La isla de las musas

Verónica García Peña

Fragmento

Capítulo 1

1

Esta isla, que aún habito, fue mi casa, mi paraíso, mi inspiración y mi condena. En ella, desde niño, crecí de espaldas al mar; no sé nadar, nunca aprendí. Es hermoso el mar, pero su belleza y poder me agobian y no soy capaz de enfrentarme a su fuerza. Aquí me convertí en el hombre que soy y, al arrullo del viento del Atlántico, fue donde las musas me susurraron historias cargadas de belleza, amor y pasión. No lo he dicho todavía, pero soy escritor.

Desde que era pequeño podía ver a nuestro alrededor a las musas que nos acompañan, ignoradas por la mayoría, y que, deseosas de mostrarse, se acercaban a mí musitando sublimes historias que contar. Solo tenía que saber escuchar.

Un don. Un maravilloso don.

Gracias a esa habilidad, a la edad de veinte años, en 1925, me convertí en un escritor de éxito. Mi primera novela, tras varias antologías de relatos y algunas fábulas, me arrastró a un ascenso meteórico cargado de alabanzas, elogios y dinero. Este me llegó en abundancia, no puedo decir que no, si bien el capital a mí me daba igual, pues mi familia siempre tuvo mucho. Demasiado, dirían algunos. Mi padre, don Andrés Pedreira Mosquera, fue un gran naviero y, a su prematura muerte —falleció cuando yo todavía era muy joven—, mi madre, doña Aurora Ulloa Varela, supo hacer buenos negocios; siempre fue muy lista.

En apenas un par de años, me convertí en uno de los escritores más notables del panorama literario español, pero después el universo se confabuló para que la fortuna me esquivara y solo la desventura se desposara conmigo. Mi pluma se apagó, incapaz de escribir, y la memoria empezó a fallarme.

El éxito me arrastró a una vida licenciosa, enloquecedora, llena de fiestas, alcohol, mujeres y excesos. Una vida que me apartó de la literatura como se aleja uno de un apestado por miedo a una infección perentoria, y que me hizo arrinconar mi don y mi magia; mi persona. Aunque, para ser honestos, hacia el vicio y las fiestas que me hicieron olvidar no solo me empujó el éxito, la culpa también tuvo mucho que ver. Juegos del albur, que tan propicio es a enredar y a juguetear con uno sin enseñarle las reglas ni hablarle de los peligros y consecuencias que tiene hacer trampas.

Podía haber optado por quedarme en mi Galicia natal, en mi isla o en la casa familiar de Baiona, junto a mi madre, e intentar recobrar la memoria perdida, llena de lagunas y vacíos, y quién sabe si también la inspiración, mas preferí la intemperie como patria y, en 1930, prácticamente desaparecí. Juzgué más cómodo huir adonde nadie me conocía. Ser sordo y ciego entre quienes no sabían nada sobre el triunfo y andar por las calles sin nombre de grandes ciudades, como una parca en busca de almas, visitando sus burdeles y probando los placeres que el dinero podía proporcionarme. Así, junto a vagabundos, prostitutas y caballeros viciosos e indolentes, paseé por vetustas calles negando lo que un día había sido. De ese modo, también logré reprimir las pesadillas que, acompañando mi desmemoria, habían invadido mi mente y evocaban lo que era mejor que estuviera enterrado. Malos sueños que, como telarañas, se colaban en mi pensamiento sin que pudiera evitarlo y me obligaban a morder la pena y acallar mi corazón.

Alguna vez, en momentos de lucidez, intenté recordar, recuperar mi yo perdido, pero a mi alrededor el pasado permanecía escondido y cerrado. Apenas pequeñas luces entre las sombras. Apenas un poco de claridad. Demasiado esfuerzo para alguien que había preferido una vida libertina a una con penas y reproches.

Mi memoria desapareció casi por completo hasta que a comienzos de 1936 volví a mi casa en Baiona y, ese mismo verano, justo antes de que España se partiera en dos y la guerra la devorara, deshecho por los abusos y pasada la treintena, regresé a la isla que me lo había dado todo para sanar un cuerpo colmado de excesos, consumido, y empezar de nuevo.

Debo aclarar que, de la guerra, poco supimos o sentimos. Desajustes en el abastecimiento y miedo en el servicio, pero poco más. Estaba demasiado alejada como para que nadie, ni un bando ni el otro, se preocupara por ella.

Mi primera intención al regresar no era volver a escribir. Y tampoco recordar. Pero una vez allí, rodeado de los paisajes que alumbraron mi don, decidí recuperar al escritor que llevaba dentro, demostrar a los que me criticaban y decían de mí que solo fui flor de un día que se equivocaban. Es terrible advertir que el genio se ha ido y que lo que te rodea amenaza con sepultar tu ser en la más absoluta pequeñez.

No fue sencillo. No lo fue. Las musas, todas, para mi desgracia, se habían ido. Me habían dado de lado. No las podía ver. Mi don no regresaba y mi querida inspiración ya no me amaba. Frente a la página en blanco, desesperado y abrumado por la no creación, debía encontrar cómo volver a escribir, y la isla, mi isla, tenía que ayudarme.

Así transité por aquel verano del 36, y de tal forma habría seguido, sumido en el pesimismo y el vacío, si ella, ELLA, no hubiera aparecido a finales de septiembre. Porque cuando llegó, cuando la encontré, las letras volvieron a mi cabeza. Desordenadas y maltrechas, cierto, pero con ganas de formar algo nuevo y admirable que contar. Y no solo tornaron las letras, también parte de mi yo olvidado.

La primera vez que la vi salía yo apresurado de la casa familiar, del pazo de San Jorge, escapando de las palabras atropelladas y malhumoradas de mi mayordomo, el señor Vilar, por haber estado revolviendo el desván de la vivienda para matar el ansia que me devoraba por mi incapacidad para escribir. Ya había inspeccionado antes otras partes de la isla buscando entre sus miserias algo que diera luz a mi apagada pluma, y solo había conseguido obtener tierra empobrecida.

Como un trovador errante, buscaba entre los recuerdos de mi islote un estímulo, un motivo, algo, aun sabiendo que poco encontraría. Y es que, en la buhardilla, por ejemplo, entre las telarañas y el polvo, en la seguridad de una oscuridad perpetua, cubierta de tamo y antiguas sábanas, dormía solo una parte muy pequeña de la vida pasada. No sé si la mejor o la peor, pero solo una parte. El resto ya no estaba.

El éxito, que adulteró y falseó mi memoria, y me trajo al delirio como amante, también me había arrebatado mi historia con la preciosa ayuda de mi querida madre. Tan preocupada siempre por mí, en exceso, con la autoridad que la caracterizaba, cuando todo se torció y mi vida se llenó de tinieblas, mandó sacar del pazo la mayor parte de los objetos de mi niñez y juventud. E, incluso, ordenó quitar todos los cuadros, retratos familiares y fotografías. Hasta mi antigua ropa desapareció.

—Hijo mío, es mejor que el pasado viva en el pasado —me explicó—. Ahora es tiempo de empezar de nuevo y no de que las heridas sigan sangrando. Es mejor así, hijo. Créeme. Es mejor.

Yo no alcanzaba a concebir qué daño podían hacer los viejos juguetes o la ro

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