Ni lo ves ni lo verás (Inspectora Helen Grace 2)

M.J. Arlidge

Fragmento

nil-1.xhtml

Índice

 

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72

Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78

Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85

Capítulo 86

Capítulo 87

Capítulo 88

Capítulo 89

Capítulo 90

Capítulo 91

Capítulo 92

Capítulo 93

Capítulo 94

Capítulo 95

Capítulo 96

Capítulo 97

Capítulo 98

Capítulo 99

Capítulo 100

Capítulo 101

Capítulo 102

Capítulo 103

Capítulo 104

Capítulo 105

Capítulo 106

Capítulo 107

Capítulo 108

Capítulo 109

Capítulo 110

Capítulo 111

Capítulo 112

Capítulo 113

Capítulo 114

Capítulo 115

Capítulo 116

Capítulo 117

Capítulo 118

Capítulo 119

Epílogo

Capítulo 120

Capítulo 121

Sobre el autor

Créditos

nil-2.xhtml

1

 

 

 

La niebla se deslizaba lentamente desde el mar, sofocando la ciudad. Descendía como un ejército invasor, apoderándose de los sitios más reconocibles, estrangulando el resplandor de la luna, haciendo que Southampton se convirtiera en un lugar extraño y aterrador.

El polígono industrial de Empress Road estaba tan silencioso como un cementerio. Los talleres y fábricas habían dado por concluida su jornada, los mecánicos y los trabajadores del supermercado habían abandonado la zona y las prostitutas callejeras ya se estaban dejando ver. Vestidas con minifaldas y microtops, aspiraban con fruición sus cigarrillos, atesorando el poco calor que desprendían para poder protegerse de un frío que te congelaba el alma. Paseando arriba y abajo, trabajaban muy duro para poder vender su sexo, pero en esa penumbra se parecían más a fantasmas esqueléticos que a objetos de deseo.

El hombre condujo lentamente, sus ojos evaluando la fila de yonquis semidesnudas. Las examinó —de vez en cuando reconocía a alguna— y las descartó. No eran lo que estaba buscando. Esa noche andaba a la caza de algo especial.

La esperanza se mezcló con el miedo y la frustración. Durante muchos días no había sido capaz de pensar en otra cosa. Estaba tan cerca, pero ¿y si todo era una mentira? ¿Un mito urbano? Golpeó con fuerza el volante. Tenía que estar allí.

Nada. Nada. Nad…

Allí estaba. Sola, de pie, apoyada contra una pared recubierta de grafitis. El hombre se sintió cachondo de repente. Había algo diferente en esta. No se estaba mirando las uñas, ni fumando, ni cotilleando con las otras. Solo estaba esperando. Esperando a que algo sucediera.

Salió de la carretera y aparcó el coche en un lugar apartado y protegido de la vista por una alambrada. Tenía que ser cuidadoso, no debía dejar nada al azar. Miró a ambos lados de la calle por si venía alguien, pero la niebla lo ocultaba todo. Parecía que fueran las dos únicas personas que quedaban en el mundo.

Cruzó la calle para acercarse a ella y después se contuvo, haciendo más lentos sus pasos. No debía apresurarse. Esto era algo para saborear, para ser disfrutado. A veces la espera era más placentera que el acto, lo sabía por experiencia. Con esta tendría que tomarse su tiempo. En los días posteriores, querría recordarlo todo con tanto detalle como le fuera posible.

Ella estaba rodeada de casas abandonadas. Nadie quería seguir viviendo por allí y los edificios estaban vacíos y sucios. Eran refugios para yonquis e indigentes, con los suelos llenos de jeringuillas usadas y colchones mugrientos. Mientras cruzaba la calle, la chica le miró, atisbándole por debajo de su espeso flequillo. Apartándose de la pared, no dijo nada; solo señaló con la cabeza hacia el armazón del edificio más cercano antes de adentrarse en él. No hubo negociación ni preámbulos. Fue como si se hubiera resignado a su destino. Como si lo supiera.

Apresurándose para alcanzarla, el hombre se recreó observando su trasero, sus piernas, sus tacones, mientras su erección no dejaba de aumentar. Cuando ella desapareció en la oscuridad, empezó a andar más rápido. Ya no podía esperar más.

La tarima del suelo crujió con estruendo cuando él se coló en la casa. Ese edificio en ruinas era exactamente lo que había imaginado en sus fantasías. Un penetrante olor a humedad le abrumó la nariz; todo lo que le rodeaba estaba podrido. Pasó a lo que antes era el salón, ahora convertido en un vertedero de tangas abandonados y condones usados. Ella no se encontraba allí. Así que ahora se iban a poner a jugar al escondite, ¿no?

A la cocina. Ni rastro de ella. Salió de allí y subió las escaleras que llevaban hasta el piso superior. A cada paso, sus ojos inspeccionaban a un lado y a otro, buscando a su presa.

Fue hacia el dormitorio principal. Una cama co

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos