Escóndete (Detective Warren 1)

Lisa Gardner

Fragmento

doc-2.xhtml

1

 

 

 

 

Mi padre me lo explicó por primera vez cuando tenía siete años: el mundo es un sistema. La escuela es un sistema. Los vecinos son un sistema. Las ciudades, los gobiernos, cualquier grupo numeroso de gente también lo son. El mismo cuerpo humano es un sistema que funciona gracias a subsistemas biológicos menores.

La justicia penal, definitivamente, es un sistema. La Iglesia católica…, mejor no tocar el tema. También están el deporte organizado, la Organización de las Naciones Unidas y, por supuesto, el concurso de Miss América.

—No tiene por qué gustarte el sistema —me enseñaba—, no tienes que creer en él ni estar de acuerdo con él. Pero debes entenderlo. Si eres capaz de entender el sistema, sobrevivirás.

Una familia es un sistema.

 

 

Esa tarde, cuando llegué a casa del colegio, vi a mis padres sentados en nuestra sala de estar. Mi padre, profesor de matemáticas del MIT, el Instituto Tecnológico de Massachusetts, rara vez llegaba a casa antes de las siete. Sin embargo, estaba junto al apreciado sofá de flores de mi madre, con cinco maletas colocadas ordenadamente a sus pies. Mi madre lloraba. Cuando abrí la puerta de entrada se giró para ocultar el rostro, pero vi cómo se le agitaban los hombros.

Mis padres llevaban pesados abrigos de lana, algo extraño, teniendo en cuenta que era una tarde de octubre relativamente cálida.

Mi padre fue el primero en hablar.

—Ve a tu cuarto. Coge dos cosas. Las dos cosas que quieras. Pero date prisa, Annabelle, no tenemos mucho tiempo.

Los hombros de mi madre empezaron a agitarse con más fuerza. Dejé mi mochila en el suelo. Fui a mi cuarto y contemplé mi pequeño espacio pintado de rosa y de verde.

De todos los momentos de mi pasado, este es el que más me gusta recordar. Tres minutos en el dormitorio de mi juventud. Mis dedos se deslizaron por la mesa cubierta de pegatinas, revolotearon sobre las fotografías enmarcadas de mis abuelos, saltaron por encima de mi cepillo de plata grabado y el enorme espejo de mano. Pasé de largo por delante de mis libros. No presté atención a mi colección de canicas ni a mi antología pictórica del jardín de infancia. Recuerdo que fue una elección agónica entre mi perro de peluche favorito y mi tesoro más reciente, una Barbie vestida de novia. Me quedé con el perro, Boomer, y cogí mi adorada mantita de bebé de franela color rosa oscuro con un ribete rosa pálido de raso.

No me llevé mi diario, ni mi montoncito de notas cubiertas de garabatos de mi mejor amiga, Dori Petracelli. Ni siquiera mi álbum de fotos de bebé, que al menos me hubiera permitido conservar retratos de mi madre para el futuro. Era una niña pequeña asustada y me comporté de forma infantil.

Creo que mi padre sabía lo que iba a elegir. Creo que lo vio venir todo ya entonces.

Volví a la sala de estar. Mi padre estaba fuera, cargando el coche. Mi madre se aferraba a la columna que separaba la sala de estar de la cocina-comedor. Por un instante pensé que no cedería, que se pondría firme y exigiría a mi padre que se dejara de tonterías.

Pero alargó el brazo y acarició mi largo y oscuro cabello.

—Te quiero tanto —dijo atrayéndome hacia sí y abrazándome con fuerza, apretando sus mejillas húmedas contra mi cabeza. De repente me apartó y se enjugó enérgicamente las lágrimas de la cara—. Sal, cielo, tu padre tiene razón, debemos darnos prisa.

Seguí a mi madre al coche, con Boomer bajo el brazo, estrujando la mantita entre mis manos. Ocupamos nuestros sitios de siempre: mi padre en el asiento del conductor, mi madre en el del acompañante y yo en el asiento trasero.

Mi padre sacó nuestro pequeño Honda a la calle. Una lluvia de hojas amarillas y anaranjadas del haya danzaban al otro lado de la ventanilla del coche. Apoyé mis dedos en el cristal como si pudiera tocarlas.

—Saludad a los vecinos —dijo mi padre—, haced como si todo fuera normal.

Esa fue la última vez que vimos nuestra pequeña calle sin salida salpicada de robles.

Una familia es un sistema.

Condujimos hasta Tampa. Mi madre siempre había querido ver Florida, explicó mi padre. ¿No sería estupendo vivir entre palmeras y hermosas playas de arena blanca tras haber pasado tantos inviernos en Nueva Inglaterra?

Puesto que mi madre había elegido nuestro destino, a mi padre le tocó escoger nuestros nombres. Yo me llamaría Sally. Mi padre era Anthony y mi madre Claire. ¿No era divertido? Una nueva ciudad y un nombre nuevo. ¡Menuda aventura!

Al principio tenía pesadillas. Eran sueños terribles, terribles, de los que despertaba gritando.

—¡He visto algo, he visto algo!

—Solo ha sido un sueño —decía mi padre intentando consolarme mientras me acariciaba la espalda.

—¡Pero tengo miedo!

—Chsss. Eres demasiado joven para saber lo que es el miedo. Para eso están los papás.

No vivíamos entre palmeras y playas blancas. Mis padres nunca hablaron del asunto, pero, ya adulta, al mirar atrás, me doy cuenta de que un doctorado en matemáticas no era algo que ayudara precisamente a colocarse, sobre todo si se vivía bajo una identidad falsa. Mi padre se hizo taxista. Me encantaba su nuevo trabajo. Estaba en casa la mayor parte del día y que me recogiera en el colegio mi propio taxi personal resultaba de lo más glamuroso.

El colegio nuevo era más grande que el antiguo. Más duro. Creo que hice amigos, aunque no recuerdo mucho de nuestros días en Florida. Conservo más bien una sensación surrealista del tiempo y el espacio. Pasaba mis tardes en clases de entrenamiento en defensa personal para alumnos de primero y hasta mis padres me parecían extraños.

Mi padre no dejaba de dar vueltas por nuestro apartamento de un dormitorio.

—¿Qué dices, Sally? Vamos a adornar una palmera de Navidad, venga, ¡vamos a divertirnos!

Mi madre murmuraba ausente mientras pintaba nuestro salón de un brillante tono coral, sonreía al comprarse un bañador en noviembre y parecía sinceramente interesada mientras aprendía a cocinar diferentes tipos de pescado blanco y escamoso.

Creo que mis padres fueron felices en Florida. O al menos estaban decididos a serlo. Mi madre decoró nuestro apartamento. Mi padre retomó su hobby de dibujar. En las noches en las que no trabajaba, mi madre posaba para él junto a la ventana y yo me tumbaba en el sofá, feliz, mientras contemplaba los hábiles trazos de mi padre, que intentaba captar la sonrisa burlona de mi madre con un

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos