Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
Para J. A. B. Todo. Siempre
1
Recorres tu habitación descalza, sintiendo el frío en las plantas de los pies. Te miras en el espejo de cuerpo entero y te observas las cicatrices que la vida ha ido dejando sobre tu piel. La del pecho, las del costado, las de la espalda. Esas son las que se ven, porque por debajo de las fibras, de los músculos, de los huesos, están las otras, las que no se ven, las que en la oscuridad de la noche, de las madrugadas de insomnio, vibran, despiertan, comienzan a hablar y a torturarte como viejos demonios llamando a la puerta de tu cordura.
Tienes seis años. Finales de verano en su más luminosa encarnación; el sol se derrama desde un impoluto cielo azul, y en las jardineras las flores brillan bajo el rocío y sus colores empiezan a despuntar bajo el calor de los primeros rayos solares. Oyes la voz de tu madre en la cocina y sales corriendo hacia ella, en pijama, sin zapatillas, porque cuando tienes seis años nada importa, solo la voz de tu madre sonando al final del pasillo. Y allí te espera ella, en cuclillas, con las manos extendidas hacia ti, con su gran sonrisa. Con esa sonrisa que será lo último que olvides de ella, lo que perdurará cuando pasen los años y en tu memoria empiecen a diluirse los rasgos de su rostro. Y bajo aquellos rayos de sol que entran por la ventana de la cocina de aquella mañana de verano, ves su anillo, que brilla como una estrella sujeta a su dedo anular. Es el primer recuerdo que tienes de tu infancia, el más antiguo, el abrazo de tu madre y la luz sobre ese anillo; el mismo anillo que ahora tienes entre tus dedos, que volteas una y otra vez, que es el símbolo que elegiste para recordarla, para no olvidarla.
Miras el anillo y observas tu imagen reflejada en el espejo. Y no te reconoces, te ves como una extraña. Y piensas en lo distinto que podría haber sido todo, en la diferente vida que podrías haber llevado. Tu cuerpo no sería este cuerpo marcado por cicatrices. Sería otro, el de una abogada madre de familia, con una respetable carrera, con una casita adosada en algún barrio residencial de San Sebastián, con un antiguo compañero de la universidad convertido en marido, en padre de tus hijos. Sientes un escalofrío y te pones la bata.
¿Es esto lo que habría querido tu madre? ¿Tu cuerpo marcado por las cicatrices bajo el uniforme de policía? ¿El sacrificio de tu vida personal por el hecho de que no has conseguido olvidar? ¿Estaría ella de acuerdo con todas las decisiones que has tomado desde entonces? ¿Estaría ella orgullosa de ti? Dejas el anillo sobre el tocador y te sientas en el ancho taburete que tienes enfrente. Y vuelves a ver tu rostro, ahora en el pequeño espejo que utilizas para maquillarte.
Tienes dieciocho años y han pasado ya cuatro días desde que saliste del hospital. Has llorado mucho, te has agarrado a tu padre para no caer en el abismo. Él se ha agarrado a ti para no perder la razón. Pero ahora, cuando te han visitado todos tus familiares, cuando todos te han dado el pésame, estás en la habitación de tu madre, frente a todas sus cosas, su ropa, sus pequeños tesoros, y entonces sientes un nuevo dolor aún mas desgarrador. Entonces sientes que el corazón te va a reventar en el pecho y un momento después ya no puedes respirar. Es cuando tu cuerpo se desconecta y caes al suelo. El pánico se ha apoderado de ti. Notas cómo la sangre deja de fluir por tus venas y poco a poco tus brazos y piernas se vuelven de cemento. Eres de piedra, yaces en el frío suelo, incapaz de moverte, muerta de miedo, porque crees que vas a morir en ese preciso instante. De tu garganta no consigue salir ningún sonido, solo un silencioso bramido de terror. Sientes cómo tu cuerpo se deja llevar por las oscuras y tenebrosas aguas de la muerte. Es el primer ataque de pánico de los varios que tendrás a lo largo de tu vida. No puedes soportar la injusticia del destino, no puedes tolerar la verdad, y tu única respuesta es la fuga, desconectar de la realidad transfor