El niño 44

Tom Rob Smith

Fragmento

9788415630883-3

CHERVOI, UCRANIA. UNIÓN SOVIÉTICA

25 de enero de 1933

Como María había decidido morir, su gato tendría que arreglárselas solo. Ya se había ocupado de él mucho más de lo razonable. Hacía tiempo que las ratas y los ratones habían caído en trampas y servido de comida a la gente del pueblo. Los animales domésticos habían desaparecido poco después. Todos menos uno, aquel gato, su compañero, al que ella había mantenido oculto. ¿Por qué no lo había matado? Necesitaba una razón para vivir; alguien a quien proteger y querer... un motivo para sobrevivir. Se había prometido seguir alimentándolo hasta el día que no pudiera alimentarse ella misma. Aquel día había llegado. Ya había cortado sus botas de cuero en tiras y las había hervido con ortigas y semillas de remolacha. Ya había escarbado la tierra en busca de gusanos, había lamido cortezas. Aquella mañana, en un delirio febril, se había puesto a mordisquear la pata del taburete de la cocina, masticando y masticando hasta llenarse las encías de astillas. Al verla, su gato había escapado y se había escondido bajo la cama. Se negó a asomarse incluso cuando ella se agachó y, llamándolo por su nombre, trató de convencerlo para que saliera. Aquél había sido el momento en que María había decidido morir, pues ya no tenía nada que comer y nadie a quien querer.

Esperó hasta el anochecer para abrir la puerta de su casa. Supuso que, bajo el manto de la oscuridad, su gato tendría más oportunidades de llegar al bosque sin ser visto. Si alguien del pueblo reparaba en él, lo cazaría. Incluso en aquel instante, tan cerca de su propia muerte, la idea de que mataran a su gato la destrozaba. Se consoló pensando que el factor sorpresa estaba de parte del animal: en una comunidad donde los hombres maduros mascaban puñados de tierra con la esperanza de encontrar hormigas o larvas de insectos, los niños escarbaban en la mierda de caballo por si había cáscaras de grano sin digerir y las mujeres se peleaban por los huesos, estaba segura de que nadie imaginaría que un gato pudiera seguir vivo.

Pável no daba crédito a lo que veía. Era extraño, delgado, con los ojos verdes y el pelaje moteado de negro. Un gato, sin duda. Estaba recogiendo leña cuando vio al animal salir disparado de casa de María Antonovna y cruzar la carretera cubierta de nieve en dirección al bosque. Conteniendo la respiración, miró a su alrededor. Nadie más lo había visto. No había nadie por allí, ni luces en las ventanas. Las volutas de humo, la única señal de vida, se elevaban desde menos de la mitad de las chimeneas. Era como si la intensa nevada hubiera apagado el pueblo, extinguido toda señal de vida. La mayor parte de la nieve estaba intacta: apenas había pisadas y no se había excavado ningún camino. Los días eran tan silenciosos como las noches. Nadie se levantaba para ir a trabajar. Ninguno de sus amigos salía a jugar; se quedaban en sus casas, tumbados en la cama, abrazados a sus familiares, formando hileras de ojos hundidos que miraban al techo. Los adultos habían empezado a parecer niños, y los niños, adultos. La mayoría había renunciado a buscar restos de comida. En aquellas circunstancias, la aparición de un gato era nada menos que un milagro: el resurgir de una criatura considerada extinta desde hacía tiempo.

Pável cerró los ojos e intentó recordar la última vez que había comido carne. Cuando los abrió, estaba salivándo: la baba le corría por un lado de la cara en gruesas hileras. Se la limpió con el dorso de la mano. Nervioso, soltó las ramas y corrió hacia su casa. Tenía que contarle a su madre, Oksana, la increíble noticia.

Oksana estaba sentada, envuelta en una manta de lana, mirando el suelo con fijeza. Permanecía totalmente inmóvil, ahorrando energía mientras intentaba dar con modos de mantener a su familia con vida, pensamientos que ocupaban todas sus horas de vigilia y sus sueños inquietos. Era una de las pocas personas que no se habían rendido. Nunca se rendiría. No mientras tuviera a sus hijos. Pero la simple determinación no bastaba, debía ir con cuidado: un esfuerzo mal calculado podía conllevar cansancio, y el cansancio conllevaba, inevitablemente, la muerte. Varios meses atrás, Nikolái Ivánovich, un vecino y amigo suyo, presa de la desesperación, había decidido asaltar un granero del Estado. No había regresado. A la mañana siguiente, la mujer de Nikolái y Oksana fueron en su busca. Lo encontraron tendido junto a la carretera, boca arriba. Un cuerpo esquelético, con la barriga tensa y abombada, preñada de los granos crudos que había engullido poco antes de morir. Su mujer lloraba mientras Oksana recogía los granos que quedaban en los bolsillos del cadáver y los repartía entre ambas. Cuando volvieron al pueblo, la mujer de Nikolái les contó la noticia a todos. En lugar de compadecerla, sintieron envidia: sólo podían pensar en el grano que poseía. Oksana se dijo que era una mujer honrada y necia: las había puesto a las dos en peligro.

Aquellos recuerdos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos precipitados. Nadie corría a menos que se tratase de algo importante. Se levantó, temerosa. Pável entró precipitadamente en la habitación y, sin aliento, anunció:

—Madre, he visto un gato.

Ella dio un paso adelante y cogió las manos de su hijo. Tenía que asegurarse de que Pável no se lo había imaginado: el hambre podía jugar malas pasadas. Pero en su rostro no había signo alguno de delirio: su mirada era clara, y su expresión, seria. Tenía sólo diez años y ya era un hombre. Las circunstancias exigían que renunciara a su niñez. Casi con toda certeza, su padre estaba muerto, si no literalmente, al menos sí para ellos. Se había marchado a Kiev con la esperanza de conseguirles comida. Nunca había regresado, y Pável comprendió, sin que nadie tuviera que explicárselo o consolarlo, que jamás volvería. Ahora Oksana dependía de su hijo tanto como éste de ella. Eran compañeros, y Pável había jurado en voz alta que tendría éxito allí donde su padre había fracasado: se aseguraría de que su familia sobreviviese.

Oksana le acarició la mejilla.

—¿Podrías atraparlo?

Él sonrió, orgulloso.

—Sí, si tuviera un hueso.

El estanque estaba helado. Oksana escarbó en la nieve buscando una piedra. Para que el ruido no llamara la atención de nadie mientras abría un pequeño agujero en el hielo, la envolvió en su chal a fin de amortiguarlo. Dejó la piedra. Dándose ánimos para enfrentarse al agua oscura y congelada, metió la mano y el frío le cortó el aliento. Sólo disponía de unos segundos antes de que se le entumeciera el brazo, así que se apresuró. Tocó el fondo con la mano, pero no agarró más que cieno. ¿Dónde estaba? Presa del pánico, se inclinó hacia delante y sumergió todo el brazo, buscando a diestro y siniestro, perdiendo la sensibilidad en la mano. Rozó vidrio con los dedos. Aliviada, agarró la botella y la sacó. Su piel había adquirido varios tonos de azul, como si la hubieran golpeado. No le importaba. Había encontrado lo que buscaba: una botella sellada con alquitrán. Limpió la capa de cieno de un lado y echó un vistazo al contenido. Dentro había un montón de huesos pequeños.

Al regresar a casa, vio que Pável había avivado el fuego. Calentó el precinto sobre las llamas y el alquitrán comenzó a caer entre las brasas formando gotitas pegajosas. Mientr

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