El último gudari

Fragmento

1. El esmalte rosa había visto días mejores

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El esmalte rosa había visto días mejores

La madrugada en que todo acabó, Lierni llevaba una hora en vela por culpa de los ladridos que llegaban de la calle. «No debí dejar las ventanas abiertas», pensó mientras daba la enésima vuelta en la cama, empapada de sudor.

Había sido uno de esos atardeceres perezosos y el calor de la vega granadina se había eternizado hasta bien entrada la noche. Y ahí estaba ella, desquiciada por las luces de los coches que trepaban por las paredes del dormitorio, consciente de que la paciencia no era una de sus virtudes y sintiendo que no aguantaba más. Quizá por eso alargó el brazo y echó mano de la semiautomática de acción simple con la que dormía bajo la almohada, se incorporó en silencio y se marchó a investigar.

El reverbero de la Alhambra aclaraba la oscuridad del salón, pero eso era todo. Lierni se asomó a la ventana y no vio un alma en la calle; sin embargo, los ladridos seguían rasgando la noche y algo tenso, como una respiración contenida, flotaba en el ambiente.

Dejó la pistola sobre el poyete, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar el monumento andalusí entre las volutas de humo. La Alhambra estaba hermosa e iluminada, todo lo contrario que ella. Se fijó en la ventana abatida y en el reflejo que le devolvía: una cara mustia bajo un pelo rubio con evidentes raíces negras. Las uñas de sus manos no tenían mejor aspecto; de hecho, el esmalte rosa había visto días mejores. Quiso resistirse, pero los recuerdos la llevaron a los últimos momentos que disfrutó a escondidas con Valentín, antes de que todo se fuera al traste, y cuando quiso darse cuenta ya se había dejado atrapar.

«Chiqui, ten cuidado —se dijo—; «ten cuidado porque lo que hoy es melancolía, mañana puede convertirse en depresión». Se llevó el cigarrillo a la boca y el tintineo metálico de sus pulseras pareció ahuyentar los malos espíritus. «Eso es, lo sabes. Cada día que pasas en la lucha es una victoria, eso no te lo pueden arrebatar».

Y era cierto. El talde había protagonizado una campaña de ekintzas sin parangón. Se habían mantenido copando portadas y abriendo telediarios durante año y medio, y tan solo los malos recuerdos de la última etapa eran capaces de rebajarle el puntito de orgullo. «Porque cuando la piedra sale disparada de la mano, pertenece al diablo, y al final todo lo que puede salir mal, adivínalo, chiqui, acaba saliendo mal».

Tres años en la clandestinidad desgastaban como si fueran décadas, pero ella no estaba para esas cosas. La experiencia le había enseñado que no tenía sentido obsesionarse en buscar culpas si la vida no había salido como una soñaba. Le dio por pensar que sus divagaciones se asemejaban a un aforismo de Coelho, y tuvo que ahogar una risita.

Del cigarrillo solo quedaba la colilla. Lierni la estrujó contra el ladrillo del poyete y echó un vistazo en torno al salón.

Era grande, como el resto de la vivienda; un piso antiguo con techos altos. Su ama —la misma a la que ni siquiera dejó una carta de despedida, como hacían muchos otros— lo habría calificado de cuchitril, y no le faltaría razón. Sofás viejos, aparadores antiguos y cuadros de caza eran las únicas concesiones al mobiliario. El orden y la limpieza brillaban por su ausencia. En la sala de estar convivían la pila de ropa sucia del rincón con los restos de pan desperdigados sobre la mesita central. Y allá en la cocina, el fregadero estaba hasta arriba de platos sucios. En fin, ni los inquilinos ni el alquiler daban para más.

Apartó la mirada y sus ojos encontraron el cuerpo rotundo del Maguila. «Otro al que la clandestinidad ha hecho un flaco favor». Su compañero dormía sobre el sofá, con una camiseta demasiado estrecha y una panza que subía y bajaba al compás de los ronquidos. El Maguila nunca había sido un adonis, pero en los últimos tiempos se había echado a perder. «El estrés o lo que tú quieras, pero esa barriga no la tenía antes, y ese nombre de guerra no ayuda. Si hasta inspira ternura. Maguila, el gorila, con su bombín y pajarita, tan patoso como simpático».

El Maguila se había dejado ir, en todos los sentidos, y la propia Lierni se sentía cansada y veía cada vez más cerca la fecha de caducidad. Los descuidos y automatismos que podían conducirlos a la cárcel se repetían con una insistencia alarmante. A la hora de la verdad, a pesar de las obsesivas medidas de seguridad, acababan cometiendo errores básicos.

Sobre todo el Maguila, que se vanagloriaba de haber echado a fulano y a mengano del comando arguyendo que ponían en riesgo la seguridad de los demás. El mismo Maguila que tenía la feliz costumbre de trasnochar por los bares de la calle Elvira de Granada a pecho descubierto, sabiendo que su cara colgaba de carteles en estaciones y aeropuertos de toda España.

Y qué decir de Txester, durmiendo como un bendito allá en su dormitorio tras fumarse un par de porros. Seis meses atrás había alquilado una furgoneta en Málaga con su propio carnet de identidad, lo que los obligó a salir huyendo de la ciudad para evitar que los pringara.

En el fondo, la muerte les pisaba los talones como una mala detective y en cualquier momento les iba a llegar su hora. La desidia iba a hacer que cayeran, y ni siquiera se consolaba pensando que el enemigo estaba cansado, porque no lo estaba. Era una falacia que la lucha prolongada debilitara al Estado. Esa guerra que vivían hacía limpieza y erradicaba a los débiles, sí, pero también hacía al enemigo más fuerte.

Y en ese coqueteo paranoico andaba su mente cuando una intuición le golpeó las tripas. Fue algo repentino, como un calambre en el subconsciente. Da igual, el caso es que se apartó de la ventana y esperó. Luego chasqueó la lengua una, dos veces, hasta que el Maguila dejó de roncar. Eso le permitió afinar los sentidos. Oyó el roce de la tela de las cortinas, y cuando posó la mirada en la entrada del piso, vio que un par de sombras se movían en la franja de luz bajo la puerta.

Procuró no parpadear siquiera, pero lo hizo.

Transcurrieron unos segundos y el rellano quedó a oscuras.

Y en ese preciso instante se dio cuenta.

El perro llevaba un tiempo sin ladrar.

2. Asalto

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Asalto

—Por fin —masculló Luis Alkorta— alguien calla al puto perro.

Apoyado en la pared de papel maché del rellano y sudando la tensa espera, el subinspector de la Policía Nacional se había desgañitado a susurros hasta que la orden se transmitió escaleras abajo.

Sin embargo, ahora que un agente apostado en la calle se había llevado al animal lejos de allí, Alkorta no tenía claro que tanta tranquilidad fuera a beneficiarlos. Es más, el silencio que envolvía el ramal de la escalera, doblaba la esquina y se propagaba por el largo pasillo hasta el rellano de la puerta del piso franco era un silencio que le incomodaba.

—Verás tú —murmuró entre dientes.

Se pasó su arma reglamentaria de una mano a la otra para limpiarse el sudor de las palmas en su cazadora de cuero desgastada, y se acomodó la placa de policía que le colgaba del cuello. A continuación, se asomó a la oscuridad del pasillo y vio la avanzadilla de geos que regresaba de puentear los cables del cajetín del registro situado en una de las paredes, siguiendo así el procedimiento estándar para evitar que la luz a las espaldas convirtiera en un blanco fácil a los asaltantes.

Alkorta abandonó la esquina del pasillo y volvió la vista a la docena de agentes del Grupo Especial de Operaciones con los que compartía el rellano. Iban pertrechados con subfusiles, chalecos kevlar y demás parafernalia. A pesar de la penumbra, se veía que les iba la marcha, pero al mismo tiempo sus caras transmitían cierto agotamiento y sus posturas denotaban un punto adicional de rigidez. Cargaban con veinte horas seguidas de servicio a las espaldas, las normales más las extras, y aunque solo fuera por eso, Alkorta los acompañaba en el sentimiento.

Rodeada de testosterona y de aquellos hombres fuertes y experimentados que le sacaban una cabeza, destacaba la figura menuda de la oficial Reyes Bravo. Con apenas treinta años, la joven vestía de paisano, como Alkorta; llevaba el pelo recogido en una coleta tan severa como su expresión y unos vaqueros ajustados que delataban su pasado de triatleta. Mascaba chicle de forma compulsiva y, viendo la forma en que manoseaba la mano de Fátima que colgaba de su cuello, Alkorta intuyó el nudo que tendría en el estómago y sus ganas de entrar en acción.

La realidad era que muchos en el cuerpo veían en Reyes una apariencia delicada que solían comparar con la de una flor, y eso que la oficial llevaba varios años como agente operativo. Alkorta, que no se dejaba engañar, sabía mejor que nadie que su supuesta fragilidad era la de una bomba. No había más que observarla en los momentos tensos como ese. Los ojos de su compañera brillaban con una fortaleza rayana en la obsesión, y Alkorta reconocía en ella a esa rara avis, el poli vocacional dispuesto a todo. Le recordaba a sí mismo, al joven que fue, henchido de fe y creyéndose capaz de cambiar el mundo antes de que el mundo acabara cambiándole a él.

—En mi oficio he visto de todo —susurró una voz ronca—, así que espero que hayáis hecho de vientre.

El hilo de voz que transportaba la arenga de Calderón, o lo que el geo responsable del operativo entendía como tal, sacó a Alkorta de sus pensamientos. El hombre era un extremeño tosco que parecía el primo del que inventó el fuego, y apenas unas horas antes Alkorta había tenido que emplearse a fondo para que admitiera su presencia y la de Reyes durante el asalto. Como cualquiera en su posición, Calderón no veía con buenos ojos que los agentes responsables de la investigación se inmiscuyeran en los operativos de desarticulación de los comandos, aunque fuera en la retaguardia, y por esa razón fue necesario un rudo tira y afloja hasta que acabó dando su brazo a torcer. Al fin y al cabo, el trabajo de seguimiento desempeñado durante meses por Alkorta y Reyes —arriesgando el pellejo, viviendo en una furgoneta camuflada, alimentándose de comida basura y meando en botellas de plástico— bien merecía una pequeña recompensa o, cuando menos, hacer la vista gorda.

—Dios no lo quiera —prosiguió Calderón, mirando uno a uno a sus hombres—, pero si un balazo se cuela bajo el chaleco, empieza a rebotar ahí dentro y arma una pelotera del copón. La mierda se junta con la sangre, y si sobrevive uno a la herida, después la palma de septicemia. Lo importante es tener la menor cantidad de bacterias ahí abajo, así que espero que hayáis plantado un pino como es debido.

Los geos asintieron. Daban la sensación de estar acostumbrados a Calderón y a sus peculiares discursos motivacionales.

Alkorta y Reyes no. Los dos cruzaron una mirada. Él le hizo un gesto para que se ajustara el chaleco antibalas y ella respondió con una mueca de enfado. Aquello derivó en un enfrentamiento gestual entre los dos, un «No me jodas» mímico por parte de él y un «Tranquilo» por parte de ella, hasta que Reyes cedió y se ajustó el chaleco con un gesto final. «¿Contento?». «Sí, contento».

Mientras tanto, Calderón seguía a lo suyo.

— ... y actuad con decisión, pero que nadie se coloque con la adrenalina. Cuando terminemos, yo me vuelvo a casa con mi santa y mis niñas, y vosotros hacéis lo que os salga del carajo. —Divisó a Reyes, allá al final de la fila entre aquellos gigantes—. Con perdón.

Reyes forzó una sonrisa tensa y Alkorta hizo un esfuerzo para no poner los ojos en blanco.

Los geos se afanaron en ajustarse las máscaras y los visores nocturnos y se acomodaron los subfusiles, en silencio y coordinados.

Calderón gesticuló «Adelante», y abandonó el rellano.

Sus hombres le siguieron y avanzaron con sigilo por el pasillo, a paso rápido y en fila de a uno. Alkorta y Reyes iban detrás, con precaución y la pistola en la mano. Pasaron por una puerta tras la que se oía flamenco fusión y junto a otra que dejaba escapar un sabroso olor a cuscús. De repente se oyó el quejido de unas bisagras a sus espaldas.

—Reyes —susurró Alkorta, pero ella ya se había dado la vuelta.

Una vecina se asomaba por el resquicio de la cadena de seguridad de una de las puertas. Iba en camisón y se tocaba la redecilla que le cubría el pelo.

—Pero, bueno... —exclamó—. Pero ¿esto qué es?

Reyes se llevó el dedo a los labios e hizo dos ademanes bruscos con la pistola. Aquello bastó para que la mujer, asustada y de mala gana, se encerrara en su apartamento, y seguramente se pusiera a espiar por la mirilla.

Siguieron recorriendo el pasillo y se colocaron tras los geos, que ya se habían parapetado a un lado y a otro del piso franco. Alkorta flexionó las piernas y sostuvo con ambas manos la pistola. Reyes adoptó la postura de los libros de texto de la academia. Colocándose el arma junto a la pierna, quitó el seguro y se limpió el sudor de la cara.

Ni un solo ruido parecía turbar la tranquilidad al otro lado.

Calderón acopló una carga del tamaño de un mechero en el pomo de la puerta y verificó que el explosivo estaba bien cebado. A continuación, sacó un pequeño aparato electrónico, miró a sus hombres, alzó la mano y formó un círculo con el índice y el pulgar.

Todos se separaron un palmo del quicio de la puerta.

Sin más preámbulos, Calderón apretó el botón del control remoto de la carga explosiva y se produjo un estampido seco e instantáneo.

Piezas de la cerradura y astillas de madera se esparcieron en todas las direcciones en medio de una gran humareda, pero enseguida se dieron cuenta de que la explosión había sido insuficiente. La puerta estaba desarbolada y permanecía atrancada, dejando un espacio muy estrecho entre ella y el propio marco.

Por segunda vez, Alkorta temió que algo se torciera.

Calderón pegó una patada a la puerta, empujó, se apretó como pudo contra ella y a base de pundonor entró con todo por la pequeña apertura.

Un geo enfiló detrás. Y otro. Y otro más, pegado a sus talones.

—¡Vamos, vamos, vamos!

Los geos se colaron en tromba, animándose unos a otros e irrumpiendo como un vendaval, visores activados, subfusiles en alto, perforando la oscuridad con sus luces infrarrojas.

Alkorta se apresuró tras el equipo de apertura. Al acceder al interior del apartamento se vio envuelto por el humo y un silencio que le desconcertó. No veía a nadie, pero en poquísimos segundos alguien gritó:

—¡Aquí hay uno!

Alkorta avanzó un par de metros y vio al Maguila, que, en shock a causa de la explosión, había basculado sobre el borde del sofá y se había dejado caer al suelo.

—¡Quieto, hijoputa! —gritaron dos geos mientras se le echaban encima.

Uno de ellos le puso la bota en la cabeza y otro, la rodilla en la espalda, pero casi no hacía falta; el Maguila ya se había colocado boca abajo con las manos en la nuca.

Alkorta entornó los ojos; el humo le molestaba cada vez más.

Reyes apareció a su lado.

Alkorta le hizo un gesto para que revisase la puerta de la sala de estar. Reyes se asomó y creyó ver a una figura femenina cruzando por en medio del largo pasillo que dividía el piso.

Alkorta también la vio.

Reyes desvió la pistola rápidamente hacia ella.

—¡Alto! —gritó.

Pero Lierni no parecía dispuesta a ponerlo tan fácil. Echó a correr hacia la parte trasera del apartamento y desapareció. Sabía adónde iba.

Reyes salió tras ella y se adentró en la humareda.

Alkorta no tuvo más remedio que esprintar tras las dos. Apenas había recorrido unos metros cuando oyó:

—¡Al suelo! ¡A ver las manos!

Se topó de bruces con Reyes, que se había parado y encañonaba a Txester, un joven que salía somnoliento y desorientado de su dormitorio y miraba a todos como si no entendiera nada.

—¡Las manos, cabronazo! —repitió Reyes.

Sacudió la pistola delante de sus narices y Txester la siguió con la mirada, hasta que se echó al suelo y se abrió de brazos sin titubear.

Un geo que salía de otro dormitorio cayó sobre él.

—¡Eh, mierda! —se quejó Txester entre dientes.

Oyeron un portazo al fondo del apartamento.

Alkorta apartó al geo, saltó sobre Reyes y corrió por el pasillo en dirección al lugar de donde provenía el sonido.

Enseguida llegó a una puerta cerrada y oyó el sonido de un pestillo intentando encajar en el cierre. No se lo pensó dos veces. Encogió el hombro y percutió contra la hoja de madera. Fue capaz de abrirla de par en par, dejando parte del marco carcomido colgando del travesaño superior, y, además, con la inercia de la carrera embistió a Lierni sin contemplaciones, empujándola a través de una estancia que resultó ser el cuarto de baño de la vivienda.

Los dos cayeron sobre la bañera enredándose en las cortinillas de plástico. El arma de Lierni se le escurrió de las manos, voló por los aires y acabó deslizándose sobre el suelo de mármol descascarillado. Ambos empezaron a forcejear; Alkorta se dio en la cabeza con el pico de una estantería, y al sacar la pierna de la bañera, Lierni se golpeó la espinilla con el bidé. Alkorta se echó sobre ella, pero Lierni consiguió patearle y quitárselo de encima, liberó un brazo y lo alargó hacia la pistola que yacía en el suelo.

Justo en el instante en que la rozaba, se encontró a dos palmos de la cara el cañón de otra arma, y a Reyes detrás, empuñándola.

—Anda, cógela —le retó la oficial.

Durante lo que pareció una eternidad, ninguno de los tres se movió; ni Alkorta, ni Lierni, ni Reyes. Luego, se oyeron en rápida sucesión las voces de los geos.

—¡Limpio!

—¡Está habitación también!

—¡Limpio!

Lierni apretó los labios y, con cuidado, alejó la mano del arma.

Alkorta terminó de inmovilizarla, la colocó boca abajo y le puso las esposas. Reyes procedió a cachearla. Terminaron el protocolo y la levantaron sin miramientos. La entregaron a dos geos que aparecieron por el pasillo, y se quedaron mirando a la etarra mientras se la llevaban.

Poco a poco, con más dificultad de la que deseara, Alkorta fue recuperando la respiración.

—Se te ve cascado, Luis.

Alkorta le dedicó una mirada cansada y se rascó el chichón que ya empezaba a notar en la coronilla.

—Estoy de lujo —consiguió articular.

—Menos mal, por un momento creí que te estabas haciendo viejo.

Una sonrisa asomó entre los labios de Reyes, como si fuera una niña traviesa con un problema de disciplina.

Alkorta pensó que le recordaba a esa chica pequeña nacida para ser salvaje, como aullaban los Steppenwolf en su canción. Una chica que solo sabía ir a tumba abierta. Sin saber por qué, aquel pensamiento le hizo sentirse mayor. Frisaba los cuarenta y llevaba ya demasiados porrazos y demasiados bares a cuestas. Creía estar de vuelta de todo, y no es que empezara a añorar el mundo de antes, sino que añoraba su juventud de antes. Le dolía hasta el alma, pero luego, enseguida, pensó: «Qué cojones, todavía queda algún baile en este cuerpo».

3. Crees que eres mejor que yo, pero no lo eres

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Crees que eres mejor que yo, pero no lo eres

La caja de material incautado que venía cargando pesaba tanto que Reyes se detuvo en el salón y la dejó descansar sobre su cadera, frente a los hombres de Calderón que custodiaban a los detenidos. Lierni, el Maguila y Txester permanecían sentados en el suelo; estaban magullados, esposados y cabizbajos, como si les hubieran robado la dignidad.

Reyes señaló un corte en la mejilla de la etarra.

—Límpiasela. No queremos que el juez la vea así, ¿no?

Hubo un par de miradas hostiles. La primera procedía de Lierni; la segunda, del geo al que iban dirigidas sus palabras. Era un joven de físico trabajado y actitud arrogante, y parecía dispuesto a mantener su subfusil cruzado en prevenga, sin la menor intención de moverse.

Para Reyes, la reacción de la etarra venía de serie. La expresión del geo, en cambio, le parecía un producto de la rivalidad entre policías de distintas unidades, y por ahí no pasaba.

Quizá porque todavía quedaba mucho trabajo por delante, Reyes se acercó hasta el geo y, sonriéndole con dulzura, le espetó:

—Compi, tanto gimnasio y tantas pesas y no tienes dos dedos de frente. Haz lo que te digo y no me jodas, que conmigo te la juegas.

El geo inclinó la cabeza, como si no estuviera seguro de lo que acababa de oír, pero Reyes apretó la mandíbula y usó esa mirada suya tantas veces ensayada a lo largo de su vida profesional.

Debió de surtir efecto, porque el geo apartó los ojos y, a regañadientes, se puso a rebuscar un pañuelo en el bolsillo mientras Reyes cogía su caja llena de cachivaches y se alejaba con ella bajo el brazo.

El registro del domicilio estaba en plena efervescencia y no tardó en cruzarse con varios especialistas de la Policía Científica. Iban a la búsqueda de huellas dactilares con sus kits, enfundados en buzos blancos, guantes y fundas de zapatos. Reyes tuvo que echarse a un lado para dejarlos pasar antes de proseguir y llegar hasta el dormitorio situado al fondo del apartamento. Allí, otros agentes de paisano se movían de un lado a otro, intercambiaban información, tomaban notas, sacaban fotografías, abrían cajones y miraban papel por papel, libro por libro.

Reyes encontró a Alkorta junto a una repisa. Estaba examinando una carpeta entre las manos.

—¿Qué me traes? —gruñó al verla.

La oficial dejó descansar la caja de cartón sobre la cama. En su interior había un envase de ColaCao. Alkorta sacó un bolígrafo y, ayudándose de este, inspeccionó su contenido. Era una mezcla cristalina de color blanquecino que poco tenía de cacao en polvo.

—Pentrita —apuntó Reyes—. Cuidado.

—No es mucho. Da para incendiar el piso y borrar rastros.

Reyes introdujo la mano en la caja y le mostró un par de aparatos electrónicos.

—Sistemas antibaliza.

Alkorta los sopesó y los devolvió a la caja sin decir nada.

—Y dos pipas en la cocina —añadió Reyes, sintiendo la necesidad de dar más datos—. Sig Sauer y nueve milímetros. Lo habitual.

—Que Balística compruebe los números de serie para ver si coinciden con las del robo de Cahiers. Mira esto.

Reyes se acercó. Alkorta abrió la carpeta y le mostró un cuadernillo de espiral con anotaciones y otros documentos.

—Es todo un poco confuso, pero puede haber algo —le explicó Alkorta mientras empezaba a pasar recortes de periódicos, fotos tomadas con teleobjetivo, rutas marcadas en un callejero y planos de varios edificios—. Aquí, los nuevos juzgados de la Caleta... Este, la comisaría de la plaza de los Campos... Aquí, el ayuntamiento en la plaza del Carmen...

Reyes escuchaba mientras Alkorta desgranaba los detalles en un tono directo, sin rodeos, de profesional consumado. Le hacía gracia cómo arrastraba ese deje callejero que revelaba sus orígenes humildes sin traicionar un lenguaje preciso, cartesiano, como el de un ingeniero. Siempre le había parecido un tipo gallardo y descreído, con una cara amable marcada de arrugas, fruto tal vez de muchas decepciones. La barba anárquica que le caía en cascada tapándole el tatuaje del cuello y la chaqueta de cuero a la que jamás renunciaba le hacían parecer un rocanrolero paramilitar; mitad guerrero, mitad poeta.

—¿Qué estarían organizando? —preguntó Reyes.

Las cejas de Alkorta se alzaron con malicia.

—Estos no organizan ya ni una despedida de soltero —dijo, y tras introducir la carpeta y otras evidencias en una bolsa de plástico con cierre hermético indicó a Reyes que le siguiera.

Atravesaron juntos el apartamento, y al entrar en la sala de estar Alkorta se paró a saludar al juez que instruía el caso. El magistrado se había presentado con su séquito, un forense y la secretaria judicial. Acababa de llegar y llevaba cara de pocos amigos, como si alguien le hubiera obligado a madrugar. Mientras echaba un vistazo alrededor y se limpiaba el sudor de los carrillos con un pañuelo bordado, se puso a conferenciar en voz baja con la secretaria. Ella se movía sobre los cristales rotos del suelo como una funambulista y transcribía en un bloc de notas lo que el juez le trasladaba.

El juez informó a los detenidos de sus derechos y les aclaró que habría un interrogatorio posterior en dependencias policiales. Lierni y sus compañeros escucharon en silencio y con expresión desconfiada.

Alkorta esperó, prudente, a que el juez terminase para intervenir.

—Solo unas preguntas, señoría.

—Pocas y cortitas —respondió el magistrado de forma tajante.

En ese momento sonó un móvil. La secretaria respondió y se lo pasó al juez, que, buscando cierta privacidad, se disculpó, navegó a través de la multitud de policías y se marchó a la entrada de la vivienda para atender la llamada.

Alkorta ignoró a Txester y al Maguila y se acuclilló frente a Lierni. Alargó el brazo y señaló las esposas que engrilletaban a la etarra.

—Son nuevas, por eso aprietan. No gires las muñecas y bajará la hinchazón.

El tono era amable, pero no se podía discernir si era una pose o había sinceridad en sus palabras.

Lierni escudriñó el rostro de Alkorta con cautela.

Reyes se apoyó en la pared, y sin conciliar su antipatía por la joven entrecruzó los brazos sobre el pecho y se dispuso a observar en silencio.

—Te seguimos desde hace tiempo —prosiguió Alkorta—, desde el atentado a la casa cuartel. Sabemos que eras la dinamizadora del comando, que te hacías pasar por estudiante de Ciencias Ambientales y que teníais varios objetivos. —Hizo una pausa para marcar que había llegado a donde quería llegar—. Solo nos queda por saber qué estabais tramando.

—No sé de qué me hablas.

Alkorta se irguió, recuperando toda su envergadura.

—Es extraño —dijo mientras la miraba hacia abajo—. Verás, la explosión del coche bomba de la casa cuartel lanzó por los aires el reposacabezas de un asiento y, fíjate qué mala suerte, nuestros especialistas encontraron en él restos de tu ADN.

Era la técnica favorita de Alkorta. Usar la fuerza de su oponente contra sí mismo, como en el judo.

—Mala suerte, amiga —dijo Reyes—. Ahí te ha pillado.

Por un segundo se pudo apreciar un leve titubeo en la etarra, como si se preguntara qué otros detalles de su periplo vital conocían aquellos dos policías. Sin embargo, aquella expresión no tardó en disiparse. Lierni adoptó un retraimiento absoluto y devolvió una mirada de ojos oscuros y desafiantes.

—Los txakurras no os enteráis —murmuró—. Si Franco no pudo con ETA, ¿qué coño vais a poder vosotros?

Reyes descruzó los brazos.

—Hay mucho poli gilipollas, no seré yo quien diga otra cosa. —Señaló las esposas que sujetaban las muñecas de Lierni—. Pero, desde luego, viendo cómo habéis acabado vosotros, los gudaris tenéis que ser torpes de cojones.

Lierni tensó el cuello y su mirada tropezó con la de Alkorta.

Este lanzó el pulgar hacia Reyes y añadió:

—A mí no me mires; yo la tengo que aguantar todos los días.

Reyes balanceó su peso de un pie al otro y volvió a atacar.

—Lierni, a estas alturas, que colabores solo te puede ayudar.

—No vamos a colaborar con los cuerpos represivos de un Estado que oprime a Euskal Herria y niega sus derechos.

La voz de la etarra era monótona y arrastraba un sonsonete cansado.

—Ya veremos —dijo Reyes—. Con cubatas y un porrito, seguro que cantas La Traviata.

Lierni clavó la mirada en la agente.

—Seguro que te lo pasarías muy bien conmigo —replicó—. A solas, así esposada, torturándome en una habitación sin ventanas.

—Yo jamás haría eso, mujer —repuso Reyes con sarcasmo.

—Sí que lo harías; crees que eres mejor que yo, pero no lo eres.

—No me creo mejor que nadie; no tengo Rh mágico como tú.

—Lo harías. Lo llevas escrito en la mirada.

Quizá fuera la velada acusación, o la calma con la que la había ejercido, pero Reyes era consciente de que Lierni le estaba tomando la matrícula. Y eso no le sentó nada bien.

—Valiente desgraciada —murmuró, y dio un paso al frente hasta cortar distancias y pegar la cara con la de la detenida.

Alkorta miró hacia el pasillo, temiendo que el responsable judicial reapareciera en cualquier momento.

—Reyes... —masculló en tono de advertencia.

Pero fue inútil. El destello en los ojos de Reyes no presagiaba nada bueno, y ella misma no se dio cuenta de que se había movido hasta que agarró a Lierni de la oreja y empezó a gritarle:

—Vergüenza debería darte, con todo el dolor que has causado. Escúchame, ¿me escuchas? ¡Barato te va a salir, hija de...!

Unos geos miraban al techo como si buscaran telarañas y otros desviaban la mirada hacia la entrada. Alkorta rodeó a Reyes con los brazos y la separó de la detenida. Lierni se llevó las manos esposadas a la oreja que empezaba a enrojecerse y ahogó una mueca de dolor.

Justo en ese momento, el juez regresó al salón.

—¿Qué significa esto? —preguntó boquiabierto.

Estaba con el móvil en la mano y una expresión extraña en la cara, como si le hubieran estafado. No tardó en percatarse de la situación.

—Se acabó —ordenó el juez—. Alkorta, saca a tu gente de aquí.

—Ya habéis oído —dijo Alkorta.

Los geos pusieron en pie a los detenidos, y Alkorta asió a Reyes del codo y la arrastró hacia el pasillo de la vivienda. Cuando dejaron atrás la sala de estar, Alkorta soltó a su compañera y se encaró con ella.

—Lo que has hecho ahí dentro es de ser un puto pepinillo.

—No me pongas en duda; soy una profesional.

—¡Pues compórtate como tal!

Reyes se echó hacia atrás con las manos en alto.

—Vale, vale. Lo siento, Luis.

—¿Lo siento?

Aquella disculpa no era suficiente para Alkorta, y Reyes abandonó su gesto de fingida inocencia, dispuesta a presentar batalla. Sin embargo, el conato de enfrentamiento fue interrumpido por Calderón.

—¡Eh, parejita!

El extremeño descorrió la cortina de una ventana que daba a la calle.

Allá fuera el cielo ya empezaba a clarear, y como si hubieran estado esperando a la vuelta de la esquina, varios reporteros y un equipo de televisión plantaban sus cámaras sobre la acera.

—Ya tenemos aquí a los «periolistos» —anunció Calderón.

Alkorta soltó un bufido.

—¿Cómo es posible?

—Alguien ha soltado hasta la talla de faja de la madre que lo parió —respondió Calderón con toda naturalidad.

La cara de Alkorta era todo un poema.

—Con el tinglado todavía en marcha... Hay que joderse.

Calderón se encogió de hombros y Reyes tiró a Alkorta de la manga.

—Déjalo, Luis —le dijo ella en un tono amable que buscaba hacer las paces—. Ven, quiero que veas algo.

Alkorta meneó la cabeza y la siguió, refunfuñando entre dientes.

Reyes le llevó hasta el cuarto de baño. Era un aseo amplio y antiguo, como el resto del piso. Sin embargo, a pesar de disponer de lavabo y de una mesita tocador con armaritos, carecía de ventanas.

—Adivina qué es lo que no cuadra aquí —dijo Reyes.

—Me rindo —gruñó Alkorta.

Reyes le dedicó un cansado arqueo de cejas.

—Soy poli, no astrólogo —se disculpó Alkorta.

—Luis, en serio. Mira, ponte en su piel. No tengo escapatoria y corro a encerrarme aquí, un sitio sin ventanas donde uno no se hace fuerte.

Alkorta examinó durante unos segundos el espacio a su alrededor.

—No tiene sentido a no ser que busques algo —aventuró.

—Eso es. Algo que destruir.

—Te recuerdo que la cacheamos y estaba limpia.

—Tal vez no le diéramos tiempo a encontrar lo que buscaba.

—No es mala idea. Encaja.

Alkorta pareció olvidar su cabreo y los dos se pusieron a rebuscar. Escudriñaron cada palmo del cuarto de baño. Quitaron el espejo y sacaron la tapa del estanque del váter. Alkorta usó las llaves de casa para hurgar entre las baldosas del suelo. Reyes se ayudó con la culata de su pistola y comenzó a golpear sobre la cerámica de las paredes.

Tras una búsqueda tan concienzuda como infructuosa, Alkorta agachó la cabeza y se dejó caer sobre la mesita tocador. Reyes, absorta en sus pensamientos, se puso a tamborilear con las uñas de los dedos sobre el quicio de la puerta. Estaban a punto de darse por vencidos cuando Alkorta apreció unas hendiduras en el suelo. Se acuclilló y acarició los arañazos sobre la baldosa en la que se apoyaba el pie del tocador.

—Alguien ha arrastrado este armatoste —murmuró.

—Son recientes —dijo Reyes, y su voz sonaba excitada.

Alkorta movió la mesita tocador y ella se asomó tras el mueble, pero el revestimiento de la pared del baño estaba impoluto, sin marcas. Reyes golpeó con el puño buscando alguna oquedad y no halló nada. Se incorporó y vio que Alkorta estaba mirando el sucio techo de fibrocemento y la rejilla de ventilación que caía justo sobre ellos.

—Ojito —la alertó Alkorta.

Reyes se apoyó en el hombro de Alkorta y se aupó sobre la mesita tocador. Echó un vistazo a la rejilla y reparó en las marcas de unos dedos sobre el polvo del borde metálico. Sacó una moneda del bolsillo y procedió a desenroscar los tornillos que unían la placa de la rejilla al listón del techo. A continuación, aceptó la linterna que le tendía Alkorta, se puso de puntillas y alumbró con su haz de luz el interior del tubo.

—Veo algo.

Reyes sujetó la linterna con la boca e introdujo todo el brazo en el conducto. Palpó en la oscuridad. Sintió el frío del latón y las virutas metálicas hasta tocar un cartón. Alargó aún más el brazo, acabó extrayendo una caja de zapatos y se la entregó a su compañero.

—Cuidado, mucho cuidado —le advirtió Alkorta mientras depositaba la caja con precaución sobre la tapa del váter.

Reyes descendió del mueble, cogió el bolígrafo del bolsillo de la cazadora de Alkorta —un gesto íntimo— y, como le había visto hacer en innumerables ocasiones, lo usó para levantar la tapa del cartón.

En el interior de la caja había un objeto envuelto en una bolsa de plástico. Reyes abrió la bolsa con cuidado y descubrió un disco duro con una pegatina del escudo de la Sociedad Deportiva Eibar. Se veía antiguo, pero daba la sensación de estar en perfecto estado.

Los dos levantaron la vista de la caja y cruzaron una mirada.

—Champán para todos —dijo Reyes.

Parecía sentirse como una niña no ya con zapatos nuevos, sino con sus primeros zapatos.

4. Contamos contigo

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Contamos contigo

A unos ochocientos kilómetros de Granada, en ese preciso instante, Jone Larrucea hacía café para dos en la cocina de su piso de Mondragón. Por la ventana podía ver las primeras luces del alba asomando entre las calles y los bloques de viviendas del barrio de Makatzena, donde un par de almas pululaban aquí y allá, tanto o más vespertinas que ella.

Jone se anudó el albornoz que le cubría el pijama y se atusó el pelo. Los cabellos aplastados en la coronilla no favorecían su corte a lo garçon, pero a ella le importaba bien poco que Ramón Gamboa la viera de esa guisa. Al fin y al cabo, había sido el propio Gamboa, sentado en ese momento frente a la mesita blanca de su cocina, releyendo las notas manuscritas en su libreta Moleskine, quien se había presentado en la casa a horas intempestivas. Tampoco era la primera vez que aquello sucedía.

El café gorgoteó.

Jone sirvió un par de tazas y entregó una a Gamboa.

—Con dos azucarillos, como a ti te gusta.

Eskerrik asko.

—Para que veas lo bien que te trato.

Gamboa hizo una ligera inclinación de cabeza; pero, al removerse en la silla, una mueca de dolor traicionó su gesto de gratitud.

—La próstata —ofreció como explicación—. Da gracias a Dios de que ahí tienes una preocupación menos.

Apoyada en la encimera, Jone le dedicó una sonrisa desigual y se quedó observándole mientras Gamboa continuaba enfrascado en su lectura. Con ese bigotón a punto de barrer el suelo y sus gafas de montura, su visitante irradiaba una bonhomía sin igual. Su camisa a cuadros y su chaleco Lacoste remataban su apariencia de septuagenario afable. Jone le conocía desde que tenía uso de razón y siempre había sido así; un joven añoso al que ya parecía estar rondando la muerte. Siempre serio, con su cuaderno y sus cuentas; siempre preocupado por las labores que desempeñaba en la Organización; siempre vigilante.

Incluso en ese momento, como si de un tic nervioso se tratara, Gamboa echaba de vez en cuando una ojeada bajo la mesita para comprobar que la mochila veraniega que había llevado consigo seguía descansando a sus pies y no había echado a andar por su propia voluntad. Era una de esas mochilas de propaganda con asas de cuero, adornada con un bordado de la Consejería de Turismo que rezaba EUSKADI: VEN Y CUÉNTALO.

Jone no pudo evitar anotar en un resquicio de su mente la ironía que ocultaba aquel eslogan y dio un primer sorbo a su café.

—Ramón —dijo enseguida—, más te vale que sea importante.

Pero Gamboa seguía enfrascado en sus apuntes.

—Déjame un momento que lea esto —contestó.

Jone se puso de puntillas y se asomó sobre la libreta, como si pretendiera atisbar algo en aquellas notas misteriosas.

—¿Dice ahí algo de cuándo vais a llevar al Estado a la negociación? —preguntó con sarcasmo.

Exasperado, Gamboa cerró la Moleskine y se entretuvo en acariciar el cierre elástico de las tapas color marfil. Quizá lo hiciera con el afán de ganar tiempo, pero enseguida notó el gesto impaciente de su anfitriona y se centró.

—Hemos tenido otra caída, Jone.

—No podéis decir que sea una sorpresa.

En un gesto muy suyo, Gamboa se llevó los dedos bajo las gafas y se pinzó el puente de la nariz en un esfuerzo por aumentar su concentración.

—Nos llamaron del periódico para avisarnos, no hará más de un par de horas... ¡Me cago en Sos y en la madre que los parió!

Jone endureció las facciones del rostro.

—Tranquilízate, Ramón, que tengo a mi hijo durmiendo.

—Es que no me lo explico, Jone; pero no podemos seguir así.

—¿Qué esperas? Los tienen cogidos de los hilos; la Organización está comida.

Gamboa asintió, aceptando con pesar semejante diagnóstico.

—Lo está, lo está. Putos topos, tenemos a los txakurras todo el día encima, parece que tengan un GPS metido en el culo. Habría que preparar una encerrona para destaparlos a todos. A todos.

Su voz era rasposa, como piedras rodando montaña abajo, y sus palabras contrastaban con su apariencia de ciudadano ejemplar.

Con la tranquilidad de la que carecía Gamboa, Jone dio un nuevo trago al café. Su mirada no cambió en lo más mínimo; ni siquiera se inmutó, quizá porque era poco dada a sentimentalismos y postureos.

—El otro día en el juzgado escuché un chiste. Te va a encantar cuando lo oigas. El final de la Organización serán dos txakurras decretando el final de la Organización.

Gamboa le lanzó una mirada.

—Eres la hostia, Jone.

—¿Qué quieres que haga? ¿Os aplaudo?

—Coño, no lo sé, pero parece que disfrutas.

Jone se sentó al otro lado de la mesita.

—En vez de venir a llorarme deberíais ir a Francia y decirles a nuestros mayores que se miren las tripas de una puñetera vez.

—Lo haremos a su debido tiempo.

El viejo agachó la cabeza y refugió la mirada en su taza.

Jugó con la cucharita durante un rato y alzó la cabeza para mirar a Jone por encima de las gafas con fuerzas renovadas.

—¿Qué me dirías si te propongo llevar la defensa de los últimos activistas que han caído?

Jone se echó a reír.

—Diría que estáis muy desesperados.

—Contamos contigo, Jone.

—Prueba otra vez; con esa frase no vas a llegar muy lejos.

Gamboa resopló, un bufido corto y seco.

—Jone, te conozco. Durante el fiasco de Galdumar en el ochenta y nueve, ahí estuviste. Y también en plena crisis del sindicato cuatro años después. Sin ti no habríamos solventado todo aquello.

—Sigue intentándolo.

—Eres de las que no fallan. Eres una militante de las de verdad.

El rostro de Gamboa mostraba tal sensación de desamparo que motivó un resoplido, esta vez por parte de Jone.

—No entiendo por qué siempre recurrís a mí.

—Porque eres la mejor.

Jone no se molestó en esconder su contrariedad. Por más que intentara apartarse, siempre acababan enredándola. Sentía que había vendido su alma para obtener el estatus del que disfrutaba en el movimiento. Y eso era lo malo que tenía el venderle el alma a alguien: que ese alguien nunca se olvidaba de pasar a cobrarse sus servicios. Esa era su tragedia, y lo peor era que ni ella misma sabía si tenía fuerzas para escapar. Al abrir la boca para dar una respuesta, su propia voz le pareció muy débil, como si viniera de lejos.

—Es importante saber quién ha judicializado las detenciones.

Gamboa, entendiendo que aceptaba su petición, esbozó una sonrisa satisfecha y abrió de un golpe su libreta de tapa de marfil.

—Todavía no lo sabemos, pero lo sabremos. —Sacó una estilográfica Montblanc y empezó a anotar en una de sus páginas, arañando el papel con la pluma como si fuera una pequeña zarpa—. ¿Tal vez el Garzón? —aventuró.

Jone negó con la cabeza.

—No es él; no está de guardia esta semana. —La mente de la abogada se había puesto a trabajar a toda máquina y su voz adquirió un nuevo brío—. Da igual. Reserva billetes y hotel en Madrid. Quiero la fecha de entrega de los nuestros en la Audiencia. Hay que averiguar el equipo que manda la Fiscalía. Llama a Paco Rey, que seguramente sabrá más cosas a lo largo de la mañana. Y otra cosa, la rueda de prensa tiene que estar convocada para hoy a mediodía.

Gamboa terminó de tomar sus notas y alzó la vista.

—En cuanto esto se sepa, las familias van a freírnos a llamadas.

Jone encogió sus hombros puntiagudos.

—Aquí somos todos mayorcitos; ya sabían en lo que andaban sus hijos. —Golpeó un par de veces con el dedo sobre la mesa—. Anticípate a la jugada. Llama a la gente y empieza a organizar las concentraciones.

Gamboa asintió y cerró la Moleskine. Hizo una inhalación profunda y, con cierta dificultad, se puso en pie.

—Me marcho. Menuda semanita me espera.

Jone echó un vistazo furtivo a la mochila que, como el gran elefante en la habitación, descansaba en el suelo de su cocina. Se preguntó por el número de billetes que contendría. Gamboa podía haberse labrado una imagen de persona sencilla, alejada del boato, pero Jone le había visto manejar grandes cantidades de dinero en el pasado.

—¿Piensas desaparecer, Ramón?

—Tan solo unos días.

—En ese caso, saluda de mi parte a nuestros exiliados franceses.

El viejo alcanzó la mochila y se la cargó al hombro, como si quisiera dar por finalizado el encuentro sin entrar en más detalles.

—¿Sabes por qué nos llevamos tan bien tú y yo, Jone? Porque nos une nuestro amor por el trabajo. Tú no te metes en mis asuntos y yo no me meto en los tuyos.

Con Gamboa, Jone tenía la sensación constante de que faltaba por explicar lo más importante, quizá lo más comprometedor. Siempre había algo elusivo en él, como si no terminara de estar allí.

Gamboa sonrió y la cara se le llenó de arrugas.

—Sí, Jone. Si todos actuaran como nosotros, la Organización lo agradecería. Si todos mantuvieran sus funciones compartimentadas, ya verías tú que habría menos caídas cada vez que se produjera una cantada.

—Venga, Ramón, no me cuentes historias.

Jone empezó a recoger las tazas de la mesa, pero el viejo permaneció en la cocina. Parecía entretenerse sacando brillo a los cristales de sus gafas y, por segunda vez, a Jone se le antojó como un anciano vulnerable y quebradizo.

—Hay algo más —dijo Jone—. Algo que no me has contado.

Gamboa levantó la cabeza y lanzó una mirada avergonzada.

—La Dirección quiere colocarte a un novato, un tal Asier Ezkieta.

—No me suena.

—Es uno de los chavales de Usabiaga.

—No necesito que me endilguéis a un enchufado.

—Estuvo en Ikasle Abertzaleak y en Segi, antes de la ilegalización, y salió escupido de allí. No se hablaba ni con unos ni con otros. Ahora, también te digo, cuando todos son tan malos y yo soy tan bueno, algo huele mal. Tendrá lo suyo el chaval.

—¿Ves?

—No, no veo. Usabiaga lleva dándome el coñazo con esto desde tiempo inmemorial, y yo no hago más que mandarle a tomar por culo.

—Vaya, es reconfortante saber que tratas a Usabiaga como a todos los demás.

—La cuestión es que ya no puedo darle más largas y tú tienes mucho trabajo. Así que, por favor, no seas obtusa.

—Esa palabra te viene grande, Ramón.

—Y a ti no te vendría mal un poco de ayuda. —Gamboa bajó una marcha adoptando un tono conciliador—. Se trata de que el chaval te ayude y de que tú le enseñes el tejemaneje. Ya sabes, déjate llevar.

—¿Tiene experiencia?

Gamboa se encogió de hombros.

Jone suspiró otra vez.

—O sea, que no puede estar más verde.

—Esto viene de arriba y es un tío espabilado, no va a darte muchos quebraderos de cabeza. Así que aplícate el cuento.

Jone se quedó mirando a su viejo amigo. Luego se apretó de nuevo el cinturón del albornoz y, a regañadientes, acabó asintiendo.

Ante todo, era una militante.

5. Un ángel caído del cielo

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Un ángel caído del cielo

Apenas eran las ocho de la mañana y Felisa, que ya había tenido tiempo de ir a misa y al mercado, regresaba cargada con las bolsas de la compra a su piso en la barriada de San Andrés, en Mondragón. Caminaba con un trote brioso, pues era un poco paticorta, y mientras pasaba frente a tiendas de barrio estrechas y pequeños parques, no dejaba de pensar en las cosas que le preocupaban.

La cola que se había encontrado esa mañana en el mercado había sido de aúpa, y las setas, que últimamente le daban la sensación de ser un poco siquiñas, desaparecían cada vez más temprano del puesto de doña Manolita. La leche y la miel con las que se había pertrechado, en cambio, tenían buena pinta, y decidió que le iba a preparar una buena mamía a esa vecina del tercero que iba a casa a hacerle compañía muchas tardes.

Felisa dobló la esquina y llegó a una calle flanqueada por casas grises de protección oficial, hechas en serie y tan uniformes como las celdillas de una colmena. Su Fermín, que cuando quería se las daba de poeta, solía decir que se notaba en las caras y en los acentos que San Andrés tenía alma emigrante. Felisa solía llevarle la contraria siempre que podía, porque disfrutaba con ello, pero en ese asunto se inclinaba por darle la razón.

Cada vecino del barrio que saludaba parecía un familiar lejano de aquel tropel de, como dirían algunos, maquetos bien integrados con sus modismos del euskera adaptados al castellano. Extremeños, gallegos y andaluces; todos ellos habían llegado en los años sesenta atraídos por la acelerada industrialización y habían sido ubicados en ese barrio obrero construido, de la noche a la mañana, para acogerlos. Aunque la gran mayoría había acudido buscándose el pan en las diversas cooperativas de Mondragón, no todos habían emigrado por razones prosaicas. De hecho, Felisa, nacida en Jaén hacía ya más de cincuenta años, había acabado en aquel lugar por amor. Así de cursi, y así de cierto.

No pensaba en eso cuando llegó con sus bolsas al portal. El ascensor llevaba estropeado más de una semana, y sin visos de que vinieran a arreglarlo. Tuvo que subir los escalones de uno en uno hasta la cuarta planta y llegó sin resuello a casa. Su piso rezumaba humildad; el linóleo podía presentar fisuras; los apliques, ser muy antiguos, y la formica, estar rayada, pero todo estaba más limpio que una patena. Como decía el cura de la parroquia donde Felisa solía ayudar con las clases de catequesis, su hogar estaba impregnado de una estética que ya anunciaba por sí sola decencia y valores cristianos.

Felisa dejó las bolsas sobre la encimera de la cocina y metió las cosas en la nevera. Saludó al periquito en su jaula y repartió dos besos; uno para la estampa de la Virgen de Linarejos pegada en la pared y otro, igual de sentido, para la fotografía enmarcada con crespón del Fermín. Entró en el dormitorio, se puso la bata de guata y salió a un balconcito que se había quedado estrecho y por el que apenas cabía desde que el Fermín cubriera una parte con mamparas para aumentar así el tamaño del pequeño salón familiar.

El vecino se asomó a la ventana de al lado. Era un hombre del sur que fumaba su primer Farias de la mañana.

—A los buenos días, Felisa. Mira que es temprano.

—A los buenos días. Anda y no tires la ceniza en el balcón que luego lo tiene que recoger tu mujer.

—Es temprano y tú ya andas zascandileando en tus menesteres.

—El día tiene prisas y la noche, tardanzas, Manuel.

—Cagüen la mar serena.

Tras regar las macetas y recoger las sábanas tendidas, Felisa regresó al salón y se sentó en el sofá, se plantó sus enormes gafas de lupa cabalgando en la nariz, cogió hilo y aguja y se dispuso a empezar la jornada. Lo mismo hacía costura sencilla que ornamental, y lo mismo adaptaba delicados vestidos a sus clientas que remendaba deshilaches de tejidos o fijaba cinturones. Era un trabajo del que disfrutaba, y como todo lo que se hace con amor, era capaz de elevarlo a la categoría de arte. Había aprendido hacía ya muchos años en un taller de costura cuya propietaria era una señora de Tarragona que había trabajado como composturera. Luego, en la crisis de mediados de los ochenta, el banco se quedó con el taller, la señora volvió a Tarragona y Felisa pudo seguir trabajando por su cuenta para un puñado de fieles clientas.

Le gustaba coser mientras veía el programa de las mañanas en la vieja televisión de tubo gordo que tenía sobre el aparador. El Fermín jamás pudo entender qué podía ver su mujer en esos tertulianos que pretendían saber de todo cuando en el fondo no sabían de nada, y Felisa siempre le respondía lo mismo: «A ver, ¿qué quieres?, pues me distrae y me alivia, que esta labor es muy solitaria».

Así estaba, pues, cosiendo una cremallera de nailon centrada en una costura, cuando en la televisión la reina de las mañanas miró gravemente a cámara y anunció una noticia de última hora. Sus palabras dieron paso a unas imágenes algo confusas, y Felisa empezó a ver policías en monos blancos, que más parecían astronautas; unidades móviles aparcadas en las aceras; vecinos y curiosos asomados a las ventanas; cámaras alineadas frente a un cordón policial; fotógrafos imaginando encuadres y un vaivén de periodistas a la búsqueda de testimonios.

Y por fin un rótulo bajo las imágenes: DETENCIÓN EN GRANADA DEL COMANDO ANDALUCÍA.

Y sin saber por qué, o más bien sabiéndolo muy bien, pues llevaba ya más de tres años haciendo lo mismo cada vez que daban una noticia parecida, Felisa dejó en su regazo la aguja, el rollo de hilo y el dedal, y subió el volumen del televisor.

En las imágenes, los policías extraían a varias personas detenidas de un portal y los flashes de los fotógrafos empezaban a disparar. Los vecinos agolpados en la calle gritaban acelerados, y entonces uno de los detenidos —oh, parecía que era una chica— asomó la cabeza bajo la chaqueta que la cubría. La joven aulló los goras de rigor, vociferando y lanzando proclamas como una posesa, y enseguida la introdujeron en un coche patrulla.

Felisa intentó darle sentido a lo que acababan de ver sus ojos. Solo tardó un instante en adquirir una dolorosa conciencia, y ya no le hizo falta nada más, porque esta vez no era una cara desconocida en el telediario. Su corazón empezó a latir con más fuerza y la respiración se le entrecortó. Apartó la mirada de las imágenes de la televisión y la dirigió hacia la fotografía que descansaba en el mueble antiguo del salón.

Estaba alojada en un marco de plata, perdida entre retratos amarilleados por el tiempo de ella y del Fermín, y junto al cuadro que bordó cuando llegaron a aquella casa y que decía, con letras en un estilo naif: JESÚS Y COMAMOS, QUE NO VENGAN MÁS, QUE BASTANTES ESTAMOS.

La imagen del marco de plata era la de una niña de nueve años, con sus mofletes sonrosados, un vestido blanco virginal y el pelo oscuro recogido en una preciosa diadema de flores. Sonreía mostrando sus dientes mellados y tenía las manitas presionadas desde la base de las palmas hasta la punta de los dedos.

Parecía un ángel caído del cielo.

Felisa bajó la vista y, mientras miraba el hilo y la aguja que sostenía en la mano, estuvo a punto de decir en voz alta:

«¡Madre del amor hermoso, mi Lierni!».

6. La cuadrilla del gaztetxe

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La cuadrilla del gaztetxe

A sus diecisiete años, Pipe Larrucea siempre andaba con prisas. Aquella mañana tardó unos segundos en colocarse el arete en la oreja y despeinarse esa melena de corte agresivo que disgustaba a su ama. Ella solía decirle que le endurecía sus rasgos adolescentes, pero él no sabía de qué hablaba. Pipe se enfundó su camiseta a rayas de manga sisa y agarró su monopatín. Se colgó a la espalda su mochila favorita —esa que tenía un pin bien grande de una oveja lacha embistiendo al toro de Osborne— y se escabulló a la calle.

Al salir del portal, alzó la mirada para apuntar al balcón, donde Jone, como era habitual, asomaba vigilante. Menudo coñazo. Pipe se despidió de ella con un vago gesto de la mano, dejó caer el monopatín al suelo y echó a rodar en dirección a la parada del bus.

No entendía por qué su ama se había empeñado en matricularle en una ikastola en Aretxabaleta. No tenía sentido, a no ser que tuviera en mente alejarle de su cuadrilla. Pipe sintió una pizca de compasión. Su ama, tan lista para unas cosas y tan crédula para otras. Como si eso fuera a servir para alejarle de sus amigos del alma.

Habría recorrido unos metros cuando echó la vista atrás. Comprobó que Jone se había retirado del balcón y, realizando un ollie con la tabla, se desvió por una bocacalle y empezó a patinar en dirección contraria.

Se sentía el puto Che Guevara de Makatzena, su pelo despeinado al viento, las ruedas de la tabla repiqueteando sobre el asfalto y las aceras agrietadas. Esquivaba a los peatones e ignoraba las bocinas de los coches. Saltaba sobre bancos públicos y sobre pasamanos, barandillas y escalinatas, y en apenas diez minutos había llegado al gaztetxe ubicado en el viejo inmueble okupado.

El centro juvenil había sido un instituto de formación profesional en sus orígenes, hasta que en los ochenta, abandonado ya por la Administración de turno, sirvió de refugio temporal para metaleros, satánicos, jóvenes antisistema y patinadores amantes del bakalao, que de todo había en aquella época en Mondragón. Llegados los noventa, los yonquis que lo ocupaban acabarían huyendo para dejar el lugar repleto de jeringuillas, papel de plata y una cuarta de polvo. Pipe y su cuadrilla aprovecharon aquel impasse y tomaron posesión del ala que acogía la sala del profesorado. La limpiaron y volvieron a hacerla habitable, y cuando la voz corrió por el barrio ya nadie más volvió a reclamar aquel lugar ni molestar a sus nuevos propietarios.

El pequeño vestíbulo conducía a un patio interior y Pipe apareció con el monopatín bajo el brazo. En una de las esquinas sorprendió a Eneko y a Kepa, los críos de Herminia, la de la cristalería, decorando la pared con un grafiti de rojos caracteres que decían: ETA, HERRIA ZUREKIN. (ETA, EL PUEBLO ESTÁ CONTIGO).

—¡Aúpa, Pipe!

Los críos corrieron hacia él como si fuera su ídolo, y Pipe los despachó con un choque de manos y una patada en el culo. Ninguno llegaba a los doce años y ya empezaba a cambiarles la voz, y Pipe pensó en qué haría sentir eso a su padre cada mes que le visitaban en la cárcel.

Pipe se perdió por la escalera que subía a la segunda planta del inmueble, siguió por un pasillo y se detuvo ante una puerta metálica. Tarareando los acordes de la música que se oía amortiguada desde el interior, sacó un juego de llaves que llevaba atado a la hebilla del cinturón y abrió los dos cerrojos de la puerta. Caminó por un angosto pasillo con filas de litronas apiladas en una de las paredes y llegó hasta una vasta estancia rectangular donde la música de Su Ta Gar atronaba desde los altavoces de una minicadena tan antigua que todavía tenía casetes.

La sala albergaba una estufa de leña y varios colchones apilados, una hamaca colgada entre dos columnas, tres butacones y dos sofás que debían de proceder de algún contenedor de basura cercano. Una pared estaba ocupada por una gran estantería repleta de panfletos antifascistas, revistas de Elkarri y varios ejemplares del Gara. Bajo ella había varias latas de gasolina y unos cuantos botes de aceite de motor.

Las otras tres paredes estaban llenas de pintadas y carteles. Lo empapelaban todo, lo que daba la sensación de estar en una burbuja aislada del mundo exterior. Un póster anunciaba el título de una asamblea estudiantil: IZQUIERDA ABERTZALE, LA LUCHA DE UN PUEBLO HACIA LA LIBERTAD. Una serie de caricaturas caracterizaba al juez Garzón con un bigote de Hitler. Una foto gigante del general Galindo estaba maquillada con un par de cuernos y un rabo. Dos murales decoraban las dos paredes principales: la silueta de El grito de Munch, expeliendo un ruidoso Demokrazia zero, y un póster de Lenin con pendiente de arete y cresta punk.

Pipe encontró a dos chavales envueltos en el humo de los porros. Jugaban a la consola recostados en un sofá lleno de quemaduras, bajo una pintada en la pared en la que alguien, en una mezcla de rabia y compasión, había escrito LA ÚNICA HEROÍNA, AGUSTINA DE ARAGÓN como hipotético aviso a navegantes toxicómanos.

El chaval más grandote respondía al nombre de Ibon y proyectaba una presencia formidable, mitad ser humano y mitad cosa repleta de mala hostia. Se puso en pie e hizo una exagerada reverencia con esa especie de chuletón de carne que él llamaba mano.

—¡Pipe, el puto amo!

Pipe chocó aquella mano gigante.

Apa! Vaya fumadero tenéis aquí montado.

El otro chico se llamaba Santi y era bonachón y algo apocado. Solía actuar como la mascota del grupo, todo le parecía bien y siempre buscaba agradar. Saludó a Pipe con una sonrisa y le preguntó:

—¿Te hace un triturbo?

El porro con el que andaba bregando era un petardo colosal, teniendo en cuenta que era primera hora de la mañana.

—Dale, te calma los nervios —comentó Ibon de pasada.

Pipe tomó el porro entre los dedos y le dio una calada.

—Llegas un poco tarde, ¿no?

La voz, chillona, pertenecía a un tercer chaval, un chico bajito que se hallaba encaramado en el poyete de la única ventana.

Tras calmarse unos nervios que no sentía especialmente, Pipe devolvió el porro a Santi y se dirigió hacia el joven que acababa de hablar.

—No me vengas con prisas, Txiki —dijo Pipe—. Que sepas que tendría que estar en clase y aquí me tienes, haciendo pira.

Txiki leía el Ardi Beltza con una pierna colgando por la fachada, y aunque más de diez metros le separaban del suelo de la calle, el riesgo parecía importarle bien poco. Su apodo hacía honor a su corta estatura, y puede que resultara un tapón al lado del forzudo de Ibon, pero algo en él indicaba que era el doble de peligroso. Era algo intangible que había en su mirada, algo que acechaba y que apenas podía ser contenido, algo que le seguía a uno sigilosamente detrás de los barrotes de una jaula.

—No me seas llorón —repuso Txiki mientras se bajaba de la ventana—. Yo anoche estuve de gaupasa, haciendo tipi tapa hasta las tantas, y hoy estaba aquí como un reloj, chaval.

Txiki arrojó el Ardi Beltza sobre una mesa y se acercó hasta Pipe. Los dos se fundieron en un abrazo y se pusieron a forcejear agarrándose el uno al otro de la nuca. Tardaron un rato en separarse, y cuando lo hicieron estaban desaliñados, despeinados y partiéndose de risa.

—Te veo en baja forma.

—Más quisieras, si voy a medio gas.

—Te veo de suplente.

—Y yo a ti, en la grada.

Aquel numerito que se traían les encantaba por mucho que lo vinieran repitiendo desde que eran unos críos. Pipe nunca sabría explicar la razón, pero siempre acababa rendido ante la actitud bravucona y chaplinesca de su compañero de fechorías. Txiki tenía un talento oculto, tanto para meterse en líos como para salir de ellos, y esa cualidad, a sus ojos y a los ojos del resto de la cuadrilla, le convertía en todo un líder.

Quizá por eso los otros no tardaron en arremolinarse en torno a Txiki cuando este les hizo un gesto con la mano para que se acercaran.

—Bueno, ya sabéis lo de Lierni, ¿no? Por lo visto la han trincado junto a otros por dar txumba por ahí abajo para liberar a Euskal Herria.

—Me parece una auténtica vergüenza —intervino Santi.

—Una putada, eso es lo que es —añadió Ibon.

—Felisa no tiene que estar pasándolo bien —dijo Pipe.

—¿Y esa quién es? —preguntó Santi.

—Su ama, espabilao —respondió Ibon.

—No es de por aquí, ¿no? —preguntó Txiki.

—No, pero es jatorra la mujer, siempre de corazón —explicó Pipe.

Ibon, que no parecía pasar nada por alto, añadió:

—Vive de coser vestidos a las ricachonas esas de Zamudio que van por ahí con sus nanas filipinas.

—Bueno, dejaos de hostias, que parecéis unas viejas —los cortó Txiki, y dispuesto a poner orden, apoyó la mano en el hombro de Pipe—. A ver, Pipe, tu ama, ¿qué? ¿Está metida en el ajo?

—Eso, danos el parte —dijo Ibon.

—Gamboa estuvo en casa esta mañana —contestó Pipe—. Pero ya sabéis cómo es ella, no ha dicho ni mu.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Santi.

Todos los ojos se dirigieron hacia Txiki.

—Lo que debemos tener claro es que Lierni es del pueblo y siempre fue una neska comprometida con la causa. Así que, como hay Dios, se merece que nos vayamos al Bule esta tarde a pegar hostias como panes.

Y todos parecieron acoger la idea con alegría. Todos, menos Pipe.

—¿No te motiva o qué te pasa? —le preguntó Txiki, molesto porque su mejor amigo pareciera querer borrarse del plan.

—Me pasa que se me ocurre una idea mejor —contestó Pipe.

—Ya estamos —dijo Ibon.

—Ya estamos no —repuso Pipe—. A ver si usáis la cabeza para algo más que para pensar todo el día en haceros pajas.

Santi hizo el gesto masturbatorio universal con la mano cerrada. Pipe e Ibon se quedaron mirándole unos segundos y se echaron a reír.

Txiki meneó la cabeza, exasperado, y se volvió hacia Pipe.

—Venga, Pipe, desembucha. ¿Qué idea es esa?

Este se inclinó hacia sus amigos.

—Oídme bien, la protesta tiene que ser un altavoz, y allí en Donosti con los jarraitxus no pintamos nada. Hay que armarla aquí, en el pueblo. Seguro que convocan un pleno en el ayuntamiento, y no se me ocurre mejor lugar para dar caña.

Ibon se rascó el cogote con su manaza y puso cara de malestar.

—A mí lo que me toca los cojones, y lo digo así, es que nos perdamos la manifa que se va a montar en Donosti.

Santi se unió a la queja.

—Qué menos que vayamos los del pueblo; lo otro es quedar mal.

Txiki clavó en ellos la mirada.

—Vosotros dejáis de enredar y os quedáis calladitos.

Y Santi e Ibon le hicieron caso.

Pipe retomó el hilo de su discurso.

—Preparamos carteles y unos panfletos. Hay que currarse algo que llame a las cosas por su nombre, que capte la atención, porque la gente lo va a leer mientras camina, entra en el coche o sube en ascensor.

Ibon señaló uno de los carteles que poblaban la sala.

—Podemos preparar uno como esos.

—Apaga y vámonos —dijo Txiki—. Esos carteles son una mierda.

—Joder, tampoco está tan mal —replicó Ibon.

—A mí me parecen una mierda y punto —sentenció Txiki.

—No te pongas así, Txiki —le pidió Santi con expresión dolida.

—Les falta el sello —insistió Txiki—. A ver, ¿quién ha sido el desgraciado que los ha puesto ahí sin sello? ¿Eh? ¿Quién?

—Quédate en paz, Txiki —terció Pipe—. Les pondremos el sello.

7. Amaba todo eso y mucho más

7

Amaba todo eso y mucho más

Montando ferralla y martilleando, encofrando y trasladando escombros. Así, ocho horas en el tajo hasta que el encargado dio por finalizada la jornada y los obreros se despidieron de las carretillas y los morteros, y bajaron de los andamios.

Ahí se los veía, la cuadrilla de albañiles saliendo del edificio en obras de la nueva promoción de viviendas de Aretxabaleta. Con sus neveras portátiles y sus riñones molidos, con las bocas secas y las frentes chorreando, gastando bromas y lanzando quejas laborales sin parar.

Xabier Iraola iba entre ellos, envuelto en el humo de un tabaco barato que le supo a gloria mientras llegaba al aparcamiento y se despedía de sus compañeros de fatiga.

—Ahí os quedáis, mingafrías.

—¡Agur, Rubio!

Xabi abrió el maletero de un Ford Fiesta destartalado e introdujo en su interior el casco y los guantes. Sacó una camisa limpia de un petate y se la cambió por la que llevaba. Se echó desodorante y subió al coche.

El interior no desentonaba con la carrocería y abundaban las latas vacías de cerveza. Un banderín del Athletic colgaba del retrovisor interior. Xabi comprobó su aspecto en el espejo y asintió satisfecho. Se limpió las ásperas manazas con unas toallitas, arrancó el motor y el utilitario salió quemando llantas del aparcamiento.

Mientras conducía, Xabi sacó de la neverita, que viajaba en el asiento del pasajero, una lata de cerveza y un bocadillo de chistorra bien cargado y envuelto en papel de plata, cortesía de su mujer. Encendió la radio del coche y metió un viejo CD, y, ya más despreocupado, se puso a dar buena cuenta de su merienda escuchando el rasgueo de guitarras de The Jesus & The Mary Chain.

No tardó en coger la comarcal que acompañaba al río Deba en dirección a Mondragón, y al ver en su reloj que marcaban las seis se dijo que iba bien de tiempo. Cruzaba un paisaje de vacas pastando y de naves industriales aquí y allá, como si las dos caras de Euskadi, la tradicional y la moderna, se superpusieran. Bajó la ventanilla y, mientras la brisa fresca de la tarde le golpeaba en la cara, se preguntó cómo acababa metido en tantos líos como se traía entre manos.

Entró tarde en política, a los treinta. Algunos pensaron que era para no pegar un palo al agua, aunque nunca abandonó la paleta y la carretilla. La verdad es que lo que se dice «ser político» él no era. Si se metió en eso fue por amor a su tierra, y no era un amor ciego o filtrado por alguna lente de color rosa, no; era un amor muy consciente de los pecados de sus habitantes. Los suyos, los primeros.

Y, aun así, Dios, cómo amaba su tierra. Amaba su mar y sus montes tan verdes, los irrintzis entre pastores y la lluvia de la que no se libraban ni en agosto. Amaba el euskera y el tono melódico de sus oraciones, y le divertía la forma en que los botxeros de Bilbao le echaban en cara que no entendían su dialecto de cashero guipuzcoano. Amaba el carácter emprendedor de sus paisanos y esa capacidad para la amistad que se cocía a fuego lento. Amaba que un vasco pudiera nacer donde le saliera de los cojones. Amaba sus semanas grandes y que siempre hubiera una excusa para beber en sus calles empedradas. Y amaba, no en menor medida, la historia contradictoria que arrastraban, quizá porque le hacía entender el pragmatismo de sus gentes y eso, ante sus ojos, los redimía. Amaba todo eso y mucho más, y por eso intentaba aportar su granito de arena para ayudar en lo que fuera. Cuando conseguía contribuir al bienestar de sus vecinos, Xabi se sentía realizado. Llegar a acuerdos o poner ladrillos, se trataba de echarle horas, y para ello se tomaba su oficio de concejal con la misma estricta filosofía que la de albañil.

Condujo hasta el centro de Mondragón, aparcó el coche no muy lejos de la plaza de la casa consistorial y, antes de dirigirse al ayuntamiento, se acercó a un quiosco a comprar el periódico.

—¿El de siempre, Xabi? —le preguntó el quiosquero.

—El que menos mienta, Txapu.

Mientras el quiosquero rebuscaba entre la remesa de periódicos, pilas, chicles y crucigramas que tenía sobre la repisa, Xabi se entretuvo en echar un vistazo al expositor en el que descansaban las principales portadas de prensa.

Algunos diarios habían sacado una nueva edición a lo largo del día para incluir la noticia de las detenciones de aquella mañana, pero la mayoría de las cabeceras todavía lanzaban titulares como 100 DÍAS SIN JOXE MARI ARIZAGA o LA FAMILIA DEL EMPRESARIO DE MONDRAGÓN NIEGA RUMORES DE PAGO. De entre todas las portadas, la mirada de Xabi se detuvo en la del periódico Gara. La fotografía a toda plana mostraba a un tipo demacrado al que le costó identificar como Joxe Mari Arizaga. Sostenía el Gara del día anterior, la fecha visible frente a un fondo borroso imposible de identificar, como si aquello fuera un enfermizo juego de muñecas matrioskas.

—Hoy vais tener a jaleo —le advirtió el quiosquero mientras le entregaba un ejemplar del Diario Vasco.

Xabi se colocó el periódico bajo el brazo, alzó la vista y divisó el gentío agolpado a las puertas del edificio de piedra caliza situado al otro lado de la plaza.

—Eso parece.

—Pleno abierto, para que os retratéis.

Xabi rebuscó en su monedero y pagó el periódico.

—Este país es muy pequeño, aquí nos conocemos todos.

Se despidió con un gesto de la cabeza y enfiló hacia el ayuntamiento. A mitad de la plaza le interceptaron un par de vecinos. Uno era un cincuentón con una chapela de Elósegui enroscada a la cabeza. El otro, un octogenario con un cigarrillo que le colgaba del labio. El primero le saludó con una subida de ceja. El otro, con un aúpa.

—Xabier, faltan papeleras en las calles —dijo el de la chapela.

—Estamos en ello.

—Y hay que añadir colilleros —apuntó el del cigarrillo—, que en lo relativo a colillas Arrasate parece China. Supongo que los técnicos municipales son capaces de diseñar colilleros, digo yo.

Xabi se quedó mirándole.

—Florencio, lo que tienes que hacer es dejar de fumar —le aconsejó.

—Hay que joderse.

—¿Echaron brea en los baches de tu calle?

El octogenario sacudió la ceniza de su cigarrillo.

—Algo echaron, al menos ya no te dejas los bajos del coche.

—Pues dilo, que no todo van a ser malas noticias —contestó Xabi, y se dispuso a seguir su camino.

Pero el de la chapela le detuvo diciéndole:

—Que sepas que el alcalde tiene ganas de caldear los ánimos. El muy zorro os la lía hoy, ya verás.

El del cigarrillo se apartó el humo de la cara y añadió:

—Un vecino secuestrado y una vecina en la cárcel, empate a uno.

Xabi miró a uno; luego, al otro, y les preguntó:

—¿Ahora os dedicáis a dar minuto y resultado?

—El conflicto es lo que tiene —repuso el octogenario, y su compañero de la chapela se encogió de hombros dando muestras de no tener opinión en todo aquello.

Xabi dejó atrás a la pareja de vecinos y sus disquisiciones semánticas, y no tardó en llegar a la concentración que se agolpaba bajo el arco de sillar que soportaba el escudo de armas del municipio. La marea humana aguardaba con expectación, observados de cerca por una dotación de fornidos ertzainas con los cascos y las porras bien dispuestos. Se respiraba la tensión, y algunos de los congregados miraban aquí y allá de forma claramente hostil.

Dos ancianas, manos finas y frágiles, cogidas del brazo la una con la otra, se atrevieron a acercarse.

—Ánimo, Xabi.

—Cuidado, que están con la escopeta cargada.

Se expresaban de forma efusiva, pero en susurros, y en cuanto pudieron, se quitaron de en medio con discreción.

—¡Rubio! —gritó a todo esto una voz.

Xabi vio a un tipo vestido con americana y la corbata bien anudada que se le acercaba entre la multitud. Se llamaba Juanmari Aguirre, y su pose estudiada y su manera de moverse trasladaban un claro mensaje de político eficiente y trabajador. Todo en él contrastaba con Xabi y sus señas de identidad; contrastaba con sus pantalones caídos y sus faldones de la camisa por fuera, con sus maneras relajadas; contrastaba con su despreocupación y hasta con su naturalidad.

—Tus admiradoras se vuelven a las catacumbas —bromeó Juanmari cuando se paró a su lado.

—Nos ha jodido —contestó Xabi—. Como si hacer público el voto por aquí no perjudicaría seriamente la salud.

—No te pongas tan exquisito, anda, que no hay quien te aguante.

Los dos permanecieron un rato en silencio, observando el panorama que empezaba a formarse a su alrededor, hasta que Juanmari masculló:

—Menudo fregao se va a montar.

—Tiene toda la pinta.

—Solo falta que hagas de pirómano.

—¿Quién, yo? —repuso Xabi mientras se señalaba el pecho con el dedo—. Si me junto con todo dios por los bares.

—Sí, en eso no te gana nadie.

—Quiero decir que soy la mar de accesible.

—Bueno, hoy procura no pasarte con las cuestiones extramunicipales.

—Me paso si aparece la bronca; no soy de piedra.

Juanmari resopló y se miró la punta de los zapatos.

—Solo te digo que es mejor callar y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo.

—Anda tú este...

—Anda tú no. Que parece que hablamos idiomas distintos.

—Eso seguro, Juanmari, pero no son euskera y castellano.

Juanmari se mordió el labio y meneó la cabeza en un gesto que igual podía expresar acuerdo que desaprobación, pero ni el uno ni el otro añadió más y, unos segundos después, ya estaban enfilando juntos hacia el interior del consistorio mientras la tarde se iba enfriando.

Los concejales se hallaban sentados en torno a una mesa elevada sobre un estrado, con la impresionante pared de madera tallada a sus espaldas. Los ertzainas y sus cascos rojos se iban interponiendo entre los ediles y los vecinos que terminaban de abarrotar el salón de plenos.

Sonaron aplausos, tibios, e Iñaki Soto, el alcalde, tomó la palabra. El alcalde era de los que siempre miraban para otro lado o nunca sabían lo que pasaba, lo que constituía, en opinión de Xabi, un claro ejemplo de panfilismo con el bolsillo lleno; sin embargo, en ese preciso momento parecía haberse impregnado de la tensión del ambiente. Cogía el micrófono con fuerza, y su cuerpo parecía tan rígido que podría estar hecho de madera en vez de carne.

—Vamos a ir directos al grano —dijo, proyectando su voz entre los presentes—. El orden del día incluirá una votación para aprobar una primera moción de condena a la detención de Lierni Gil, que, como todos sabéis, es una vecina muy querida de esta localidad. A continuación, votaremos una segunda moción de exigencia al Estado para que acabe con la actitud represiva de sus fuerzas de seguridad.

Tras aquello, el alcalde cedió la palabra al resto de los concejales.

El primer turno fue para un tipo con cara de escolano. Se llamaba Jokin Chamizo y transmitía la curiosa sensación de estar encantado de haberse conocido. Lucía un brillante en la oreja y nunca prescindía de su camiseta chillona de cuello redondo bajo la chaqueta, cultivando una coquetería muy personal que, desde luego, debía de tener su público.

—¿Está encendido esto? —preguntó, dando un par de toquecitos a su micrófono.

Era evidente que sí. Chamizo continuó:

—En primer lugar, dejadme enviar un caluroso abrazo a nuestra vecina Lierni Gil. Los mayores del lugar la hemos visto crecer y corretear por las calles, y los jóvenes la han tenido de monitora en el club de senderismo y como profesora en el taller de bertsolaris. —Hizo una pausa y carraspeó—. Su único delito, y el de los otros jóvenes detenidos, es pensar en clave independentista. Solo por eso están en riesgo de ser torturados, porque para Madrid solo vale la vieja receta de la represión y dar palos a todo lo que huela a abertzale...

Mientras Chamizo proseguía con su panegírico, avanzando a golpe de exégesis históricas y lecciones de ética, Xabi echó un vistazo al frente y repa

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