Las cenizas del Cóndor (Mapa de las lenguas)

Fernando Butazzoni

Fragmento

Uno

La pista inicial de esta historia surgió de manera imprevista un día de invierno del año 2000, cuando recibí una llamada telefónica en los estudios de la radio donde entonces trabajaba como periodista. Una voz masculina me dijo, en un tono algo vacilante, que quería aportar información sobre personas desaparecidas durante la dictadura. Acostumbrado a los faroleos y bolazos con los que todo tipo de personajes pretendían en aquella época acercarse a la gloria fugaz de una entrevista, mi reacción fue casi hostil:

—¿Qué clase de información?

Recuerdo que hubo un ruido del otro lado de la línea. Uno de esos chasquidos insignificantes que, mucho tiempo después, cuando todo el espanto quedó en evidencia y los secretos fueron revelados y resplandeció la más desoladora de las verdades, vendría a cobrar otro significado. Fue un sonido metálico que yo imaginé provocado por la estática de la centralita telefónica de la radio. Pasaron unos segundos y luego la voz pronunció una sola palabra:

—Enterramientos.

Y enseguida, como si se tratara de una vieja película policial, la comunicación se cortó. Me quedé plantado junto al teléfono, con una desagradable sensación en el pecho. Podía ser apenas una broma de algún hijo de puta. Por aquellos días, la instalación en el Uruguay de la llamada Comisión para la Paz, anunciada a poco de asumir por el nuevo presidente de la República, revolvía las aguas. El grupo recién estaba por comenzar sus trabajos. Los más optimistas decían que de esa manera se iba a esclarecer por fin el destino de los presos políticos desaparecidos, tragados en la noche y en la niebla de los cuarteles. Todos sabíamos que estaban muertos, que debían de estar muertos; oficialmente aún eran personas desaparecidas. Sus familiares reclamaban justicia y en Montevideo reinaba una expectativa más bien tensa. Aunque muchos querían dar vuelta la página y olvidarse de la pesadilla, una parte importante de la sociedad exigía conocer la verdad a cualquier precio. ¿Qué había pasado con los desaparecidos? ¿Dónde estaban sus restos?

Por años se había insistido, en algunos ambientes políticos, periodísticos y académicos, en que la dictadura uruguaya después de todo había sido mucho menos cruenta que la de otros países. La base argumental para sostener semejante afirmación era cuantitativa y, a mi juicio, inmoral. Se razonaba que el cataclismo apenas si nos había rozado, que los muertos uruguayos fueron pocos y los desaparecidos un puñado. Como si se tratara de una competencia de horrores, se reflexionaba con frialdad acerca de las torturas a que eran sometidos los prisioneros en Uruguay, y luego se indicaba —en un tenebroso redoble de la apuesta— que en Argentina, Chile y Paraguay, por poner ejemplos, todo había sido peor. Hasta se hablaba de Guatemala, de Colombia, de Pol Pot en Camboya, de los Tigres Tamiles de la antigua Ceilán. Se manejaban cifras y porcentajes. Muchos nos preguntábamos cómo una sociedad podía caer tan bajo. Un día sí y otro también había quienes porfiaban con el argumento de la presunta blandura de nuestros tiranos.

Una pieza fundamental para desenredar la maraña de lo ocurrido entre 1973 y 1984, durante los años de terror de la dictadura —y terminar con la ilusión de que hasta en eso los uruguayos brillábamos por nuestra modestia— era, justamente, localizar los cuerpos de las víctimas más emblemáticas, aquellas que habían desaparecido sin que nunca más se supiera nada de ellas. Unos decían que los cuerpos estaban sepultados en ciertos predios militares, otros, que habían sido cremados y las cenizas arrojadas al Río de la Plata. Incluso en una fecha tan avanzada como el invierno de 2000, es decir quince años después del alejamiento de los generales del poder, la información era poca y mala, entre otros motivos porque desde los aparatos de inteligencia se sembraba mucha cizaña. Los datos falsos, las pistas erróneas y los operativos de distracción eran moneda corriente. Esa llamada telefónica, sin embargo, para mí fue algo diferente desde el primer momento. Tuve una corazonada que era, además, la expresión de un deseo.

Era un secreto a voces la conjura de silencio urdida por los jefes militares, esa especie de omertá pactada entre los mandos de las Fuerzas Armadas de varios países, destinada a evitar avances en las investigaciones de lo ocurrido en las décadas anteriores y, como consecuencia, cualquier intento de identificación de los culpables. Pero si bien esto era cierto, no resultaba descabellado pensar que en algún momento ese pacto de secreto podía llegar a quebrarse. Era probable que un arrepentido, ya fuera por cargos de conciencia o por oportunismo o conveniencia, rompiera el acuerdo y echara a perder la sólida fraternidad de los conjurados. ¿Y si esta llamada era la primera señal de esa ruptura?

Al cabo de unos minutos me recuperé de la sorpresa y decidí bajar hasta la centralita telefónica de la radio para hablar con la operadora de turno. Le pregunté por la llamada, pero ella no tenía nada nuevo para decir al respecto: sí recordó que era la voz de un hombre —parecía joven, dijo— que preguntó por mí y comentó algo acerca de unos datos de importancia. Enseguida la operadora transfirió la comunicación a mi interno y eso fue todo.

—¿Preguntó por mí?

—Por usted —me dijo la operadora sin dudar—. Pidió para hablar con usted.

Traté de serenarme. Regresé al estudio para trabajar en el resumen de presentación del invitado del día siguiente. Quise concentrarme en esa entrevista, pues deseaba que mi tarea del próximo día me ocupara sin darme un respiro, sin permitirme especular ni por un segundo con las sonoridades de aquella palabra funesta: enterramientos.

Me enfoqué en el futuro entrevistado como si se tratara de una estrella de la política. Sin embargo, el individuo era apenas un economista de poca monta que defendía la privatización del sistema de abastecimiento de agua potable. Ya había hablado dos veces con él, y en ambas ocasiones me resultó desagradable. Lo tenía por un crápula en toda la línea. Lo curioso era que, en aquella época, a mí me gustaba lidiar con esa clase de personas frente a los micrófonos. Podía sacarles mucho jugo, porque la falta de escrúpulos y el afán de notoriedad solía convertirlos en mentirosos y locuaces, que siempre ha sido la combinación perfecta para que cualquier periodista de verdad se haga un banquete.

Yo miraba abstraído la pantalla de mi computadora, sin saber por dónde empezar el esbozo de las preguntas a realizar, cuando sonó el teléfono. Pegué un salto en mi silla, porque el dato me cayó como una revelación: en ese instante estuve seguro de que era el tipo de los enterramientos que llamaba de nuevo. Lo supe incluso una milésima de segundo antes de escucharlo. Lo supe, tal vez, desde el mismo momento en que se interrumpió la primera llamada.

Atendí.

—La comunicación se cortó —dijo la voz. En efecto, parecía ser una voz joven.

Pensé que debía darle piola para descubrir su juego. Podía ser apenas un loco en pleno delirio. Le tiré el anzuelo de l

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