In vino veritas

Virginia Gasull

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Epílogo

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

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Para J. A. B. Todo. Siempre

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1

Recorres tu habitación descalza, sintiendo el frío en las plantas de los pies. Te miras en el espejo de cuerpo entero y te observas las cicatrices que la vida ha ido dejando sobre tu piel. La del pecho, las del costado, las de la espalda. Esas son las que se ven, porque por debajo de las fibras, de los músculos, de los huesos, están las otras, las que no se ven, las que en la oscuridad de la noche, de las madrugadas de insomnio, vibran, despiertan, comienzan a hablar y a torturarte como viejos demonios llamando a la puerta de tu cordura.

Tienes seis años. Finales de verano en su más luminosa encarnación; el sol se derrama desde un impoluto cielo azul, y en las jardineras las flores brillan bajo el rocío y sus colores empiezan a despuntar bajo el calor de los primeros rayos solares. Oyes la voz de tu madre en la cocina y sales corriendo hacia ella, en pijama, sin zapatillas, porque cuando tienes seis años nada importa, solo la voz de tu madre sonando al final del pasillo. Y allí te espera ella, en cuclillas, con las manos extendidas hacia ti, con su gran sonrisa. Con esa sonrisa que será lo último que olvides de ella, lo que perdurará cuando pasen los años y en tu memoria empiecen a diluirse los rasgos de su rostro. Y bajo aquellos rayos de sol que entran por la ventana de la cocina de aquella mañana de verano, ves su anillo, que brilla como una estrella sujeta a su dedo anular. Es el primer recuerdo que tienes de tu infancia, el más antiguo, el abrazo de tu madre y la luz sobre ese anillo; el mismo anillo que ahora tienes entre tus dedos, que volteas una y otra vez, que es el símbolo que elegiste para recordarla, para no olvidarla.

Miras el anillo y observas tu imagen reflejada en el espejo. Y no te reconoces, te ves como una extraña. Y piensas en lo distinto que podría haber sido todo, en la diferente vida que podrías haber llevado. Tu cuerpo no sería este cuerpo marcado por cicatrices. Sería otro, el de una abogada madre de familia, con una respetable carrera, con una casita adosada en algún barrio residencial de San Sebastián, con un antiguo compañero de la universidad convertido en marido, en padre de tus hijos. Sientes un escalofrío y te pones la bata.

¿Es esto lo que habría querido tu madre? ¿Tu cuerpo marcado por las cicatrices bajo el uniforme de policía? ¿El sacrificio de tu vida personal por el hecho de que no has conseguido olvidar? ¿Estaría ella de acuerdo con todas las decisiones que has tomado desde entonces? ¿Estaría ella orgullosa de ti? Dejas el anillo sobre el tocador y te sientas en el ancho taburete que tienes enfrente. Y vuelves a ver tu rostro, ahora en el pequeño espejo que utilizas para maquillarte.

Tienes dieciocho años y han pasado ya cuatro días desde que saliste del hospital. Has llorado mucho, te has agarrado a tu padre para no caer en el abismo. Él se ha agarrado a ti para no perder la razón. Pero ahora, cuando te han visitado todos tus familiares, cuando todos te han dado el pésame, estás en la habitación de tu madre, frente a todas sus cosas, su ropa, sus pequeños tesoros, y entonces sientes un nuevo dolor aún mas desgarrador. Entonces sientes que el corazón te va a reventar en el pecho y un momento después ya no puedes respirar. Es cuando tu cuerpo se desconecta y caes al suelo. El pánico se ha apoderado de ti. Notas cómo la sangre deja de fluir por tus venas y poco a poco tus brazos y piernas se vuelven de cemento. Eres de piedra, yaces en el frío suelo, incapaz de moverte, muerta de miedo, porque crees que vas a morir en ese preciso instante. De tu garganta no consigue salir ningún sonido, solo un silencioso bramido de terror. Sientes cómo tu cuerpo se deja llevar por las oscuras y tenebrosas aguas de la muerte. Es el primer ataque de pánico de los varios que tendrás a lo largo de tu vida. No puedes soportar la injusticia del destino, no puedes tolerar la verdad, y tu única respuesta es la fuga, desconectar de la realidad transfor

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