ÍNDICE
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Febrero
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Junio
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Julio
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Agosto
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Junio
Capítulo 60
Agradecimientos
Notas de la traductora
Sobre la autora
Créditos
Para Ba y Fa, con quienes compartí la tierra,
y para Q, que me dio el mundo
Febrero
CAPÍTULO 1
La compañera de habitación
Antes de que me odiara, antes de que me amara, Genevra Katherine Winslow ignoraba mi existencia. Es una exageración, claro está, porque, teniendo en cuenta que en febrero el departamento de alojamiento estudiantil nos había pedido que compartiésemos durante casi seis meses una habitación minúscula en la que nos asábamos de calor, no le quedó más remedio que colegir que yo era un ente físico (aunque solo fuese porque me entraba tos cada vez que ella se fumaba uno de sus Kool en la litera de arriba). Aun así, hasta el día en que me pidió que la acompañase a Winloch, estaba acostumbrada a que Ev me mirase como miraría a una poltrona con una tapicería espantosa, es decir: como algo que la estorbaba y que solo utilizaba cuando era absolutamente necesario, pero que sin duda no estaba ahí porque la hubiese elegido ella personalmente.
Aquel invierno hacía un frío como yo nunca había imaginado, por mucho que la alumna de Minnesota del fondo del pasillo comentase que eso no era nada. Allá en Oregón la nieve era una bendición: dos días de suaves copos blancos ganados a pulso después de soportar meses de cielos grises y lluvias. Pero el viento que rizaba las aguas del Hudson a su paso por la ciudad soplaba con tal vehemencia que a mí se me helaba hasta el tuétano. Cada mañana me quedaba acurrucada debajo del edredón sin saber cómo me las iba a ingeniar para llegar a la clase de Latín de las nueve en punto. Las nubes derramaban su blancura infinita y Ev se quedaba durmiendo hasta tarde.
Se levantó tarde todos los días del curso excepto la primera mañana que amaneció bajo cero. Yo estaba poniéndome las katiuskas de finísima goma que mi madre me había comprado en una Value Village. Me miró pestañeando y, sin decir palabra, se bajó de la litera, abrió nuestro armario ropero y dejó delante de mis pies su flamante par de botas de una marca de venta por catálogo, bicolores con forro de zalea.
—Cógelas —ordenó, meciéndose ante mí con su camisón de seda. ¿Cómo me tomé yo ese ofrecimiento insólitamente generoso? Toqué la piel de una de las botas: era tan increíblemente suave como parecía—. En serio. —Volvió a subirse a su cama—. Si piensas que voy a salir con eso, con esas botas, estás loca.
Su gesto de generosidad, así como el convencimiento de que las botas hay que domarlas a fuerza de usarlas, me hizo cobrar bríos; a ello se sumó el azuzamiento que a diario me provocaba el terror (el mismo que alienta a los campesinos a hacer acopio de alimentos) de pensar que a buen seguro de un momento a otro se darían cuenta de que ese no era mi sitio y me mandarían a casita, y de ese modo obligué a mi cuerpo aterido a cruzar el patio de la residencia. En medio de la lluvia helada, del granizo y de la nieve, perseveré. Mis piernas rechonchas y mi peso descomunal atinaban a plantarme en mitad de todos los hoyos llenos de nieve que me podía encontrar. Pestañeando, dirigí la mirada hacia la ventana de nuestro cuarto, donde se veía la silueta de Ev, esbelta, aturdida, fumando, y di gracias a los dioses por que no mirase hacia abajo.
Ev tenía un abrigo de pelo de camello, tomaba absenta en clubes alternativos de Manhattan y bailaba desnuda en lo alto de Main Gate porque alguien la había retado a hacerlo. Había cumplido la mayoría de edad en un internado y haciendo un programa de desintoxicación. S