Pista negra (Subjefe Rocco Schiavone 1)

Antonio Manzini

Fragmento

9788415630838-4

JUEVES

Los esquiadores se habían ido y el sol, que acababa de ocultarse tras las cimas rocosas de un gris azulado donde se habían quedado enredadas algunas nubes, teñía la nieve de rosa. La luna esperaba la oscuridad para iluminar todo el valle hasta la mañana siguiente.

Los remontes estaban parados y en las cabañas de alta montaña habían apagado las luces. Sólo se oían los motores de las máquinas pisanieves, que subían y bajaban para acondicionar el fondo de las pistas de esquí excavadas entre bosques y rocas en las laderas de las montañas.

Al día siguiente empezaría el fin de semana y la estación de Champoluc se llenaría de turistas dispuestos a horadar la nieve con los cantos de los esquís. Había que hacer un trabajo minucioso.

A Amedeo Gunelli le había tocado la pista más larga. La Ostafa. Un kilómetro de largo por unos sesenta metros de ancho. Era la principal de Champoluc, la que utilizaban tanto los monitores de esquí con sus alumnos principiantes como los esquiadores expertos para practicar maniobras difíciles. La que requería más trabajo, la que empezaba a perder el manto blanco ya a la hora de comer. De hecho, estaba sin nieve en varios puntos. Piedras y tierra, sobre todo en el centro, la dejaban en malas condiciones.

Amedeo había empezado desde arriba. Sólo llevaba tres meses en aquel trabajo. No era difícil. Bastaba con aprender a manejar los mandos del mastodonte oruga y estar tranquilo. Aquello era lo más importante. Tranquilidad y nada de prisa.

Se había puesto los auriculares del iPod con los éxitos de Ligabue y había encendido el porro que le había dado Luigi Bionaz, el jefe de los conductores, su mejor amigo. Si Amedeo tenía un trabajo y llevaba mil euros al mes a casa, era gracias a él. En el asiento de al lado había dejado la petaca con grapa y el walkie-talkie. Todo estaba listo para las horas de trabajo.

Amedeo recogía la nieve de los bordes, la extendía sobre las zonas más desprotegidas y la picaba con la fresa, mientras que el cepillo la aplanaba hasta convertir la pista en una mesa de billar. Amedeo era un hombre valiente, pero estar allí solo no le gustaba. Suele creerse que la gente de montaña es amante de la vida solitaria y un poco agreste. Nada más lejos de la realidad. O, al menos, nada más lejos en su caso. A él le gustaban las luces, el jaleo, la gente y charlar hasta el amanecer.

—Una vita da medianooo! —cantaba a gritos para hacerse compañía.

Su voz retumbaba en las ventanillas de plexiglás mientras se concentraba en la nieve, que, bajo el resplandor lunar, se volvía cada vez más azul. Si hubiera alzado la mirada, habría visto un espectáculo de los que cortan la respiración. En lo alto, el cielo presentaba un azul oscuro como el de las profundidades marinas. En cambio, alrededor de las cimas de los montes estaba anaranjado. Los últimos rayos oblicuos de sol coloreaban los glaciares eternos de violeta y la panza de las nubes de un gris metálico. Sobre el conjunto dominaban, imponentes, los flancos oscuros de los Alpes. Amedeo bebió un trago de grapa y echó un vistazo hacia abajo: un pesebre lleno de caminos, casitas y luces. Un espectáculo de ensueño para quien no hubiera nacido en aquellos valles. Para él, un panorama gris y desolador.

—Certe notti la radio che passa Neil Young sembra avere capito chi seiii...

Había terminado el muro inicial. Dio la vuelta con la máquina pisanieves para bajar hacia el segundo trecho y se encontró ante un tramo de pista negra. Daba miedo. Una extensión de hielo y nieve cuyo final no alcanzaba a ver.

Sólo quien llevaba años trabajando en aquello y manejaba la pisanieves como un triciclo se aventuraba a recorrer aquella bajada serpenteante cortada a pico que conducía al desvío. Y, en cualquier caso, por aquella parte en concreto no se pasaba. Se dejaba tal cual. Demasiado estrecha. Si colocabas mal la oruga, podías volcar y el mastodonte te caería encima con todas sus toneladas. Eran los esquiadores quienes se encargaban de acondicionar el terreno, pasando y volviendo a pasar sobre la nieve. Sólo una vez al mes iban allí con las palas, cuando la situación era extrema y había que aplanar forzosamente las rocas heladas que se formaban. De lo contrario, sobre aquellos bloques y placas, ligamentos y meniscos se rompían con facilidad.

El walkie-talkie que descansaba sobre el asiento parpadeó. Alguien estaba llamándolo. Amedeo se quitó los auriculares y cogió la radio.

—Aquí Amedeo.

El aparato chisporroteó y se oyó la voz del jefe, Luigi:

—Amedeo, ¿dónde estás?

—Justo delante del muro, arriba.

—Déjalo ya. Baja y haz el trozo que llega al pueblo. De lo de arriba me encargo yo.

—Gracias, Luigi.

—Oye —añadió—, acuérdate de que para bajar al pueblo tienes que tomar el atajo.

—¿Te refieres al caminito?

—Sí, el que sale de Crest, así no pasas por la pista que está haciendo Berardo. Ve por el atajo, ¿entendido?

—Recibido. ¡Gracias!

—Pero ¡qué gracias ni qué puñetas! ¡Me debes un vino antes de cenar!

Amedeo sonrió.

—¡Hecho! —Volvió a ponerse los auriculares, metió la marcha más baja y se alejó de la pendiente—. Balliamo un fandango... oh oh oh... —se puso a cantar de nuevo.

En el cielo, las nubes se habían arracimado de repente, tapando la luna. Siempre igual, en la montaña basta un instante para que el tiempo cambie a la velocidad del viento de altura. Amedeo lo sabía. Las previsiones para el fin de semana eran pésimas.

Los potentes faros de la pisanieves iluminaban la pista y la masa de troncos de abetos y alerces del borde. Entre los brazos oscuros de los árboles se entreveían aún las luces de Champoluc.

—Balliamo sul mondooo oh oh...

Para bajar hacia el pueblo y enfilar la pista final tenía que pasar por delante de la escuela de esquí y el garaje de las pisanieves.

Lanzó el filtro chamuscado del porro por la ventanilla. En ese momento, los faros de otra pisanieves lo deslumbraron. Se puso una mano delante de los ojos. El vehículo que subía se acercó. Era Berardo, uno de sus compañeros.

—Pero ¿eres tonto o qué? ¡Me has deslumbrado!

Aquel idiota se echó a reír.

—Oye, de lo de arriba se encarga Luigi. Yo bajo para hacer el final de la pista, en el pueblo.

—Recibido —le contestó Berardo, que ya tenía la nariz roja—. ¿Nos tomamos un vinito esta noche en el bar de Mario y Michael?

—Tengo que invitar a Luigi, me toca. Bueno, ¡sigo para abajo! —le gritó Amedeo.

—¡Haz el camino de Crest, que la pista de arriba ya la he hecho yo!

—¡Tranquilo, voy por el atajo! ¡Hasta luego!

Berardo siguió por el mismo camino. Amedeo, en cambio, según las instrucciones recibidas, giró hacia Crest, que era un pequeño grupo de casas y albergues situado sobre las pistas, casi todos deshabitados, aparte de un refugio y un par de cabañas de unos genoveses que preferían el esquí a su ciudad. Desde allí, a través de los bosques, saldría al atajo que lo llevaría ochocientos metros más abajo. Daría un repaso al tramo de la pista que llegaba hasta el pueblo y luego, por fin, tomaría unos vinos entre charlas y risas con los ingleses ya borrachos. Atravesó las escasas luces del conglomerado y lo dejó a su espalda. El camino por donde debían pasar las pisanieves estaba claramente delimitado.

—Ti brucerai, piccola stella senza cielo...

Empezó a bajar despacio por aquel sendero que sólo utilizaban los todoterrenos en verano para llegar a Crest. Los faros instalados sobre el techo iluminaban el atajo como si fuera de día. La probabilidad de salirse era prácticamente de cero.

—Ti brucerai...

Ningún problema. Las orugas resistían muy bien. Sólo la cabina se había inclinado como un tiovivo de feria. Pero era incluso divertido.

—Ti bruceraiii...

De pronto, la fresa chocó contra algo duro y la pisanieves dio un bote sobre las orugas. Amedeo se volvió para ver qué había golpeado. Una piedra o tierra. Desde la luneta posterior, las luces iluminaban la nieve removida del sendero.

Pero enseguida se dio cuenta de que había algo raro justo en el centro del camino.

Un rodal sucio de un par de metros como mínimo.

Frenó.

Se quitó los auriculares del iPod, apagó el motor y bajó.

Silencio.

Las botas se hundieron en la nieve. En el centro del camino había una mancha.

—¿Qué demonios es eso? —masculló.

Echó a andar. A medida que se acercaba, el rodal que se extendía en el centro iba cambiando de color. Primero negro, luego violáceo. El viento silbaba quedamente entre las agujas de los abetos y esparcía plumas por todas partes.

Blancas, pequeñas y ligeras.

«¿Una gallina? ¿He atropellado a una gallina?», pensó.

Seguía avanzando por la nieve, en la que se hundía diez centímetros a cada paso. Las plumas se elevaban sobre el manto nevado en pequeños remolinos. Ahora la mancha era marrón.

«¿Qué coño he atropellado? ¿Un animal?»

Pero ¿cómo no lo había visto, con los siete faros halógenos de que disponía el vehículo? Además, el ruido lo habría alertado.

Estaba a punto de pisarlo, cuando por fin vio lo que era: un rodal de sangre roja, adherida al manto inmaculado de la nieve. Era enorme. A no ser que hubiera atropellado un gallinero entero, para un solo animal aquella cantidad de sangre era desproporcionada.

Rodeó la mancha hasta el punto donde el rojo era más intenso, casi brillante. Se agachó, miró mejor.

Y lo vio.

Se alejó corriendo, pero no consiguió llegar al bosque. Vomitó directamente en el atajo de Crest.

Una llamada al móvil a aquellas horas le tocaba los cojones, igual que una carta certificada de Hacienda. El subjefe de policía Rocco Schiavone, quinta del sesenta y seis, estaba tumbado en la cama y se miraba la uña del pulgar del pie derecho, que se le había ennegrecido. Por culpa del cajón del fichero que D’Intino le había tirado accidentalmente encima mientras buscaba como un histérico la solicitud de expedición de pasaportes. Schiavone odiaba al agente D’Intino. Y aquella tarde, después de la enésima gilipollez del policía, se había prometido a sí mismo y a toda la población de Aosta que haría lo imposible para mandar a aquel idiota a alguna comisaría remota del tacón de la bota.

Alargó el brazo y cogió el Nokia, que no paraba de sonar. Miró la pantalla. Era de la jefatura.

Una tocada de cojones de octavo grado. Tal vez de noveno.

Rocco Schiavone tenía una personalísima escala de valoración de las tocadas de cojones que la vida le reservaba día tras día con absoluta indiferencia. La escala empezaba en el sexto grado, o sea, todo lo relacionado con las obligaciones domésticas: recados, fontaneros, alquileres... En el séptimo estaban los centros comerciales, los bancos, las oficinas de correos, los laboratorios de análisis, los médicos en general, especialmente los dentistas, y, para acabar, las cenas de trabajo y los parientes, aunque al menos éstos, gracias a Dios, estaban en Roma. El octavo grado incluía, en primer lugar, hablar en público, seguido de los trámites burocráticos de trabajo, el teatro e informar a superiores y jueces. En el noveno figuraban los estancos cerrados, los bares sin helados Algida, encontrarse con alguien que le soltara rollos interminables y, sobre todo, las vigilancias con agentes que no se duchaban. Por último, estaba el décimo grado. El non plus ultra, la madre de todas las tocadas de cojones: tener que apechugar con un caso.

Apoyó los codos en el colchón para incorporarse y contestó:

—¿Quién me toca las narices a estas horas?

—Soy Deruta.

El agente de policía Deruta. Cien kilos de inútil masa corporal, en pugna con D’Intino por alzarse con el título al más idiota de la jefatura.

—¿Qué coño quieres, Michele? —le ladró el subjefe.

—Tenemos un problema. En las pistas de Champoluc.

—¿Dónde?

—En Champoluc.

—¿Y eso dónde está?

A Rocco Schiavone lo habían trasladado a Aosta desde la comisaría Cristóbal Colón de Roma en septiembre. Y después de cuatro meses, lo único que conocía del territorio de Aosta y provincia era su casa, la jefatura, la fiscalía y la Trattoria degli Artisti Pam Pam.

—¡Champoluc está en Val d’Ayas! —respondió Deruta casi escandalizado.

—¿Y eso qué es? ¿Qué es Val d’Ayas?

—Es el valle que queda por encima de Verres. Champoluc es el pueblecito más famoso. La gente va allí a esquiar.

—Vale, pero ¿qué ha pasado?

—Pues que hace un par de horas han encontrado un cadáver.

Un cadáver.

Schiavone dejó caer sobre el colchón la mano con la que asía el móvil y cerró los ojos despotricando entre dientes:

—Un cadáver...

Décimo grado. Era sin duda una tocada de cojones de décimo grado. Y quizá incluso cum laude.

—¿Me oye, jefe? —graznaba el teléfono.

Rocco volvió a acercarse el aparato a la oreja. Resopló.

—¿Quién vendrá conmigo?

—Escoja: Pierron o yo.

—¡Pierron, faltaría más! —repuso al instante el subjefe.

Deruta encajó la ofensa con un silencio prolongado.

—¿Deruta? ¿Es que te has dormido?

—No. Dígame, jefe.

—Dile a Pierron que venga con el BMW.

—Para la montaña sería mejor el Jeep, ¿no?

—No. El BMW es cómodo, tiene calefacción, la radio funciona y me gusta. En jeep van los pringados de la policía forestal.

—Entonces, ¿mando a Pierron a buscarlo a su casa?

—Sí, y dile que no llame al interfono.

Lanzó el teléfono sobre la cama y se frotó los párpados cerrados.

Oyó el frufrú del camisón de Nora. Después notó su peso sobre el colchón. Luego, sus labios y el aliento cálido en la oreja. Por último, los dientes en el lóbulo. En otro momento, sin duda se habría excitado, pero en aquellos instantes los preliminares de Nora lo dejaron indiferente por completo.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella con un hilo de voz.

—Era de la oficina.

—¿Y?

Rocco se incorporó y se sentó en la cama sin siquiera mirar a la mujer. Se puso los calcetines lentamente.

—¿No puedes hablar?

—No me apetece. Trabajo. Déjalo.

Nora asintió. Se apartó un mechón que le había caído sobre los ojos.

—¿Y tienes que irte?

Rocco se volvió por fin para mirarla.

—¿A ti qué te parece que estoy haciendo?

Nora estaba tumbada en la cama. El brazo apoyado en la cabeza mostraba la axila perfectamente depilada. El camisón de raso burdeos le acariciaba el cuerpo, realzando con claroscuros sus curvas generosas. La larga melena lisa y castaña enmarcaba un rostro blanco como la nieve. Sus ojos negros parecían dos aceitunas de Apulia recién cogidas del árbol. Tenía los labios finos, pero sabía utilizar el carmín para que pareciesen más gruesos. Nora, un espléndido ejemplar de mujer que apenas había sobrepasado los cuarenta.

—De todas formas, podrías ser más amable.

—No —repuso Rocco—, no puedo. ¡Es tarde, tengo que ir a no sé qué montañas, la noche contigo se ha ido al garete y es posible que dentro de un rato hasta se ponga a nevar!

Se levantó bruscamente de la cama y fue a sentarse en el sillón para calzarse los Clarks; Rocco Schiavone no conocía otro tipo de zapatos. Ella, que se había quedado tumbada, se sintió un poco estúpida, así maquillada y ataviada de raso. Una mesa puesta para ningún invitado. Se incorporó.

—Qué pena. Te había preparado raclette para cenar.

—¿Qué es eso? —le preguntó hosco el subjefe.

—¿No la has probado nunca? Es un plato de queso fundido, fontina para ser exactos, que se come acompañado de corazones de alcachofa, aceitunas y trocitos de salchichón.

Rocco se levantó y se puso el jersey de cuello vuelto.

—Una cosa ligera, vamos.

—¿Nos vemos mañana?

—¡Y yo qué sé, Nora! Ni siquiera sé dónde estaré mañana.

Salió de la habitación. Ella resopló y se levantó. Lo alcanzó en la puerta.

—Te espero —le susurró.

—Pero bueno, ¿acaso soy un autobús? —replicó él. Luego sonrió—: Perdona, no es buen momento. Eres una mujer guapísima. Y seguramente la atracción número uno de Aosta.

—Después del arco romano.

—De arcos romanos estoy ya hasta la coronilla. De ti, no.

La besó fugazmente en los labios y cerró la puerta a su espalda.

A Nora le entró la risa. Rocco Schiavone era así. O lo tomabas o lo dejabas. Miró el reloj de pared colgado en el recibidor. Todavía estaba a tiempo de llamar a Sofia para ir al cine. Y luego tal vez a una pizzería.

Rocco salió del zaguán y una mano gélida lo abofeteó.

—¡Menudo frío del copón!

Había aparcado a cien metros de la puerta. Los pies calzados en los Clarks se le habían enfriado nada más entrar en contacto con la acera, escarchada por un velo blanco de asquerosa nieve. Soplaba un viento cortante y en la calle no había ni un alma. Subió al Volvo y lo primero que hizo fue encender la calefacción. Se echó el aliento en las manos. Habían bastado cien metros para que se le congelaran.

—¡Menudo frío del copón! —repitió como un mantra, y las palabras se extendieron junto con el vaho por el parabrisas, empañándolo.

Encendió el motor diésel, pulsó el botón para desempañar el cristal y se quedó mirando una farola que oscilaba zarandeada por el viento. Por el cono de luz pasaban virutas de nieve que atravesaban la oscuridad como polvo de estrellas.

—¡Está nevando! ¡Lo sabía!

Metió la marcha atrás y se fue de Duvet.

Cuando aparcó delante de su casa, en la calle Piave, el BMW ya estaba allí con Italo Pierron a bordo y el motor encendido. Rocco subió al habitáculo, que el agente ya se había encargado de poner a veintitrés grados. Una agradable sensación de bienestar lo envolvió como una manta de lana.

—Italo, no habrás llamado al interfono, ¿verdad?

Pierron metió la primera.

—No soy tonto, comisario.

—Muy bien. Pero tienes que quitarte ese vicio. Lo de «comisario» se ha acabado.

El limpiaparabrisas expulsaba los copos de nieve.

—Si nieva aquí, no le digo allá arriba, en Champoluc —comentó Pierron.

—¿Está muy alto?

—Mil quinientos metros.

—¡Joder!

La máxima altura sobre el nivel del mar que Rocco Schiavone había alcanzado a lo largo de su vida eran los 137 metros del monte Mario. Sin contar, claro está, los cuatro últimos meses en los 577 metros de Aosta. Le parecía de todo punto inimaginable que alguien pudiera vivir a dos mil metros de altitud. Sólo de pensarlo se mareaba.

—¿Qué hacen a mil quinientos metros?

—Esquiar. Escalar por el hielo. En verano, dar paseos.

—¡Pues vaya! —El subjefe cogió un Chesterfield del paquete del agente—. Prefiero el Camel. —Italo sonrió—. El Chesterfield sabe a hierro. Compra Camel, Italo. —Lo encendió y dio una calada—. Ni rastro de estrellas —dijo, mirando por la ventanilla.

Pierron iba concentrado en conducir. Sabía que ahora empezaría la canción del nostálgico. Y, en efecto, así fue.

—En Roma, en esta época hace frío, pero casi siempre sopla la tramontana y se lleva las nubes. Y entonces sale el sol. Sale el sol y hace frío. La ciudad se tiñe de rojos y naranjas, el cielo es azul y da gusto andar por las calles, sobre los adoquines. Cuando hay tramontana despuntan todos los colores. Es como una bayeta que quitara el polvo de un cuadro antiguo.

Pierron puso los ojos en blanco. Él sólo había estado una vez en Roma, cinco años antes, y apestaba tanto que se había pasado tres días vomitando.

—Por no hablar de las tías buenas. No tienes ni idea de la cantidad de tías buenas que hay en Roma. Puede que sólo en Milán haya tantas como en Roma, fíjate lo que te digo. ¿Has estado en Milán?

—No.

—Pues muy mal. Ve. Es una ciudad estupenda. Sólo hace falta comprenderla.

Pierron era un buen oyente. Como hombre de montaña, sabía callar cuando había que callar y hablar cuando era el momento de abrir la boca. Tenía veintisiete años, pero aparentaba diez más. Nunca había salido del valle de Aosta, aparte de aquellos días en Roma y una semana en Yerba con Veronica, su antigua novia.

A Italo le caía bien Rocco Schiavone, un tipo sencillo con el que siempre aprendías algo. Antes o después le preguntaría al subjefe, a quien él se empeñaba en llamar «comisario», qué había pasado en Roma. Pero su relación era demasiado reciente, Italo lo notaba, todavía no era el momento de entrar en detalles. Hasta entonces había satisfecho su curiosidad echando un vistazo a documentos e informes. Schiavone había resuelto un buen número de casos, homicidios, robos, fraudes, y parecía destinado a una carrera fulgurante y satisfactoria. Sin embargo, de la noche a la mañana su estrella había caído, se había precipitado con un traslado rápido y silencioso al valle de Aosta por motivos disciplinarios. Pero no había conseguido averiguar qué había provocado aquella mancha en el currículo de su superior. En la jefatura, los agentes habían comentado el asunto. Caterina Rispoli se inclinaba por un empecinamiento de Schiavone: «Le habrá pisado el callo a alguien de muy arriba, en Roma es fácil.» Deruta, en cambio, estaba seguro de que molestaba porque era demasiado bueno en el oficio y carecía de enchufes. D’Intino sospechaba un asunto de cuernos: «A lo mejor sedujo a la mujer equivocada.» En cuanto a Italo, tenía una intuición, pero se la guardaba para él. Nacía del lugar de residencia de Rocco Schiavone: via Alessandro Poerio, en la zona del Janículo. Precio de las casas: más de ocho mil el metro cuadrado, como su primo, agente inmobiliario en Gressoney, le había dicho. Y no se compran casas en ese barrio con un sueldo de subjefe de policía.

Rocco aplastó la colilla en el cenicero.

—¿En qué piensas, Pierron?

—En nada, jefe. En la carretera.

Rocco se puso a mirar en silencio la autopista moteada de copos.

Al alzar la vista de la carretera principal de Champoluc, se veía una mancha de luz en mitad del bosque. Se trataba del lugar del hallazgo, iluminado por faros halógenos. Y si uno entornaba los ojos, podía distinguir las siluetas de los policías y los conductores de las pisanieves que se afanaban en él. La noticia había corrido a la velocidad del viento de montaña. Y todo el mundo estaba en la base del teleférico mirando en dirección al bosque, hacia la mitad de la ladera, todos con la misma pregunta, que difícilmente tendría respuesta en breve. Los turistas ingleses, borrachos; los italianos, con semblante preocupado. Los lugareños murmuraban con socarronería en su dialecto, pensando en los tropeles de milaneses, genoveses y piamonteses que al día siguiente se encontrarían con las pistas cerradas.

El BMW se detuvo al pie del teleférico. Habían tardado una hora y media desde Aosta.

Durante la subida por una carretera repleta de curvas cerradas, Rocco Schiavone había estado observando el paisaje. Los bosques negros, las capas de grava vomitadas hacia el valle desde las laderas rocosas como ríos de leche. Por lo menos, en aquel ascenso infinito, a la altura de Brusson había parado de nevar, y la luna, libre en el cielo, se proyectaba sobre el manto inmaculado, que reflejaba su resplandor. Parecía que hubieran sembrado millones de pequeños diamantes en medio del campo.

Rocco se apeó del coche envuelto en su loden azul y de inmediato notó que la nieve le penetraba las suelas.

—Comisario, es arriba. Ahora vienen a buscarnos con una pisanieves —dijo Pierron, señalando unos faros medio ocultos por los árboles, hacia la mitad de la ladera.

—¿Una pisanieves? —preguntó Rocco, entrecortando el aliento con los dientes, que le castañeteaban.

—Sí, uno de esos vehículos oruga para acondicionar las pistas.

Schiavone respiró hondo. «¡Menuda mierda de sitio para ir a morirse!», pensó.

—Italo, dime una cosa: ¿cómo es posible que nadie se haya dado cuenta de que había un cuerpo en medio de una pista? Quiero decir, esquiando se pasa por ahí, ¿no?

—No, comisario... perdón, subjefe —se corrigió Pierron de inmediato—. Lo han encontrado en el bosque, justo en medio de un atajo. Por ahí no pasa nadie, aparte de los de las pisanieves.

—Ah, ya. En ese caso, ¿a quién puede ocurrírsele enterrar un cadáver ahí?

—Eso tendrá que descubrirlo usted —zanjó Pierron con una sonrisa inocente.

El ruido de un martillo neumático colmó el aire frío y límpido. Pero no era un martillo neumático. Había llegado la máquina pisanieves. Se detuvo junto a la base del teleférico con el motor encendido, escupiendo un humo denso por el tubo de escape.

—Es ésa, ¿no? —le preguntó Rocco. Sólo había visto armatostes de aquel tipo en películas y documentales sobre Alaska.

—Sí. Y ahora nos llevará arriba, comisario. ¡Perdón, subjefe!

—Oye, haz una cosa, ya que no te entra en la cabeza, llámame como quieras, que a mí me la trae al fresco. Menudo pedazo de cacharro —añadió Rocco, mirando el vehículo oruga—, parece un tanque.

Italo Pierron se limitó a encogerse de hombros.

—¡Pues nada, subamos al tanque! —dijo Rocco, y se miró los pies. Los Clarks estaban completamente mojados, el ante se había empapado y la humedad le estaba penetrando en los calcetines.

—Jefe, ya le dije que tenía que comprarse un par de zapatos apropiados.

—Pierron, no me toques los cojones. Ni borracho me pongo esas hormigoneras que lleváis en los pies.

Echaron a andar entre montones de nieve y desniveles causados por las derrapadas de los esquiadores. La pisanieves parada allí en medio, con las luces en el techo, parecía un gran insecto mecánico listo para abalanzarse sobre una presa.

—¡Vamos, apoye el pie en la oruga y suba! —le gritó el hombre que ocupaba el asiento del conductor en la cabina recubierta de plexiglás.

Rocco obedeció. Se sentó dentro del habitáculo, inmediatamente seguido de Pierron. El desconocido cerró la portezuela y metió la marcha.

Rocco notó olor a alcohol y sudor.

—Soy Luigi Bionaz, el encargado de las pisanieves en Champoluc.

Rocco se limitó a mirarlo. El tipo llevaba barba de un par de días y tenía los ojos claros y etílicos.

—Luigi, ¿estás bien?

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque antes de ponernos en movimiento con este trasto, quiero saber si estás borracho.

Luigi abrió unos ojos como los faros del vehículo.

—¿Yo?

—Me importa un bledo si bebes o fumas porros. Pero lo que no me apetece es matarme en este cacharro a mil quinientos metros de altitud.

—No, no; estoy perfectamente. Sólo bebo por la noche. El olor que nota debe de ser del chaval que haya utilizado este trasto esta tarde.

—Sí, ya —dijo el subjefe, escéptico—. Está bien. Venga, en marcha.

La pisanieves se encaramó por la pista de esquí. Rocco veía delante un muro de nieve iluminado por los faros y no podía creer que aquel paquidermo consiguiera trepar por una pendiente tan empinada.

—Oye, dime la verdad, ¿no acabaremos patas arriba?

—No se preocupe. Estos bichos suben pend

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