Pista negra (Subjefe Rocco Schiavone 1)

Antonio Manzini

Fragmento

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JUEVES

Los esquiadores se habían ido y el sol, que acababa de ocultarse tras las cimas rocosas de un gris azulado donde se habían quedado enredadas algunas nubes, teñía la nieve de rosa. La luna esperaba la oscuridad para iluminar todo el valle hasta la mañana siguiente.

Los remontes estaban parados y en las cabañas de alta montaña habían apagado las luces. Sólo se oían los motores de las máquinas pisanieves, que subían y bajaban para acondicionar el fondo de las pistas de esquí excavadas entre bosques y rocas en las laderas de las montañas.

Al día siguiente empezaría el fin de semana y la estación de Champoluc se llenaría de turistas dispuestos a horadar la nieve con los cantos de los esquís. Había que hacer un trabajo minucioso.

A Amedeo Gunelli le había tocado la pista más larga. La Ostafa. Un kilómetro de largo por unos sesenta metros de ancho. Era la principal de Champoluc, la que utilizaban tanto los monitores de esquí con sus alumnos principiantes como los esquiadores expertos para practicar maniobras difíciles. La que requería más trabajo, la que empezaba a perder el manto blanco ya a la hora de comer. De hecho, estaba sin nieve en varios puntos. Piedras y tierra, sobre todo en el centro, la dejaban en malas condiciones.

Amedeo había empezado desde arriba. Sólo llevaba tres meses en aquel trabajo. No era difícil. Bastaba con aprender a manejar los mandos del mastodonte oruga y estar tranquilo. Aquello era lo más importante. Tranquilidad y nada de prisa.

Se había puesto los auriculares del iPod con los éxitos de Ligabue y había encendido el porro que le había dado Luigi Bionaz, el jefe de los conductores, su mejor amigo. Si Amedeo tenía un trabajo y llevaba mil euros al mes a casa, era gracias a él. En el asiento de al lado había dejado la petaca con grapa y el walkie-talkie. Todo estaba listo para las horas de trabajo.

Amedeo recogía la nieve de los bordes, la extendía sobre las zonas más desprotegidas y la picaba con la fresa, mientras que el cepillo la aplanaba hasta convertir la pista en una mesa de billar. Amedeo era un hombre valiente, pero estar allí solo no le gustaba. Suele creerse que la gente de montaña es amante de la vida solitaria y un poco agreste. Nada más lejos de la realidad. O, al menos, nada más lejos en su caso. A él le gustaban las luces, el jaleo, la gente y charlar hasta el amanecer.

—Una vita da medianooo! —cantaba a gritos para hacerse compañía.

Su voz retumbaba en las ventanillas de plexiglás mientras se concentraba en la nieve, que, bajo el resplandor lunar, se volvía cada vez más azul. Si hubiera alzado la mirada, habría visto un espectáculo de los que cortan la respiración. En lo alto, el cielo presentaba un azul oscuro como el de las profundidades marinas. En cambio, alrededor de las cimas de los montes estaba anaranjado. Los últimos rayos oblicuos de sol coloreaban los glaciares eternos de violeta y la panza de las nubes de un gris metálico. Sobre el conjunto dominaban, imponentes, los flancos oscuros de los Alpes. Amedeo bebió un trago de grapa y echó un vistazo hacia abajo: un pesebre lleno de caminos, casitas y luces. Un espectáculo de ensueño para quien no hubiera nacido en aquellos valles. Para él, un panorama gris y desolador.

—Certe notti la radio che passa Neil Young sembra avere capito chi seiii...

Había terminado el muro inicial. Dio la vuelta con la máquina pisanieves para bajar hacia el segundo trecho y se encontró ante un tramo de pista negra. Daba miedo. Una extensión de hielo y nieve cuyo final no alcanzaba a ver.

Sólo quien llevaba años trabajando en aquello y manejaba la pisanieves como un triciclo se aventuraba a recorrer aquella bajada serpenteante cortada a pico que conducía al desvío. Y, en cualquier caso, por aquella parte en concreto no se pasaba. Se dejaba tal cual. Demasiado estrecha. Si colocabas mal la oruga, podías volcar y el mastodonte te caería encima con todas sus toneladas. Eran los esquiadores quienes se encargaban de acondicionar el terreno, pasando y volviendo a pasar sobre la nieve. Sólo una vez al mes iban allí con las palas, cuando la situación era extrema y había que aplanar forzosamente las rocas heladas que se formaban. De lo contrario, sobre aquellos bloques y placas, ligamentos y meniscos se rompían con facilidad.

El walkie-talkie que descansaba sobre el asiento parpadeó. Alguien estaba llamándolo. Amedeo se quitó los auriculares y cogió la radio.

—Aquí Amedeo.

El aparato chisporroteó y se oyó la voz del jefe, Luigi:

—Amedeo, ¿dónde estás?

—Justo delante del muro, arriba.

—Déjalo ya. Baja y haz el trozo que llega al pueblo. De lo de arriba me encargo yo.

—Gracias, Luigi.

—Oye —añadió—, acuérdate de que para bajar al pueblo tienes que tomar el atajo.

—¿Te refieres al caminito?

—Sí, el que sale de Crest, así no pasas por la pista que está haciendo Berardo. Ve por el atajo, ¿entendido?

—Recibido. ¡Gracias!

—Pero ¡qué gracias ni qué puñetas! ¡Me debes un vino antes de cenar!

Amedeo sonrió.

—¡Hecho! —Volvió a ponerse los auriculares, metió la marcha más baja y se alejó de la pendiente—. Balliamo un fandango... oh oh oh... —se puso a cantar de nuevo.

En el cielo, las nubes se habían arracimado de repente, tapando la luna. Siempre igual, en la montaña basta un instante para que el tiempo cambie a la velocidad del viento de altura. Amedeo lo sabía. Las previsiones para el fin de semana eran pésimas.

Los potentes faros de la pisanieves iluminaban la pista y la masa de troncos de abetos y alerces del borde. Entre los brazos oscuros de los árboles se entreveían aún las luces de Champoluc.

—Balliamo sul mondooo oh oh...

Para bajar hacia el pueblo y enfilar la pista final tenía que pasar por delante de la escuela de esquí y el garaje de las pisanieves.

Lanzó el filtro chamuscado del porro por la ventanilla. En ese momento, los faros de otra pisanieves lo deslumbraron. Se puso una mano delante de los ojos. El vehículo que subía se acercó. Era Berardo, uno de sus compañeros.

—Pero ¿eres tonto o qué? ¡Me has deslumbrado!

Aquel idiota se echó a reír.

—Oye, de lo de arriba se encarga Luigi. Yo bajo para hacer el final de la pista, en el pueblo.

—Recibido —le contestó Berardo, que ya tenía la nariz roja—. ¿Nos tomamos un vinito esta noche en el bar de Mario y Michael?

—Tengo que invitar a Luigi, me toca. Bueno, ¡sigo para abajo! —le gritó Amedeo.

—¡Haz el camino de Crest, que la pista de arriba ya la he hecho yo!

—¡Tranquilo, voy por el atajo! ¡Hasta luego!

Berardo siguió por el mismo camino. Amedeo, en cambio, según las instrucciones recibidas, giró hacia Crest, que era un pequeño grupo de casas y albergues situado sobre las pistas, casi todos deshabitados, aparte de un refugio y un par de cabañas de unos genoveses que preferían el esquí a su ciudad. Desde allí, a través de los bosques, saldría al atajo que lo llevaría ochocientos metros más abajo. Daría un repaso al tramo de la pista que llegaba hasta el pueblo y luego, por fin, tomaría unos vinos entre charlas y risas con los ingleses ya borrachos. Atravesó las escasas luces del conglomerado y lo dejó a su espalda. El

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