El hombre de Calcuta (Los casos del capitán Sam Wyndham 1)

Abir Mukherjee

Fragmento

Uno

UNO

Miércoles, 9 de abril de 1919

Al menos iba bien vestido, con corbata negra, esmoquin y demás. Puestos a que te maten, mejor morir con tus mejores galas.

El hedor me arañaba la garganta y me hacía toser. Al cabo de pocas horas sería insoportable, tanto como para provocarle arcadas incluso a un pescadero de Calcuta. Saqué un paquete de cigarrillos Capstan, encendí uno y di una calada para limpiarme los pulmones con el humo dulce. En el trópico, la muerte huele peor. La muerte y casi todo.

Lo había descubierto un peon bajito y flaco que estaba de ronda, y que casi se muere del susto, el pobre: una hora después seguía temblando. Se había topado con él en un callejón oscuro sin salida, lo que los nativos llaman un gullee: muros destartalados a los tres lados y un trozo de cielo que sólo se ve forzando mucho el cuello. Debía de tener muy buena vista, el muchacho, para haber descubierto a oscuras el cadáver... Aunque lo más probable era que se hubiera dejado guiar por el olfato.

El cuerpo estaba retorcido, medio hundido boca arriba en una cloaca al aire libre. Un tajo en la garganta, los brazos y las piernas doblados de manera antinatural, y una gran mancha de sangre marrón en la camisa blanca almidonada. En una mano le faltaba más de un dedo, y tenía una órbita vacía, indignidad final debida a los enormes e irascibles cuervos negros que en esos momentos seguían montando guardia en los tejados. Un final, en resumidas cuentas, no muy digno para un burra sahib.

En fin, cosas peores había visto yo.

Y luego estaba el mensaje, una bola de papel empapada de sangre que le habían metido en la boca como un tapón de corcho en una botella. Era un toque interesante, y para mí desconocido. Cuando crees haberlo visto todo, agradeces que aún haya asesinos con la capacidad de sorprenderte.

Se había formado un grupo de nativos, un batiburrillo de mirones, vendedores ambulantes y amas de casa que se apretujaban para alcanzar a ver algo del cadáver. La noticia había corrido como la pólvora. Siempre pasa. Los asesinatos son un buen entretenimiento en todo el mundo y aquí, en la Ciudad Negra, se podrían vender entradas para ver a un sahib muerto. Vi que Digby mandaba acordonar la zona a varios policías locales, que a su vez se liaron a gritos con la multitud, provocando en respuesta un alud de burlas e insultos en voces extranjeras. Entonces, entre maldiciones, los agentes blandieron sus lathis de bambú y procedieron a dar golpes a diestro y siniestro, hasta que la chusma se batió poco a poco en retirada.

Se me había pegado la camisa a la espalda. No eran ni las nueve y hasta en ese callejón, donde no daba el sol, hacía un calor agobiante. Me puse de rodillas al lado del cadáver y lo cacheé. En el bolsillo interior de la chaqueta del esmoquin había un bulto. Metí la mano y extraje el contenido: una cartera de piel negra, unas llaves y monedas. Metí las llaves y la calderilla en una bolsa para pruebas. Luego me fijé en el billetero, viejo, de piel blanda y gastada. En su momento debía de haber sido caro. Dentro había una foto arrugada y deslucida por el uso. Era de una mujer de menos de treinta años, a juzgar por su aspecto, vestida de un modo que sugería que la foto no era muy reciente. Le di la vuelta. En el dorso llevaba impresa la leyenda «Ferries & Sons, Sauchiehall St., Glasgow». Me la metí en el bolsillo. Por lo demás, la cartera estaba casi vacía, sin billetes ni tarjetas de visita; sólo algunos comprobantes, pero ningún detalle sobre la identidad del muerto. La cerré y, tras guardarla en la misma bolsa que los otros objetos, centré mi atención en la bola de papel que la víctima tenía metida en la boca. Tiré de ella con suavidad para no provocar ninguna alteración innecesaria en el cadáver. Salió sin resistencia. Papel de buena calidad. Pesado, como los de los hoteles de postín. Lo alisé. En un lado había tres renglones escritos a mano, con tinta negra y en escritura oriental.

Llamé a Digby, hijo esbelto y rubio del Imperio, con un gran mostacho militar y aires de haber nacido para el mando; subordinado mío, por cierto, aunque no siempre se notase. Llevaba diez años en la Policía Imperial, y a decir de él mismo, estaba avezado a tratar con los nativos. Se acercó, secándose el sudor de las palmas en la guerrera.

—Qué raro que aparezca un sahib asesinado en esta parte de la ciudad —dijo.

—Bueno, a mí un sahib asesinado me habría parecido raro en cualquier parte de Calcuta.

Se encogió de hombros.

—Pues se sorprendería, compañero.

Le di el papel.

—¿Qué me dice de esto?

Hizo ostentación de examinarlo del derecho y del revés antes de contestar.

—A mí me parece bengalí..., señor.

La última palabra la escupió, y lo entendí: nunca es fácil que te pasen por alto en los ascensos, y menos si el ascendido acaba de llegar de Londres y es nuevo en la ciudad. Lo cual, por otra parte, era problema suyo, no mío.

—¿Lo entiende? —pregunté.

—Pues claro que lo entiendo. Pone: «SE ACABARON LOS AVISOS. VA A CORRER SANGRE INGLESA POR LAS CALLES. ¡FUERA DE LA INDIA!»

Me devolvió el mensaje.

—Parece un acto terrorista —dijo—, aunque ni los terroristas suelen ir tan lejos.

Supuse que tenía razón, pero lo que quería eran hechos, no precipitarme en mis conclusiones. Y lo más importante: no me gustaba su tono.

—Quiero un registro completo de la zona —dije—. Y quiero saber quién es.

—Ah, pero si eso ya lo sé yo —contestó Digby—: se llama MacAuley, Alexander MacAuley, es un pez gordo de Writers.

—¿De dónde?

Digby puso cara de haberse tragado algo de pésimo sabor.

—Writers’ Building... señor... es la sede administrativa del gobierno de Bengala, y de gran parte del resto de la India. MacAuley es, o mejor dicho era, uno de sus capitostes, nada menos que el brazo derecho del vicegobernador. Lo cual parece reforzar la hipótesis del crimen político, ¿verdad, compañero?

—Usted proceda con la búsqueda —dije con un suspiro.

—Sí, señor —respondió él con un saludo militar.

Luego miró a su alrededor hasta fijar la vista en un sargento joven, nativo, que estaba muy atento a una ventana que daba al callejón.

—¡Sargento Banerjee! —gritó—. Venga aquí, por favor.

El indio se volvió y, después de cuadrarse, se acercó deprisa y saludó.

—Capitán Wyndham —dijo Digby—, le presento al sargento Surrender-not Banerjee. Al parecer es una de las mejores incorporaciones de los últimos tiempos a la Policía Imperial de Su Majestad, y el primer indio en situarse entre los tres mejores en las pruebas de ingreso.

—Impresionante —dije, porque lo era y porque por el tono me pareció que Digby no estaba de acuerdo.

El sargento se limitó a mostrarse cohibido.

—El sargento, y los de su clase —añadió

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