Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
Entradilla
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Epílogo
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
A mis padres
Agradecimientos
Este libro ha llevado más de una década de reflexión y escritura, y durante ese periodo he recibido la ayuda, el aliento y el consejo de muchísima gente, demasiada para poder agradecérselo de forma individual. Pero me gustaría dar las gracias particularmente a mi agente Luigi Bonomi y a mi editor Wayne Brookes, por haber percibido algo que les gustó en el manuscrito original y por ayudarme a mejorarlo. También quisiera dar las gracias a Colin Clement por corregir mis peores exageraciones sobre la vida y la arqueología en Alejandría y Egipto. No hace falta aclarar que si han quedado algunos errores, yo soy el único responsable.
Tras su muerte en Babilonia en el 323 a. C. el cuerpo de Alejandro Magno fue llevado en una magnífica procesión a Egipto, para su entierro final en Alejandría, en donde permaneció durante alrededor de seiscientos años.
El mausoleo de Alejandro estaba considerado una de las maravillas de la Antigüedad. Julio César peregrinó para verlo y lo mismo hicieron los emperadores Augusto y Caracalla.
Pero después de una serie de terremotos, incendios y guerras, Alejandría comenzó a declinar y se perdió todo rastro de la tumba.
A pesar de numerosas excavaciones, nunca ha sido hallada.
Prólogo
Desierto de Libia, 318 a. C.
En el punto más bajo de la cueva había una fuente de agua dulce, como un solitario clavo negro en el extremo de una pierna mutilada, quemada y retorcida. Una gruesa capa de líquenes enturbiaba su superficie, apenas alterada por los siglos excepto para ondear y agitarse con el contacto de alguno de los insectos que vivían sobre ella, o elevarse con burbujas de gas que brotaban desde lo más profundo del suelo desértico que la rodeaba.
De pronto, estalló la superficie, y la cabeza y los hombros de un hombre emergieron del agua. Su rostro miraba hacia lo alto y al instante tomó hondas bocanadas de aire a través de la nariz de agitados alvéolos y la boca abierta, como si hubiera permanecido bajo el agua al límite de lo que podía soportar. Sus bocanadas no disminuyeron en intensidad con el paso del tiempo; es más, parecían volverse cada vez más desesperadas, como si su corazón estuviera a punto de estallarle dentro del pecho. Pero al poco tiempo superó lo peor del trance.
No había ninguna luz en la caverna, ni siquiera la fosf