Estimado señor M.

Herman Koch

Fragmento

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1

Estimado señor M.:

Antes que nada, quiero decirle que ya estoy mejor. Probablemente usted no sepa que hubo un tiempo en que no estuve bien. Nada bien, de hecho, pero ya se lo explicaré más adelante.

En sus libros usted siempre describe las caras, pero apuesto a que no sería capaz de decir nada de la mía. Abajo, en el portal o el ascensor, me saluda educadamente con la cabeza, pero por la calle o en el supermercado, o como hace tan sólo un par de días, cuando estaba comiendo con su esposa en el restaurante La B., no muestra el más leve indicio de reconocimiento.

Entiendo que la mirada de un escritor enfoca la mayor parte del tiempo hacia el interior, por eso no debería intentar describir caras en sus libros. Sin embargo, las descripciones de caras, como las de paisajes, son recursos anticuados, así que en ese sentido le pegan. Al fin y al cabo, no nos andemos con rodeos, usted también está muy anticuado, y no sólo por su edad. Se puede ser viejo sin ser anticuado, pero usted es ambas cosas, viejo y anticuado.

El otro día usted estaba sentado con su mujer a la mesita al lado de la ventana. Como siempre. Yo estaba en la barra, también como siempre. Justo acababa de tomar un trago de cerveza cuando sus ojos se detuvieron un momento en mi cara, pero no me reconoció. Luego su esposa miró en mi dirección y sonrió, entonces usted se inclinó hacia ella y le preguntó algo, y a continuación, finalmente, me saludó con la cabeza.

Las mujeres tienen más memoria para las caras, y en especial para las masculinas. No les hace falta describirlas, las recuerdan. Ven enseguida si un semblante es fuerte o débil, si podrían imaginarse llevando en su vientre a un hijo de esa cara. Las mujeres velan por la calidad de la especie. Su esposa también lo miró una vez de ese modo y decidió que su cara tenía suficiente fuerza, que no pondría en peligro a la humanidad.

Que su esposa gestase en su interior a una hija que matemáticamente tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de heredar su cara es algo que debería tomarse como un cumplido. Tal vez el mayor cumplido que una mujer pue­de hacer a un hombre.

Sí, ya estoy mejor. Esta mañana, al ver cómo ayudaba a su mujer a meter el equipaje en el taxi, no pude reprimir una sonrisa. Tiene usted una esposa muy guapa. Guapa y joven. No voy a juzgar la diferencia de edad. Un escritor debe tener una mujer joven y guapa. O, mejor dicho, tiene derecho a tener una mujer joven y guapa.

En ese sentido, un escritor no está obligado a nada, por supuesto; un escritor sólo tiene que escribir libros. Pero una mujer joven y guapa puede ayudarlo a hacerlo. Sobre todo si se sacrifica completamente por él; si extiende sus alas sobre su talento como una gallina con sus polluelos y ahuyenta a todo aquel que se acerque demasiado al nido; si camina de puntillas por la casa cuando él está en su despacho y sólo le pasa una tacita de té y un platito de bombones por la puerta entreabierta a las horas establecidas; si en las comidas se contenta con respuestas ininteligibles a sus preguntas, pues sabe que tal vez es mejor no decirle nada, ni siquiera cuando salen a cenar al restaurante de la esquina, porque por la cabeza de su marido discurren cosas que ella, con su entendimiento limitado —su entendimiento de mujer limitado—, nunca alcanzará a comprender.

Esta mañana los he observado desde mi balcón, a usted y a su esposa, mientras pensaba en todo esto. He estudiado sus movimientos, cómo le abría la puerta del taxi: galante, como siempre, pero al mismo tiempo, también como siempre, con una pose demasiado estudiada, demasiado rígida y tiesa. A veces parece que su propio cuerpo esté disgustado con usted. Cualquiera puede aprender unos pasos de baile, pero no todo el mundo puede bailar de verdad. Esta mañana, la diferencia de edad entre su mujer y usted sólo podía expresarse en años luz. Cuando están los dos juntos, usted a veces me hace pensar en una reproducción oscura y agrietada de un cuadro del siglo XVII al lado de una postal soleada.

Aunque la verdad es que sobre todo la he observado a ella. Y he vuelto a comprobar lo guapa que es. Con sus deportivas blancas, su camiseta blanca y unos vaqueros azules, ha bailado para mí la danza que en estas situaciones usted parece no ver. Me he fijado, en especial, en las gafas que llevaba sobre la cabeza, en el cabello recogido con horquillas detrás de las orejas, y en cómo todo, todos los movimientos de su cuerpo, transmitía la emoción por el viaje. Por eso estaba incluso más guapa de lo normal.

Ha sido como si al elegir la ropa se hubiese anticipado al destino de su viaje hasta en los más pequeños detalles. Y mientras la observaba desde mi balcón, la imagen de su mujer me ha hecho pensar por un momento en arena reluciente y olas deslizándose lentamente sobre las conchas, hasta que un segundo después ha desaparecido de mi vista —de nuestra vista— en el asiento trasero de un taxi que se alejaba.

¿Cuánto tiempo estará fuera? ¿Una semana? ¿Dos? No importa. Usted se ha quedado solo, eso es lo más importante. Con una semana debería bastar.

Sí, tengo planes para usted, señor M. Tal vez crea que se ha quedado solo, pero, a partir de hoy, también estoy yo aquí. En cierto sentido siempre he estado ahí, claro, pero ahora estoy aquí de verdad. Y por ahora no me voy a ninguna parte.

Le deseo buenas noches en su primera noche solo. Voy a apagar las luces, pero me quedo con usted.

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2

Esta mañana he ido a la librería. Todavía está al lado de la caja, pero seguramente no le digo nada nuevo; usted se me antoja del tipo de escritores que al entrar en una librería lo primero que hacen es mirar cuántos centímetros de su obra hay en las estanterías. Tampoco me lo imagino andándose con remilgos a la hora de preguntar al dependiente cómo van las ventas. ¿O tal vez en los últimos años se ha vuelto un poco menos atrevido?

En todo caso, al lado de la caja aún hay una buena columna de libros. Incluso un potencial comprador ha cogido un ejemplar del montón y le ha dado la vuelta entre las manos, como si intentara valorar su interés a partir del peso. He tenido que morderme la lengua para no hacer ningún comentario: «Ya puede dejarlo, no vale nada.» O bien: «Se lo recomiendo encarecidamente, es una obra maestra.»

Pero no he conseguido decidirme a tiempo entre los dos extremos, así que no he dicho nada. Es probable que por la altura de la columna, que ya era lo bastante elocuente. Al fin y al cabo, los libros apilados al lado de la caja son obras maestras, o todo lo contrario: no hay término medio.

Mientras el cliente sujetaba el libro, he visto su fotografía en la contraportada. Siempre me ha parecido que la mirada que dirige al mundo tiene algo de obsceno. La de alguien que se desnuda con una lentitud exasperante en una playa llena de gente, sin ningún pudor, porque no le importa que lo miren. Usted no mira al lector, no: lo desafía a que le devuelva la mirada, a no desviar los ojos. Siempre es una competición; a ver quién aparta la mirada primero. Una co

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