falla.
Barbara toma aire. Esa es la razón por la que se encuentra allí, sufriendo el frío y los padecimientos de su cuerpo achacoso. De nuevo las réplicas de muerte animal: como los hombres de Florencia a los que descuartizaron, como el cadáver fileteado de Nueva York. Como los terribles asesinatos que sacudieron Sevilla.
—¿Ya tenemos la identidad del segundo?
—Vittorio Ferlosio.
—¿Sabemos si trabajó aquí?
—Ambos, durante años. Eran de los más cizañeros. Cuando organizaban concentraciones desde el pueblo, ellos siempre buscaban gresca. Ferlosio les llegó a arrojar los bichos muertos para que se fueran.
A Barbara le cuesta mantener la pose flemática. Y entonces lo siente. En mitad de esa nave desoladora, frente a las jaulas de unos mamíferos canijos, desgraciados y feos, feos como ellos solos, la certeza la domina con una fuerza tal que hace que el frío que entumece sus extremidades no sea nada comparado con el que se le infiltra hasta las entrañas: si no detienen a quien haya hecho esto, el juego macabro va a continuar.
8.
Camino se deja caer en una silla.
Están ella y Pascual solos en la pecera, aún sobrecogidos por la escena que han tenido que presenciar. Camino saca un par de cigarrillos y le ofrece uno a su compañero. Con el tiempo ha llegado a sentir afecto por ese oficial estricto y puntilloso. Es un tipo grande, a lo largo y a lo ancho. Una vez al año se pone a dieta, pero hace tiempo que no le toca y recupera rápido. Va cargado de hombros, como si en el fondo le costara ser el grandullón que es, excepto cuando hay que cuadrarse y se endereza hasta ponerse recto como un mástil, porque viene de familia militar y eso se lleva muy adentro. Tiene un bigotito que le hace parecer de otros tiempos, sobre todo el día que toca ponerse uniforme. Sin embargo, sus ojos bonachones desmienten la pinta de duro que la altura, la profesión y el mostacho podrían dar a entender.
Toma el cigarro que Camino le ofrece sin apenas mirar y se concentra en la pantalla del ordenador.
Camino enciende el suyo, aspira una calada generosa y suelta el humo despacio, recreándose, con la esperanza de que le atenúe los nervios y el mal humor. Después se levanta para abrir la ventana. Va a entrar agua, pero al menos no atufará a tabaco. Se descalza nuevamente, se saca el calcetín mojado y lo deja extendido en la calefacción mientras se frota el pie con ambas manos.
Ha completado la maniobra y su compañero aún sigue absorto.
—Tenemos que organizar el caso. ¿Qué demonios miras? ¿Has encontrado ya algo de interés?
—La madre de Sami le ha comprado un móvil —en la voz de Pascual hay un deje de amargura.
El comentario deja descolocada a Camino. ¿Así que era eso? No la muerta sin piernas, sino que lo que le preocupa ahora al oficial es el móvil de su hija. Suspiro profundo. Toca sacar la vena sensible que tanto le cuesta.
—¿Qué edad tiene? ¿Once?
—Doce. Se lo regaló por su cumpleaños.
—Bueno, ya lo tendrán casi todos los de su edad.
—¿Y qué? Si todos se tiran por un puente, ¿tiene que venir Noelia a empujar a mi hija?
—Qué antiguo eres, eso es de la escuela de padres del siglo pasado.
¿Vena sensible? Quién dijo qué.
—Todo lo antiguo que tú quieras —replica Pascual—. Pero a Sami le ha faltado tiempo para hacerse una cuenta en Instagram y colgar fotos poniendo morritos. Que es una cría, por el amor de Dios.
Camino disimula una sonrisa.
—Parece mayor. Ha salido grandota, como tú.
—Pues por eso mismo.
Ahora ella cae en la cuenta de lo que sucede.
—Tú la estás siguiendo.
—No, porque tiene el perfil cerrado. He creado una cuenta falsa y me estoy camelando a los amigos, a ver si me acaba siguiendo ella a mí.
La inspectora está desconcertada. El rígido oficial Molina, que la única norma que se salta es la del tabaco, espiando a su propia hija. Dicen que los adolescentes se ponen muy tontos cuando llegan a esa etapa. Camino cree que, a veces, los que se ponen tontos son los padres.
—Pero si Sami tiene la cabeza muy bien amueblada. ¿Qué necesidad hay de vigilarla como si fuera una delincuente?
—A esas edades una no se da cuenta de lo que hace.
—¿Y tú cómo sabes lo de los morritos?
—Una amiga suya tiene el perfil abierto y la etiquetó.
—Me pregunto de qué forma un carca como tú conseguiría atraer la atención de chavales de esa edad.
—Hablo su mismo lenguaje. Comparto stories, menciono a los influencers que lo petan, cosas de esas.
Ella le observa estupefacta. Era lo último que esperaba escuchar de labios del oficial. Entretanto, él ha vuelto la mirada a la pantalla.
—¡Ja! Un corazón. Sami me ha puesto un corazón.
Camino se acerca al ordenador prehistórico de la Brigada y ve una foto de un libro con una cubierta colorida de estilo infantil. Entre mariposas y tonos rosados, aparece la imagen de una chavala poco mayor que Samantha.
—Hoy es el día de publicación. Hice la foto en el escaparate de una librería cuando venía para acá.
La inspectora le mira como si no entendiera una palabra.
—Es el diario íntimo de una de sus instagramers favoritas —explica Pascual.
—Hombre, muy íntimo no será.
—Cuenta su evolución desde que le llegó la fama.
—Te juro, Molina, que no entiendo cómo no nos extinguimos. Ya está bien de tonterías. Reúne al equipo, por el amor de Dios, que tenemos a una mujer asesinada.
Pascual despega los ojos del ordenador y va en busca de sus compañeros. Unos minutos más tarde, Fito Alcalá y Lupe Quintana entran en la sala junto a él.
Alcalá es subinspector en el Grupo de Homicidios que Camino lidera desde el tiroteo al inspector Arenas acontecido en las Tres Mil. Guapo, no, atractivo más bien. Pelo cortado a cepillo, mandíbula cuadrada, ojos castaños penetrantes. Treinta y muchos, complexión fibrosa. Bíceps marcados y abdominales en tableta. Culo prieto bien puesto. La perdición para todas las mujeres que trabajan en la Brigada. No para Camino. Le irrita su chulería, pero poco a poco se van entendiendo. Aunque sea porque los dos tienen una debilidad común: Paco Arenas.
En cuanto a Quintana: policía de base, cara de las de ni guapa ni fea, concienzuda y resolutiva, con ganas de aprender y de contar con la aprobación del equipo, pero también con una mala hostia cuando se le inflan los ovarios que no te la quieres encontrar de cara. Casada con Jacobo, amo de casa regularcillo e intento frustrado de escritor, tienen un niño que les da alegrías y caldeos, como todos. Se llama Jonás y es muy rico si está de buenas, eso sí, que no se enfade, porque ha sacado el genio de la madre.
Camino carraspea, se mete en la boca un caramelo de menta para disimular el pestazo a tabaco y pide a Pascual que les ponga al tanto de las novedades.
* * *
—¿La víctima está identificada?
La pregunta la lanza Lupe en cuanto el oficial finaliza el relato de los hechos.
—Por la foto de la base de asociados al club de golf, a falta de confirmación oficial —explica Camino.
—Pureza Bermejo Cano, cuarenta y nueve años. —Pascual consulta su libreta de bolsillo—. Funcionaria de la Junta de Andalucía. Y socia del club de golf en el que le rebanaron las piernas.
Lupe hace una mueca de disgusto. Se le marcan dos arrugas verticales en el entrecejo.
—¿Casada?
—Divorciada, desde hace dieciséis años. Sin hijos.
—Entonces quizá no sea un caso de violencia machista.
—¿Por qué iba a serlo? —pregunta Pascual.
—Por probabilidad. Es la causa más común de muerte en mujeres, ¿no?
—Pero le han cortado las piernas —protesta Fito.
—¿Y qué? Algunos perpetran barbaridades contra sus antiguas parejas.
—¿Qué pasa, que los hombres somos culpables solo porque hayamos tenido una relación con alguien? —Pascual vuelve a saltar, ya de mal humor.
—Yo sí que no lo soy —replica Lupe muy molesta también ella—. La violencia es muy común en esos delitos. Recuerda los casos de este año. El último a martillazos, el anterior con arma blanca, otro con una escopeta. Por no hablar del que se llevó por delante también a los hijos.
—Mujer, estás obsesionada —dice ahora Fito con ese tono de perdonavidas que a Lupe le saca de quicio.
—Solo digo que es una posibilidad —se defiende ella.
Camino resopla. Ya están con lo de siempre. Quintana con la violencia de género, Molina llevándolo al terreno personal, Alcalá tocando las narices como norma de la casa.
—Dejadlo ya.
Pero Fito no ha acabado: tiene una teoría y piensa exponerla.
—Yo creo que es un asesino en serie.
—¿Otro? —saltan Lupe y Pascual al unísono.
—¿Qué pasa, que en Sevilla hemos comprado la patente o qué? —se suma Camino.
—Pues igual sí. Fijaos, no ha tratado de ocultar el cadáver, sino que lo ha abandonado en un lugar en el que sabe que lo encontraríamos. Está orgulloso de su obra y quiere mostrarla —explica el subinspector—. Además, se ha llevado un trofeo.
—¿Te refieres a los pies?
—Exacto. Quizá sea su primera víctima, quizá no. Pero quiere un recuerdo para revivir el placer que le ha provocado el crimen. ¿Por qué si no iba a llevárselos?
Pascual se atusa el bigote, Lupe levanta una ceja escéptica, Camino contiene un suspiro que dejaría entrever la frustración colectiva: otro asesino serial no, por favor. Esto empieza a parecerse a Estados Unidos en los años ochenta. Pero, como no tiene una teoría mejor, le deja que siga hablando.
—Además, el prototipo de serial killer mata mayoritariamente a mujeres y suele cometer actos de crueldad contra ellas. Es la forma de arrogarse el poder que no tiene en la vida real.
—¿Acaso hubo agresión sexual? —pregunta Lupe.
Camino rechaza con la cabeza.
—No tenía pinta, aunque habría que esperar a la autopsia para estar seguros.
—Ahí lo tienes —Lupe se dirige de nuevo a Fito—. El sexo es la motivación de la mayoría de los asesinos seriales.
—No era el caso de los dos últimos que hemos conocido en Sevilla —objeta Fito—. Pero, aunque así fuese, no implica necesariamente una agresión sexual. Puede ser un fetichista, como Jerry Brudos.
—¿Y ese quién es?
—Un asesino que coleccionaba zapatos —aclara Pascual—. Zapatos, no pies, Alcalá. No es que sea lo mismo.
—Pero Brudos se quedó con el pie de su primera víctima —insiste Fito.
—Como modelo para los zapatos que coleccionaba —sigue porfiando Pascual.
—¿Qué coño pasa, dirijo una unidad en Quantico y no me he enterado? Ya está bien, hay una única muerta, ¿no os parece un poco pronto para hablar de patrones y trofeos?
Camino lo ha dicho en un tono más cortante de lo que pretendía. Todos se han callado de golpe y ahora Fito la mira con un punto mitad dolido, mitad malaje. El resto espera a que vuelva a hablar y tome las riendas de la situación. De modo que eso hace: dar instrucciones a troche y moche.
—Lo primero es lo primero. Investigaremos siguiendo el procedimiento habitual y ya veremos a dónde nos lleva. Esta mujer no tiene marido ni hijos, pero alguien cercano habrá. Una madre, un primo, un noviete. Quintana, te toca a ti averiguarlo. Alcalá, tú habla con el gerente del club de golf. Que te dé una lista de las personas con las que jugaba. Molina, tú localiza en qué departamento de la Junta trabajaba. Cuando lo tengas me avisas y nos dejamos caer por allí.
Parece que la sesión ha terminado, pero alza la mano antes de que nadie se ponga en pie.
—Fito tiene razón en algo —concede—: Aquí se ha producido una escenificación. El asesino está enviándonos un mensaje y hay que decodificarlo.
—¿Cómo? —pregunta Lupe.
—Ni puñetera idea. Pero nos pagan para averiguarlo.
Al ver que aún no se mueven, se levanta ella misma.
—Ea, dadle caña. Una última cosa: premio para quien averigüe dónde carajo están los pies de esta mujer.
9.
Camino necesita pensar.
Ha hablado con el Servicio de Patología Forense, pero no le han aportado ningún dato que le sirva para avanzar. Las piernas de la mujer se cercenaron con una gruesa hoja de acero que fue perforando la carne y astillando el hueso hasta amputarlas por completo. Un estremecimiento de horror recorre la espina dorsal de la inspectora al representarse la imagen. La mujer murió por exanguinación. Con algo de suerte, habrá perdido el conocimiento en cuanto su asesino comenzó a serrar. La autopsia está prevista para dentro de dos días. Hay varios cadáveres esperando antes que el suyo y un estricto orden de entrada en la sala de corte y disección.
Camino también ha impartido nuevas instrucciones: que se curse la orden para acceder al domicilio de Pureza Bermejo, que pidan favores a la científica a ver si pueden agilizar los tiempos, que le hagan llegar una copia del dosier fotográfico de la escena del crimen por si se le hubiera pasado algo por alto.
Está sentada en el sillón de su despacho emprendiéndola contra sus roídas uñas. Para dejar de hacerlo, coge el móvil y repasa las notificaciones. Tiene una de la app de ajedrez: Alekhine72 acaba de invitarla a una partida. Se le abre la boca de la sorpresa. Hace tiempo que tiene fichado a ese jugador, uno de los que más alto puntúa en la clasificación. Se mentiría a sí misma si dijera que no se ve tentada de aceptarla. Pero cada vez que comienza una partida durante un caso no es capaz de rematarla y nada le da más rabia que perder sin haber tenido oportunidad de pensar en las jugadas.
Hace girar el sillón y observa a través del cristal cómo los goterones caen sin descanso. El ventanal da a las traseras del edificio. Desde ahí se ve una balsa de agua en los aparcamientos, da la impresión de que cualquier coche va a salir flotando de un momento a otro.
El temporal no remite y la situación no pinta bien. Sevilla ha sido una ciudad caracterizada por las inundaciones desde que fue levantada por los tartesios sobre los sedimentos del Guadalquivir. La navegabilidad del río la ha colmado de riquezas como puerto comercial, pero este cada tanto reclama lo que es suyo recuperándola con sus crecidas torrenciales.
A lo largo de los siglos, los sevillanos han vivido con la incertidumbre de no saber hasta cuándo el Baetis les permitiría vivir de prestado en sus terrenos, y han querido igualar su omnipotencia haciendo de todo por domeñarlo: desde las murallas que servían de barrera a cortas, diques, aterramientos, esclusas. Sin embargo, en anteriores crecidas el agua les demostró que sus ingenios eran vanos. Está por ver si, tras las obras titánicas operadas en la última década, el hombre ha vencido definitivamente al río.
Pero no son las lluvias lo que le quitan la paz a Camino. Eso no está bajo su control. Sí lo está tratar de averiguar qué hay tras el asesinato de Pureza Bermejo. Desea con todas sus fuerzas que el listillo de Fito se equivoque. Si fuera creyente, hasta rezaría para que esta vez se trate de algo puntual. Un ajuste de cuentas, un crimen pasional, una herencia considerable. Algo más de andar por casa, en definitiva. Aunque la hayan matado con un hacha, que suena a loco perturbado o a friki de la cultura vikinga, o sea, más perturbado todavía.
Un agente llama a la puerta y deja sobre su mesa una carpeta con las fotos tomadas de la escena del crimen. Se lo agradece con un rictus de algo parecido a una sonrisa: eso sí es eficiencia. Sin embargo, al ver en las fotografías lo que ya contempló de cuerpo presente, se ratifica en sus presentimientos: no van a rascar nada de ahí. Aun en el caso de que el criminal hubiera cometido algún descuido, el temporal ya se encargó de borrar todo rastro. Solo una cosa parece clara: la atrocidad que han cometido con esa mujer no se ha ejecutado en el campo de golf. Allí solo han llevado el cuerpo sin pies. Y eso lo hace alguien que ha premeditado muy bien su crimen.
El teléfono suena interrumpiendo todo flujo de pensamientos: es Pascual, que ya sabe dónde trabajaba la víctima. Se sacude las especulaciones y coge el paraguas. Hora de ponerse en marcha de nuevo.
10.
Milán, Italia
Barbara sale de la consulta del médico.
Se va sin despedirse del recepcionista, que ni se inmuta. Está acostumbrado. Cuando las noticias son buenas, todos se deshacen en sonrisas y cortesías. Pero cuando son malas ni le ven. Y en este caso lo son.
Los dolores de rodilla que ella consideró como síntoma de la edad han ido creciendo hasta extremos insoportables. Barbara detesta a los médicos, es de las que piensan que siempre que una va a consulta le encuentran algo y ya le jodieron la vida con sus restricciones y sus alarmismos. Mejor tirar para delante mientras se pueda. De modo que tardó mucho en acudir al especialista. Ahora ya sabe que demasiado.
El doctor Zanchetti acaba de ponerle nombre a su dolencia: osteosarcoma. También ha confirmado el estado en el que se encuentra. La biopsia de tejido tumoral, las pruebas radiológicas y el resto de los estudios no dejan resquicio a la duda: la metástasis ya se ha cebado con sus huesos. Zanchetti ha insistido en programar la operación cuanto antes. Ella ha salido de su consulta sin darle una respuesta. Necesita pensar. El dolor la tortura al andar, pero lo soporta con un estoicismo que siempre tuvo espacio en su vida.
No está triste, ni deprimida, ni siquiera furiosa. Tan solo la embarga la lucidez de constatar en los resultados de las pruebas médicas un escenario que nunca imaginó. Consulta la hora. Debería volver al trabajo para que nadie se percate de su ausencia. ¿Debería? Se recrimina por idiota. La enfermedad quizá se alíe con Caronte para cruzarla en breve a la otra orilla y todavía le preocupa que otros la juzguen. Eso sí que debería habérselo extirpado hace mucho. El pensamiento más inútil y desgastante del mundo: la opinión de los demás sobre una misma.
Mientras el diagnóstico la aplasta como una losa, ella ha seguido arrastrando los pies, se ha subido al coche y lo ha puesto en marcha. Conduce con el piloto automático de su cerebro, los nudillos descoloridos por la fuerza con que agarra el volante y, cuando se quiere dar cuenta, mira a su alrededor y comprueba que está en la comisaría de Caravaggio.
Silvio le sale al paso.
—Adivina qué.
Parece que ella dirige la mirada hacia él, pero sus pupi