Por un puñado de letras

Javier Bernal

Fragmento

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1

Martes 21 de abril de 2015, Lausanne, Suiza

Monsieur Mustafá, ¿desea que le acompañe alguien a su habitación?

—No, gracias, no es necesario. Conozco bien el camino, buenas noches.

Mustafá se alejó de la recepción por el resplandeciente suelo de grandes baldosas de mármol blanco adornadas con pequeños tacos negros en los vértices. Avanzó entre las numerosas columnas del lujoso vestíbulo en dirección al moderno ascensor de cristal verde incrustado en el hueco de la amplia escalera. Mientras subía a la segunda planta vio a dos hombres apostados discretamente en las esquinas del vestíbulo. Vestían traje oscuro, camisa blanca, corbata anodina y llevaban un diminuto receptor en la oreja.

El Beau-Rivage Palace, a orillas del lago Lemán, era probablemente uno de los hoteles más exquisitos y señoriales del mundo. Había sido seleccionado hacía poco por los gobiernos estadounidense e iraní como sede de las negociaciones del programa de desnuclearización del país persa y, aunque faltaba un mes para que las delegaciones iniciaran las conversaciones, desde hacía semanas la presencia de miembros de los servicios secretos de ambos países que maniobraban para sacar ventaja durante las reuniones era algo normal.

Una vez en el segundo piso, caminó junto a la barandilla de madera con balaústre de hierro forjado y se dirigió hacia su habitación. Torció a la izquierda por el ancho pasillo y llegó a la puerta de la 232. El exclusivo establecimiento suizo conservaba la anticuada tradición de entregar la llave unida a un llavero de hierro de dimensiones desproporcionadas. Mientras la introducía en la cerradura, pasos cercanos rompieron el silencio. Inquieto, se apresuró a girar la llave, pero los nervios le impidieron atinar. Las pisadas sobre el parqué de madera se hicieron cada vez más sonoras, giró la cabeza y guio sus pupilas de un punto a otro con nerviosismo. Se estremeció al pensar que en cualquier momento alguien pudiera doblar por el pasillo y situarse detrás de él.

Sintió una gota de sudor cayéndole por la frente y, justo entonces, la cerradura cedió. Giró el pomo y se apresuró a entrar. Echó los pestillos y por la mirilla observó la sombra de un hombre que se acercaba. Llevaba traje y corbata, pero pasó de largo decidido sin que pudiera ver su rostro, dejando la huella sonora de las ruedas de una pequeña maleta similar a la que él utilizaba. Le extrañó, porque no había visto a ningún otro cliente en el vestíbulo y a esas horas de la noche los pasillos solían estar vacíos, pero hizo un esfuerzo por calmarse, no podía vivir con aquella tensión permanente. Seguro que se trataba de otro huésped, se dijo.

Mustafá al Said era cliente asiduo del majestuoso Beau-Rivage Palace. Aunque le fascinaba aquel palacio reconvertido en hotel, decidió que en adelante se hospedaría en un establecimiento más moderno, con mejores sistemas de seguridad. Enganchó la cadena que colgaba de la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró. Solo entonces se sintió aliviado.

A continuación, inició el ritual que repetía en todos los hoteles en los que se hospedaba; fue al baño, abrió la pequeña maleta del equipaje de mano y sacó dos neceseres. Colocó uno en la repisa del lavabo, lo vació y situó todos los productos de aseo en fila sobre la encimera de mármol. Después abrió despacio la cremallera del segundo y sacó una Beretta 92, comprobó que estuviera cargada y le quitó el seguro; desdobló parcialmente una de las toallas blancas de mano del lavabo, puso el arma en el centro y la volvió a enrollar. Luego la dejó doblada en forma de cilindro de tal manera que por uno de sus lados pudiera meter la mano y coger la empuñadura del arma. La situó sobre la encimera.

Mustafá era un reconocido ingeniero civil en Túnez, su país natal, honrado y trabajador. No tenía familia, a excepción de algunos primos con los que no mantenía contacto. Durante muchos años se había dedicado con pasión a su profesión, diseñando grandes obras de infraestructuras. Su cometido en la vida cambió cuando recibió la llamada del gran Guía. Lo que este inicialmente le propuso fue un reto de ingeniería no muy complejo, pero que debía guardar en el más absoluto de los secretos. Mustafá completó el proyecto con éxito y discreción. Más adelante, cuando, tras ganarse enteramente su aprecio, el Guía le pidió que se convirtiera en su hombre de confianza para otros asuntos alejados de la ingeniería, no pudo negarse y su vida cambió para siempre. Aunque recibía por sus servicios importantes cantidades de dinero, lo que le motivaba era el sentido del deber y el orgullo de servir al Guía. Le profesaba verdadera devoción. Cuando escuchaba críticas a su persona y a los terribles actos de los que se le acusaba no las creía. Con él siempre se comportaba con exquisita educación; esas cosas eran manipulaciones de los gobiernos occidentales y de sus enemigos, se decía.

Todo cambió tras la violenta muerte del Guía. Mustafá huyó del país y se refugió en su casa victoriana del barrio de South Kensington de Londres, que solo abandonaba para viajes esporádicos a países lejanos y las estancias mensuales en Lausanne donde, además de resolver asuntos relativos a su patrimonio, disfrutaba del descanso y la paz que transmitía aquel maravilloso lugar. Sentado en la terraza del antiguo palacio, no se cansaba de admirar el espléndido paisaje. La visión del amanecer frente al lago y, tras él, las altas montañas de la cara norte de la cordillera de los Alpes suizos eran un verdadero regalo de la naturaleza. Por algo el selecto lugar había hospedado a aristócratas, estrellas del cine y de la música y a importantes magnates durante muchas décadas.

Pero ya nunca llegaba a relajarse por completo. Sabía que el secreto que guardaba desde la muerte del Guía era muy valioso y que había personas dispuestas a todo por conocerlo. Si la información caía en manos de esas mentes criminales, podría causar un inmenso daño, y Mustafá, ante todo un hombre bueno, no pensaba permitirlo. Él jamás se había aprovechado de nada, fueron las circunstancias y su sentido de la lealtad lo que le había llevado a esta situación, pero sentía una insoportable inquietud en cada viaje que emprendía. Por desconfianza descartó dirigirse a autoridades, pero quería dejar de ser el único guardián de aquel secreto. Tenía que ser astuto y encontrar la manera de cómo y cuándo hacerlo. No merecía esa vida en permanente tensión por proteger algo que no le pertenecía ni le interesaba.

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Pasaban las once de la noche y sintió el estómago vacío, entonces re

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