La sonrisa de Angelica (Comisario Montalbano 21)

Andrea Camilleri

Fragmento

9788415630173-2.xhtml

2

En cuanto entró en la comisaría, se percató de que Catarella tenía el semblante triste y descompuesto.

—¿Qué ocurre?

—Nada, dottori.

—¡Sabes que a mí tienes que decírmelo todo! Adelante, ¿qué te ha pasado?

Catarella cantó de plano.

—¡Dottori, yo no tengo la culpa de que al dottori Augello lo hayan puesto en libertad! ¡Yo no tengo la culpa de que Fazio se hubiera ido al mercado! ¿A quién podía dirigirme? ¿Quién me quedaba? ¡Usía solamente! ¡Y usía me ha tratado muy mal!

Estaba llorando y, para que Montalbano no lo viera, hablaba con el cuerpo girado tres cuartos.

—Perdona, Catarè, pero esta mañana estaba nervioso por asuntos míos. Tú no tienes nada que ver. Perdona.

Acababa de sentarse cuando Fazio entró en su despacho.

—Dottore, perdone que no haya podido ir yo, pero la riña en el mercado...

—Al parecer, ésta es la mañana de los perdones. Está bien, siéntate y te cuento lo del robo.

—Curioso —dijo Fazio, moviendo la cabeza, cuando el comisario terminó.

—Sí, es un robo planeado a la perfección. En Vigàta nunca se había cometido un delito tan estudiado.

Fazio negó con la cabeza.

—No me refería a la perfección, sino a la duplicación.

—¿Qué quieres decir?

—Dottore, hace tres días hubo un robo exactamente igual que éste, clavado punto por punto.

—¿Y por qué no se me informó?

—Porque usía nos tiene dicho que no quiere que le toquemos las pelotas con asuntos de robos. Se ocupó el dottor Augello.

—Cuéntame.

—¿Conoce a Lojacono, el abogado?

—¿Emilio Lojacono? ¿Ese cincuentón gordo que cojea?

—Ese mismo.

—¿Y bien?

—Todos los sábados por la mañana su mujer va a Ravanusa para visitar a su madre.

—Espléndido ejemplo de amor filial. Pero ¿a mí qué coño me importa? ¿Y en qué nos afecta a nosotros?

—Nos afecta, nos afecta. Un poco de paciencia. ¿Usía conoce a la dottoressa Vaccaro?

—¿La farmacéutica?

—Esa misma. Su marido también va todos los sábados por la mañana a visitar a su madre, aunque él va a Favara.

Montalbano empezó a ponerse de los nervios.

—¿Quieres hacer el favor de ir de una vez al meollo del asunto?

—Estoy llegando. Resulta que el señor Lojacono y la dottoressa Vaccaro aprovechan la lejanía de sus respectivos cónyuges para pasar juntos la noche del sábado en la casa de campo del abogado.

—¿Desde cuándo son amantes?

—Desde hace un año y pico.

—¿Y quién lo sabe?

—Toda la ciudad.

—Vamos bien. Bueno, ¿y qué pasó?

—El abogado es un hombre conocido por su precisión; hace siempre los mismos gestos, nunca falla. Por ejemplo, cuando va a la casa de campo con su amante, siempre pone las llaves encima del televisor, que está a un metro de una ventana que deja entornada, día y noche, haga frío o calor. ¿Le queda claro?

—Clarísimo.

—Los ladrones introdujeron una pértiga de madera de más de tres metros, con una punta metálica imantada, a través de la verja y la ventana, y se agenciaron el manojo de llaves con el imán.

—¿Cómo habéis averiguado lo de la pértiga?

—La encontramos allí.

—Continúa.

—Abrieron la verja y la puerta del chalet, entraron en el dormitorio y adormilaron al abogado y la dottoressa con un gas. Cogieron las cosas de valor, subieron en los dos coches, porque la dottoressa había ido con el suyo, y vinieron a Vigàta a desvalijar sus respectivas casas.

—Entonces, los ladrones eran como mínimo tres.

—¿Por qué?

—Porque forzosamente tenía que haber un tercer hombre, el que conducía el vehículo de los ladrones.

—Es verdad.

—¿Y cómo es que las televisiones locales no han hablado de este asunto?

—Hemos hecho un buen trabajo intentando evitar un escándalo.

En ese momento entró Catarella.

—Pido pirdón, pero acaban de llegar ahora mismito los señores Penettone.

Montalbano le dirigió una mirada asesina, pero prefirió no decirle nada. Catarella era capaz de ponerse a llorar otra vez.

—¿Se llaman así? —preguntó Fazio, atónito.

—¡Qué va! Se llaman Peritore. Oye, recíbelos en tu despacho, que presenten la denuncia y te den la lista que les he pedido, y vuelve aquí.

Cuando llevaba una media hora firmando documentos, que se amontonaban en su mesa, sonó el teléfono.

—Dottori, es su novia.

—¿Está aquí?

—No, siñor; está en la línea.

—Dile que no estoy —ordenó, dejándose llevar por un impulso.

Catarella se quedó de una pieza.

—Dottori, pido comprensión y perdón, quizá usía no ha entendido quién está en la línea. Se trata de su novia Livia, no sé si me he explicado...

—Lo he entendido, Catarè; no estoy.

—Como usía quiera.

Y al cabo de un segundo, Montalbano se arrepintió. Pero ¿qué tonterías estaba haciendo? Actuaba como un crío enfurruñado con una niña. ¿Y ahora cómo lo arreglaba? Se le ocurrió una idea.

Se levantó y fue al cuarto de Catarella.

—Préstame tu móvil.

Luego se dirigió al aparcamiento, se metió en el coche y se fue. Una vez en medio del tráfico, llamó a Livia con el móvil.

—Hola, Livia, soy Salvo. Catarella me ha dicho que... Estoy conduciendo; sé breve, dime.

—¡Menuda joya está hecha tu Adelina! —exclamó Livia.

—¿Qué ha hecho?

—¡Para empezar, yo iba desnuda y me la he encontrado delante! ¡No ha llamado!

—Perdona, pero ¿por qué tendría que h

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos