No es mío

Susi Fox

Fragmento

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Día 1
Sábado al amanecer

Un fino haz de luz proyecta una veta amarilla en el suelo, junto a la cama. Tengo la cabeza totalmente embotada, la lengua como una lija en la boca. Bajo la apretada sábana las piernas se me han dormido. Empujo los pies contra el algodón para intentar liberarlas.

Cuesta inhalar el aire, denso y caliente. La ventana de la derecha se halla fuera de mi alcance. Las cortinas de rayas están echadas; entre los pliegues únicamente se atisba un pálido resquicio de cielo salpicado de copas de árboles. Al lado de la cama hay un monitor emitiendo pitidos y destellos rojos intermitentes. Las barras de seguridad metálicas están subidas a ambos lados del colchón, desde los pies al torso. Un camisón de hospital blanco me cubre el pecho.

¿Cómo es que Mark no está aquí, a mi lado? Me incorporo sobre un codo y echo un vistazo a la habitación. Vacía. No hay ningún asiento. Tampoco una cuna.

Una cuna. La realidad me golpea. «El bebé».

Aparto la sábana y me remango el camisón hasta el cuello. Una gruesa venda me cubre el hueso púbico. Tengo el vientre menos protuberante que antes, y blando. Estoy vacía.

Me recuesto sobre el colchón inspirando. Percibo un retazo de recuerdo de los instantes anteriores a la sedación: una mascarilla sobre mi cara, la presión de esta contra las mejillas, el olor mohoso del plástico. La mirada penetrante del anestesista. A Mark, con la vista clavada en mí, parpadeando a cámara lenta. A continuación frío, punzante como una ortiga, en el dorso de la mano.

Acerco los dedos a los ojos. Enfoco la mirada. Un líquido transparente gotea por un tubo en mi vena. Tiro del plástico, fuertemente pegado a mi piel con esparadrapo.

Hay un timbre sobre la mesilla de noche. Alargo el brazo bruscamente por encima de la barra y con las prisas tiro un vaso de agua al suelo. El líquido forma un charco en la moqueta apelmazada y a continuación comienza a calar, creando una mancha dentada. Agarro el cable del timbre y consigo colocarlo sobre mi regazo. Lo aprieto con ambos pulgares y escucho un sonoro timbrazo que resuena en el pasillo, fuera de la habitación. El chirrido de un carrito de metal. El gemido de un bebé procedente de una habitación cercana.

Pero nadie acude.

Pulso el timbre sin cesar y oigo el eco del timbrazo más allá de la puerta. Y, aun así, nadie responde.

Una luz roja parpadea en el timbre; súbitamente, el color me resulta demasiado familiar. Sangre. ¿Sangré anoche? ¿Por qué no puedo acordarme? Ahora siento algo mucho peor. ¿Dónde está mi bebé?

—¿Hola? —exclamo en dirección al pasillo—. ¿Hay alguien ahí?

Trato de serenar mi respiración y observo atentamente a mi alrededor. Todo me produce una sensación de desasosiego. Hay un hilo de telaraña que pende de lo alto del techo, una fina grieta en la escayola que cubre el rodapié junto a la puerta, una mancha marrón desvaída en la sábana de la cama. No debería estar aquí. Este no es el Royal, con sus acogedoras suites de maternidad y habitaciones limpias y diáfanas. Allí las matronas son atentas y cariñosas. Suena una envolvente música relajante en todos los pasillos. Se suponía que yo iba a dar a luz a nuestra niña en el Royal.

Este..., este es el hospital que hay calle abajo, el que tiene esa «reputación». El que insistí en evitar en esta ciudad, lo bastante grande como para poder elegir, lo bastante pequeña como para conocer personalmente a todos los tocólogos. Como patóloga de la localidad, soy la encargada de redactar los informes de las autopsias de los bebés que no salen adelante. He visto cómo trabaja cada uno de los especialistas. Sé mejor que nadie la cantidad de cosas que pueden salir mal.

Me dan náuseas. «Eso» no le ha ocurrido a mi bebé. No después de todo. Es imposible. No puede ser.

La puerta se abre; la silueta de una mujer corpulenta se perfila contra las luces del pasillo.

—Ayuda. Por favor —digo.

—Oh, para eso estoy aquí.

La figura avanza bajo los focos empotrados en el techo: una matrona con un delantal azul marino. La placa identificativa que lleva prendida a la cintura reza: «Ursula».

—Discúlpeme. Hemos estado muy ocupadas —dice. Deja caer un puñado de carpetas a los pies de mi cama, coge la de arriba y la escudriña con las gafas que lleva colgadas de una fina cadena al cuello—. Saskia Martin.

—Esa no soy yo. —Se me estremece el corazón—. ¿Dónde está mi bebé?

Ursula me examina por encima de las gafas, deja caer la carpeta encima de la cama y coge la siguiente.

—Ah. ¿Es Sasha Moloney?

Asiento aliviada.

—Entonces es la del desprendimiento prematuro de placenta.

Ante mis ojos se forma la imagen de unas masas granates sobre el asfalto, humeantes. El hedor metálico de los coágulos, del sangrado de detrás de la placenta, desprendiendo a mi bebé del interior de mi útero antes de tiempo. Entonces, la hemorragia fue real, no mero fruto de mi imaginación.

—Cielo santo. Ha perdido mucha sangre.

No pregunto qué cantidad.

—Mi bebé. Por favor, dígame...

Echa un vistazo al informe.

—Tiene treinta y siete años.

—Sí.

—Y es primeriza.

—Efectivamente.

En ese momento se oyen llantos de bebés al unísono procedentes del pasillo. Finalmente, Ursula levanta la cabeza del informe.

—Le han practicado una cesárea de urgencia a las treinta y cinco semanas. Han trasladado al niño al nido. Felicidades.

«¿Un niño?». Inhalo bruscamente.

—Creía que iba a tener una niña.

Ursula ojea el informe y pega el índice a la hoja.

—Un varón, sin ninguna duda —dice.

Tardo unos instantes en asimilarlo. No es una niña; es un niño. Me pilla totalmente por sorpresa. Pero cabe la posibilidad de que la ecografía —y mi instinto maternal— haya fallado.

—¿Está segura?

—Desde luego. Aquí dice «niño». —Se le tensa la mandíbula—. Oh —masculla—. Eh...

«Oh, no. Lo que sea, el sexo es lo de menos con tal de que se encuentre bien. Por favor, por favor, que se encuentre bien...».

Ursula revuelve las hojas y, a continuación, me examina de nuevo a través de la mitad inferior de sus lentes bifocales.

—Parece que se encuentra bien. Cuesta leer los partes hoy en día. Hay muchísimos bebés. Y muchísimas madres que atender. Le dejaremos verlo en cuanto podamos.

Siento un tremendo alivio. Mi bebé está vivo. Soy madre. Y el niño que acabo de dar a luz se encuentra en algún lugar de este hospital. El corazón sigue aporreándome las costillas como un tambor.

—¿Puedo verlo ahora, por favor?

—Con suerte no tardará en verlo. Estamos desbordados. —Suelta un suspiro teatral—. Estoy segura de que se hace cargo. —Revisa el informe de nuevo—. Es médica, ¿no?

No estoy segura, pero parece que está jugando a una especie de juego perverso. Tal vez simplemente esté desbordada. He oído los comentarios sobre este lugar: objeto de constantes recortes presupuestarios, continua falta de

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