Sobreviviendo

Arantza Portabales

Fragmento

cap-1

Casting

VAL

Madrid, 6 de marzo de 2000

Sonrió, pero no demasiado. Solo el punto justo que había ensayado delante del espejo esa mañana. El de la derecha dirigía miradas furtivas a su escote. Su escasa generosidad debió de sorprenderle, porque arqueó una ceja con ademán irónico. Ella le respondió con un gesto idéntico. Una pequeña carcajada escapó de la boca de él. «Pillado», parecían decirle sus ojos. Era atractivo a su manera. A su lado, un hombre de unos sesenta años contemplaba la escena con aire contrariado.

Rápidamente recuperó la compostura. Lo miró de frente. Era de los que se impresionaban a la primera de cambio, incapaz de mirarla de lleno a los ojos. Por ahí todo controlado. La mujer era otra cosa, no se dejaría engañar por su presunta seguridad.

—Haga el favor de presentarse como si no supiéramos nada de usted —dijo ella.

—Me llamo Valentina Valdés, pero todo el mundo me llama Val. Tengo treinta años, un hijo de catorce y dos carreras universitarias: Derecho y Periodismo. También tengo un máster en Comunicación Audiovisual. Y soy viuda.

—Curioso currículum. Me atrevo a decir que esta presentación suscita muchas preguntas. Hablo por los tres.

—¿Val de Valentina o de Valdés? —preguntó el más joven.

—Supongo que de ambos, y permítame decirle que no era esa la primera pregunta que esperaba —contestó ella.

—¿Y qué esperaba? —preguntó la mujer.

—¿Por qué tuve un hijo de tan joven? ¿Cómo conseguí seguir estudiando? ¿De qué murió mi marido? Esas eran las preguntas que esperaba.

La mujer le sonrió por primera vez.

—Son muchas preguntas juntas.

—Que se responden enseguida. Me casé embarazada a los quince años. Mi marido era un hombre mayor. De hecho, mucho mayor que yo. Tenía una posición muy acomodada y nunca le importó que estudiase. La verdad es que se metía poco en esas cosas.

—Y entonces ¿qué hace usted aquí?

—El año pasado mi marido perdió su fortuna y de repente todo se vino abajo. Les ahorraré los detalles, basta con que sepan que se suicidó.

—Puede que no quiera darnos detalles, pero acabarán saliendo a la luz si al final la seleccionamos —insistió la mujer—. Si supera esta entrevista, todos estos datos se harán públicos, serán debatidos y expuestos. El proyecto que tenemos en mente es del todo innovador. Ignoro si sabe lo que es un programa de telerrealidad.

—Por supuesto que sí, ya les he dicho que tengo un máster en Comunicación Audiovisual. He estudiado el fenómeno en otros países. Los participantes de su programa pondrán su vida a disposición de la audiencia. Si son listos, escogerán las vidas más interesantes. Solo tengo que convencerlos de que la mía lo es.

—¿No le importa el daño que todo esto le puede hacer a su hijo?

—Está en un internado en Suiza. No podré vetar el acceso a toda la información, pero les aseguro que no será como si estuviera aquí, en España. Me ocuparé de eso.

—Usted no es el tipo de persona que acude a estas entrevistas. ¿Qué le hace pensar que es usted el perfil que estamos buscando?

—¿Cuál es el perfil? ¿Realmente tienen uno? Creo que no lo tienen. Creo que no tienen ni idea de lo que están buscando. Es más, creo que me necesitan. Soy inteligente, domino mis emociones y conozco los medios. Puede que no sea lo que ustedes creen que buscan, pero les diré una cosa: sé lo que quieren: quieren revolucionar su canal. Hacer algo que nunca se ha hecho. Y no solo sé lo que quieren: también sé cómo lograrlo.

—Lo tiene usted muy claro —dijo la mujer—. Está bien. Encenderemos la cámara. Mírela fijamente y díganos qué puede aportar usted a nuestro reality.

—Haremos algo mejor: ustedes van a dejar apagada esa cámara, y yo les diré toda la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó el más joven.

—La verdad es que he aguantado a un viejo asqueroso durante catorce interminables años y su familia quiere dejarme en la calle con lo puesto. La verdad es que después de moverme en los círculos más selectos de Madrid no me voy a conformar con una mísera pensión. La verdad es que yo conozco su negocio mejor que toda esa panda de indeseables que está ahí fuera, esperando su oportunidad para lucir músculos y tetas. La verdad es que, por encima de todo, quiero esos cien millones de pesetas. Soy lo bastante lista para asegurarles el éxito. Soy inteligente, manipuladora, culta y una verdadera hija de puta cuando me lo propongo. Y por si aún no se han dado cuenta, estoy muy pero que muy buena.

Lanzó un vistazo desafiante. Las cartas boca arriba.

Tras un angustioso silencio, el hombre mayor dibujó una leve sonrisa en su cara.

—¿Dónde demonios has estado escondida hasta ahora, Val?

cap-2

Asesina

ROI

Madrid, 18 de mayo de 2013

El rutinario sonido de la alarma del iPhone comenzó a elevar su volumen por enésima vez. Roi estiró el brazo en un vano intento de apagarla al tiempo que luchaba por abrir los ojos. Sentía la boca seca y las sienes le latían con fuerza.

—¡Hola, chico Wagner!

La dueña de la voz resultó ser una rubia de unos veinte años que le sonreía desnuda y tumbada junto a él en la cama. Miró el reloj. Mierda. Le había prometido a la abuela Wagner que la recogería para acompañarla al tanatorio. Ni siquiera recordaba quién había muerto. Se levantó casi de un salto, sabiendo de antemano que el esfuerzo resultaría inútil. Pasaban de las doce.

—Jana.

—¿Qué?

—Me llamo Jana, de Alejandra.

—Ya. Oye, Jana, lo pasamos muy bien anoche, pero ahora tengo que marcharme.

—Por supuesto, chico Wagner.

—Me llamo Roi.

—Sé cómo te llamas.

Desde luego que lo sabía. Todas lo sabían. Siempre. Los acontecimientos de la noche anterior fueron aclarándose poco a poco. Otra noche idéntica. Cambiaba el local, la chica, la habitación donde se despertaba. Lo que no cambiaba nunca eran las sonrisas forzadas y los silencios incómodos.

—Claro... Tengo que irme. Te llamaré, ¿vale? —prometió mientras se vestía a toda prisa.

Los dos sabían que no lo haría. Ni siquiera recordaba si le había pedido su número de teléfono. Roi hizo una leve señal con la mano y se dirigió a la puerta.

Los rayos del sol lo atacaron sin piedad. Sorprendido, se percató de que estaba cerca de la casa de la abuela Wagner. Antes de llegar allí tenía que rescatar su coche. El iPhone comenzó a vibrar de nuevo. Echó una ojeada rápida: catorce llamadas perdidas. Casi todas de la abuela. Una de su novia. Dos de Alonso. Buscó en el bolsillo de la cazadora las gafas de sol; no estaban. Impaciente, pulsó el botón de rellamada.

—Abuela, soy Roi. ¿Ha pasado algo?

—¿No lo sabes?

—¿El qué?

—Por teléfono no. Ven a casa. Inmediatamente. —El tono de la anciana no daba lugar a réplica.

El latido so

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