Índice
Portadilla
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100
Capítulo 101
Capítulo 102
Capítulo 103
Capítulo 104
Capítulo 105
Capítulo 106
Capítulo 107
Capítulo 108
Capítulo 109
Capítulo 110
Capítulo 111
Capítulo 112
Capítulo 113
Capítulo 114
Capítulo 115
Capítulo 116
Capítulo 117
Capítulo 118
Capítulo 119
Epílogo
Capítulo 120
Capítulo 121
Sobre el autor
Créditos
1
La niebla se deslizaba lentamente desde el mar, sofocando la ciudad. Descendía como un ejército invasor, apoderándose de los sitios más reconocibles, estrangulando el resplandor de la luna, haciendo que Southampton se convirtiera en un lugar extraño y aterrador.
El polígono industrial de Empress Road estaba tan silencioso como un cementerio. Los talleres y fábricas habían dado por concluida su jornada, los mecánicos y los trabajadores del supermercado habían abandonado la zona y las prostitutas callejeras ya se estaban dejando ver. Vestidas con minifaldas y microtops, aspiraban con fruición sus cigarrillos, atesorando el poco calor que desprendían para poder protegerse de un frío que te congelaba el alma. Paseando arriba y abajo, trabajaban muy duro para poder vender su sexo, pero en esa penumbra se parecían más a fantasmas esqueléticos que a objetos de deseo.
El hombre condujo lentamente, sus ojos evaluando la fila de yonquis semidesnudas. Las examinó —de vez en cuando reconocía a alguna— y las descartó. No eran lo que estaba buscando. Esa noche andaba a la caza de algo especial.
La esperanza se mezcló con el miedo y la frustración. Durante muchos días no había sido capaz de pensar en otra cosa. Estaba tan cerca, pero ¿y si todo era una mentira? ¿Un mito urbano? Golpeó con fuerza el volante. Tenía que estar allí.
Nada. Nada. Nad…
Allí estaba. Sola, de pie, apoyada contra una pared recubierta de grafitis. El hombre se sintió cachondo de repente. Había algo diferente en esta. No se estaba mirando las uñas, ni fumando, ni cotilleando con las otras. Solo estaba esperando. Esperando a que algo sucediera.
Salió de la carretera y aparcó el coche en un lugar apartado y protegido de la vista por una alambrada. Tenía que ser cuidadoso, no debía dejar nada al azar. Miró a ambos lados de la calle por si venía alguien, pero la niebla lo ocultaba todo. Parecía que fueran las dos únicas personas que quedaban en el mundo.
Cruzó la calle para acercarse a ella y después se contuvo, haciendo más lentos sus pasos. No debía apresurarse. Esto era algo para saborear, para ser disfrutado. A veces la espera era más placentera que el acto, lo sabía por experiencia. Con esta tendría que tomarse su tiempo. En los días posteriores, querría recordarlo todo con tanto detalle como le fuera posible.
Ella estaba rodeada de casas abandonadas. Nadie quería seguir viviendo por allí y los edificios estaban vacíos y sucios. Eran refugios para yonquis e indigentes, con los suelos llenos de jeringuillas usadas y colchones mugrientos. Mientras cruzaba la calle, la chica le miró, atisbándole por debajo de su espeso flequillo. Apartándose de la pared, no dijo nada; solo señaló con la cabeza hacia el armazón del edificio más cercano antes de adentrarse en él. No hubo negociación ni preámbulos. Fue como si se hubiera resignado a su destino. Como si lo supiera.
Apresurándose para alcanzarla, el hombre se recreó observando su trasero, sus piernas, sus tacones, mientras su erección no dejaba de aumentar. Cuando ella desapareció en la oscuridad, empezó a andar más rápido. Ya no podía esperar más.
La tarima del suelo crujió con estruendo cuando él se coló en la casa. Ese edificio en ruinas era exactamente lo que había imaginado en sus fantasías. Un penetrante olor a humedad le abrumó la nariz; todo lo que le rodeaba estaba podrido. Pasó a lo que antes era el salón, ahora convertido en un vertedero de tangas abandonados y condones usados. Ella no se encontraba allí. Así que ahora se iban a poner a jugar al escondite, ¿no?
A la cocina. Ni rastro de ella. Salió de allí y subió las escaleras que llevaban hasta el piso superior. A cada paso, sus ojos inspeccionaban a un lado y a otro, buscando a su presa.
Fue hacia el dormitorio principal. Una cama co