Aumenta el calor (Serie Castle 3)

Richard Castle

Fragmento

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Capítulo

1

Lo curioso de Nueva York es que nunca sabes lo que te puedes encontrar detrás de una puerta. La detective de homicidios Nikki Heat reflexionaba sobre eso, como tantas otras veces, mientras aparcaba el Crown Victoria y observaba cómo las luces de un coche de policía y de una ambulancia lamían las fachadas de la calle 74 con Ámsterdam. Ella sabía, por ejemplo, que la sencilla puerta de la licorería conducía a una cueva artificial de color beis claro y terracota abarrotada de botellas que anidaban en las cavidades de las paredes recubiertas de piedras de río importadas de Francia, y que al otro lado de la calle, tras la puerta de lo que en su momento había sido un banco de la época de Roosevelt, había una escalera de caracol que bajaba hacia un montón de jaulas de bateo que se llenaban de aspirantes a las principales ligas de béisbol y de niños que celebraban sus cumpleaños las tardes de los fines de semana. Pero aquella madrugada, pasadas las cuatro, la puerta más anodina de todas, la de cristal translúcido sin otra particularidad que unos sencillos números negros sobre unas láminas adhesivas de metal dorado, de las que se compran en las ferreterías, la conduciría a uno de los interiores más insospechados de la silenciosa manzana.

Un agente apostado delante de la puerta pateaba el suelo para entrar en calor, enmarcado por la luz que emergía del escenario del crimen, procedente de un reflector de tamaño industrial que habían instalado para poder trabajar y que transformaba el lechoso cristal en el cegador portal de Encuentros en la tercera fase. Nikki pudo ver su aliento a treinta metros de distancia.

Salió del coche y, aunque el aire le cortaba en las fosas nasales y hacía que los ojos se le llenaran de lágrimas, Nikki no se abrochó el abrigo para protegerse de él. En lugar de ello, lo separó con el dorso de la mano en un gesto rutinario para asegurarse un acceso rápido a la Sig Sauer que llevaba enfundada debajo. A continuación, incluso helada como estaba, la detective se detuvo para llevar a cabo su ritual: un paréntesis para honrar al fallecido con el que estaba a punto de encontrarse, ese instante breve, silencioso y privado que Nikki Heat vivía como un interludio ceremonial cuando llegaba a cualquier escenario de un crimen. Su propósito era simple: reafirmar el hecho de que, ya fuera víctima o verdugo, ante todo, el cadáver que la esperaba era un ser humano y merecía que lo respetaran y que le dedicaran una atención personalizada, en lugar de tratarlo como un número más de las estadísticas.

Nikki inspiró lentamente y el aire le recordó al de aquella noche de hacía una década. Una víspera de Acción de Gracias en la que ella había ido a casa durante las vacaciones de la universidad y su madre había sido brutalmente apuñalada hasta la muerte en el suelo de la cocina. Cerró los ojos para entregarse a «su momento».

—¿Algún problema, detective? —Fin del momento. Heat se volvió. Un taxi se había detenido y el pasajero le hablaba desde la ventanilla del asiento trasero. Reconoció tanto al cliente como al conductor, y sonrió.

—No, Randy, estoy bien. —Heat se acercó al taxi y le estrechó la mano al detective Randall Feller—. ¿Estás evitando meterte en líos?

—Espero que no —dijo mientras se reía de aquella forma que a Nikki tanto le recordaba a John Candy—. ¿Te acuerdas del Holandés? —le preguntó señalando con la cabeza al detective Van Meter, que iba sentado delante, en el asiento del conductor. Feller y Van Meter trabajaban de incógnito en la Brigada de Taxis del Departamento de Policía de Nueva York, un cuerpo especial de lucha contra el crimen que formaba parte de Operaciones Especiales y cuyos miembros recorrían las calles de Nueva York en taxis amarillos acondicionados. Los policías de paisano de la Brigada de Taxis eran muy de la vieja escuela. Solían ser tíos duros que no se andaban con chorradas, hacían lo que les daba la gana e iban a donde les apetecía. Los machotes de los taxis callejeaban a su antojo para pillar a los delincuentes con las manos en la masa aunque, con el auge de la policía científica, últimamente habían sido relegados a patrullar las zonas donde proliferaban los asaltos, los robos y la delincuencia callejera.

El policía que iba al volante bajó la ventanilla y la saludó sin mediar palabra con un movimiento de cabeza, lo que hizo que Nikki se preguntara por qué Van Meter se había molestado en abrirla.

—Deja de comerle la oreja, Holandés —dijo el detective Feller, de nuevo con aquella risita de Candy—. Qué suerte que te hayan llamado en plena noche, Nikki Heat.

—Los hay que no tienen consideración. A quién se le ocurre dejarse asesinar a estas horas —añdió el Holandés. Heat no creía que el detective Van Meter se parase demasiado a reflexionar antes de ver un cadáver.

—Chicos, no es que no me guste estar aquí quieta a cuatro grados bajo cero, pero una víctima me espera.

—¿Dónde está tu acompañante? —preguntó Feller con considerable interés—. El escritor, ¿qué es de él?

Ya estaba Feller echando de nuevo el anzuelo, como siempre que sus caminos se cruzaban, para ver si Rook seguía aún en escena. Feller le había echado el ojo a Nikki hacía unos meses, la noche en que esta había logrado escapar de un asesino a sueldo en el loft de Rook. Tras la pelea con el texano, él y el Holandés habían sido de los primeros policías que habían acudido en su ayuda. Y, desde entonces, Feller nunca perdía la oportunidad de fingir que no sabía el nombre de Rook ni de tantear el terreno. Pero Heat hacía oídos sordos. No era ajena al interés que despertaba en los hombres, incluso le gustaba siempre y cuando no cruzaran la línea, pero Feller… En una comedia romántica, él formaría parte de la parte cómica más que de la romántica. Vaya, que sería más bien el hermano bromista que el objeto de deseo. El detective Feller era divertido y su compañía le agradaba, pero más para tomarse unas cervezas en el bar de los polis que para estar en el Sancerre a la luz de las velas. Hacía dos semanas lo había visto salir del baño de caballeros de Plug Uglies con un trozo de papel higiénico alrededor del cuello, mientras le preguntaba a todo el mundo si quería un babero para comer langosta.

—¿Qué es de su vida? —repitió Nikki—. Está de viaje por trabajo. Pero volverá a finales de esta semana —añadió para que captara la indirecta. Pero el detective percibió algo más en su voz.

—¿Y eso es bueno o malo?

—Bueno —dijo Heat con demasiada brusquedad—. Muy bueno. Buenísimo —exageró como para convencerse a sí misma.

* * *

Lo que a Nikki le esperaba al otro lado de la puerta no era precisamente un santuario urbano consagrado a la enología lleno de botellas verdes artísticamente colocadas, ni el sonido metálico de un bate d

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