Tirar del hilo (Comisario Montalbano 29)

Andrea Camilleri

Fragmento

Capítulo 1
1

Estaban sentados en la terraza de Boccadasse, en silencio, disfrutando del aire fresco de la noche.

Livia se había pasado todo el día de un humor de perros. Siempre le pasaba lo mismo cuando Montalbano tenía que marcharse para volver a Vigàta.

De repente, ella, que estaba descalza, dijo:

—¿Vas a buscarme las zapatillas? Tengo frío en los pies. Será que empiezo a hacerme vieja.

El comisario se volvió hacia ella, asombrado.

—¿Por qué me miras así?

—¿Tú empiezas a hacerte vieja por los pies?

—¿Qué pasa? ¿Está prohibido?

—No, pero yo habría dicho que, primero, uno empezaba a hacerse viejo por algún otro órgano...

—No empieces a decir chorradas —replicó Livia en siciliano, cosa insólita en ella.

El comisario se quedó boquiabierto.

—Pero ¿por qué hablas así?

—Hablo como me da la gana. ¿Vale?

—No pretendía decir ninguna chorrada. Los órganos a los que me refería eran..., yo qué sé, la vista, el oído...

—¿Quieres hacer el favor de ir a buscarme las zapatillas o no?

—¿Dónde están?

—¿A ti qué te parece? Al lado de la cama. Las que tienen forma de gato.

Montalbano se levantó y se dirigió al dormitorio.

Aquellas zapatillas debían de mantener los pies calientes, pero le resultaban de lo más antipáticas porque eran clavaditas a dos gatos blancos y peludos con la cola negra. Por descontado, no las vio al lado de la cama.

Seguro que estaban debajo. Se acuclilló, pensando: «¡La espalda! Otra parte del cuerpo que te avisa de los primeros síntomas de la vejez.»

Alargó el brazo y empezó a tantear el suelo.

Tocó el pelo de una zapatilla y estaba ya a punto de agarrarla cuando un fuerte dolor lo pilló por sorpresa.

Apartó la mano al instante y se dio cuenta de que en el dorso tenía un profundo arañazo del que incluso salía un poco de sangre.

¿Era posible que hubiera sido un gato de verdad?

Pero ¡si en Boccadasse no había gatos!

Entonces encendió la lámpara de la mesilla de noche, la cogió y la acercó para descubrir qué lo había arañado.

No podía creer lo que veía.

Una de las zapatillas seguía siendo zapatilla, pero la otra se había transformado en un gato con todas las de la ley que lo contemplaba amenazante con las orejas gachas y el pelo erizado.

Pero ¿cómo era posible?

Lo dominó un arrebato de rabia.

Se levantó, dejó la lámpara, se fue al baño, abrió el armarito de las medicinas y se desinfectó la herida con un poco de alcohol.

Acto seguido, volvió a la terraza y se sentó sin decir ni mu.

—¿Y las zapatillas? —preguntó Livia.

—Ve a buscártelas tú, si te atreves.

Livia lo miró con desdén, negó con la cabeza como compadeciéndolo, se levantó y entró en la casa.

Montalbano se miró la herida de la mano. La hemorragia se había cortado, pero el arañazo era profundo.

Livia volvió, se sentó y cruzó las piernas; llevaba las zapatillas puestas.

—¿No has visto un gato? —preguntó Montalbano.

—Pero ¿qué dices? En mi casa nunca ha entrado un gato.

—Ya, ¿y esto quién me lo ha hecho? —replicó él, mostrándole la herida.

Y entonces, con enorme estupor, comprobó que no tenía nada en el dorso de la mano, que estaba sana, perfecta.

—¿El qué? Yo no veo nada.

El comisario se agachó de golpe y le quitó una de las zapatillas.

—¡Este arañazo me lo ha hecho tu falsa zapatilla! —dijo con voz alterada, antes de lanzarla por encima de la barandilla.

En ese momento, Livia pegó un grito tan tremendo que...

... que Montalbano se despertó.

No estaban en Boccadasse, sino en Vigàta, y Livia dormía a pierna suelta a su lado. Por la ventana entraba la pálida luz del amanecer.

Montalbano tuvo claro que iba a ser un día de viento del suroeste.

El ruido del mar era fuerte.

Se levantó y se metió en el baño.

Al cabo de una hora y media, Livia se reunió en la cocina con el comisario, que había servido el desayuno para ella y una buena taza de café para sí mismo.

—¿Cómo quedamos? —preguntó Livia—. Tengo que estar en la parada del coche de línea a la una para ir a Punta Raisi a coger el avión.

—Siento no poder llevarte, pero es que no puedo dejar la comisaría ni una hora. Ya has visto en qué situación nos encontramos. Vamos a hacer una cosa: cuando estés lista, me llamas y vengo a buscarte para llevarte a la parada del coche de línea.

—Muy bien, pero esta vez cumplirás la promesa de ir a verme a Boccadasse, ¿eh? No admito excusas.

—Te he dicho que voy a ir y voy a ir.

—Con el traje nuevo —insistió Livia.

—Vale. Con el traje nuevo —contestó Montalbano a regañadientes.

Le habían estado dando vueltas como mínimo dos horas al día durante el poco tiempo que Livia había pasado en Vigàta.

Al llegar, nada más bajar del avión, antes incluso de darle un abrazo, ya había querido comunicarle la buena noticia:

—¿Sabes qué? Giovanna vuelve a casarse dentro de unos días.

Montalbano había puesto los ojos como platos.

—¿Giovanna? Pero... ¿qué Giovanna? ¿Tu amiga? ¿Y con quién se casa? ¿Y los niños?

Livia se había echado a reír y le había hecho un gesto para que fueran hacia el coche.

—Te lo cuento todo por el camino.

Apenas había arrancado, el comisario había empezado a interrogarla:

—¿Y Stefano? ¿Stefano cómo se lo ha tomado?

—¿Cómo quieres que se lo haya tomado? Estupendamente. Llevan más de veinte años casados.

Montalbano se había sumido en la confusión más absoluta.

—Pero ¿cómo puede un hombre, después de veinte años de matrimonio y dos hijos, estar contento de que su mujer se case con otro?

A Livia le había entrado tal ataque de risa que, con lágrimas en los ojos, había tenido que quitarse el cinturón de seguridad para doblarse por la mitad.

Había tardado un rato en conseguir calmarse y, por fin, poder hablar:

—¡Qué cosas se te ocurren! ¿Cómo puedes pensar que...? ¡Giovanna vuelve a casarse con Stefano!

—¿Se habían divorciado? ¿Y no me lo habías contado?

—No, no se han divorciado...

—Entonces ¿por qué tienen que volver a casarse?

—No es que «tengan» que volver a casarse. Nada que ver. Lo que quieren es repetir los votos.

—¡¿Repetir los votos?!

Montalbano estaba tan confundido que le había dado miedo seguir conduciendo y había parado en el arcén.

—¿Qué cojones es eso? ¡No entiendo nada de nada! —

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