El lagarto negro

Edogawa Rampo

Fragmento

9788415631651-2

LA REINA DEL HAMPA

Sucedió en Nochebuena, una fecha en la que, incluso en nuestro país, se retuerce el cuello a millares de pavos.

En G., el barrio más concurrido de la ciudad imperial, donde los arcoíris de luces de neón tiñen con su cascada de colores a decenas de miles de transeúntes en las noches oscuras; donde, en cuanto te apartas un paso de las avenidas, te adentras en el dédalo de las callejuelas del submundo.

En G., donde, para decepción de noctámbulos, y con una rectitud propia del barrio más emblemático de la ciudad imperial, las calles quedan casi desiertas a partir de las once de la noche mientras, a sus espaldas, despiertan las callejuelas del submundo y un hormiguero de hombres y mujeres ávidos de placer bulle hasta las dos o las tres de la madrugada, a la sombra de edificios con las ventanas cerradas.

Alrededor de la una de aquella Nochebuena, en el interior de un enorme edificio negro de los bajos fondos que, desde el exterior, parecía deshabitado, una loca y desenfrenada fiesta nocturna estaba alcanzando, en aquel instante, su punto álgido.

Decenas de hombres y mujeres ocupaban el amplio piso de un club nocturno: había quienes gritaban «¡bravo!» alzando su copa, mientras otros bailaban enloquecidos con picudos sombreros de colores ladeados sobre sus cabezas; había incluso un hombre vestido de gorila persiguiendo a una joven que trataba de huir, escurriéndose entre la multitud, y otro que se lamentaba entre sollozos y, un instante después, se mostraba loco de furor. Sobre sus cabezas, el confeti multicolor danzaba como la nieve, las serpentinas multicolores caían en cascada y, a su alrededor, un sinfín de globos rojos y azules flotaban a la deriva entre espesas y sofocantes nubes de humo de tabaco.

—¡Oh! ¡El Dark Angel! ¡El Dark Angel!

—¡Ya llega el Ángel Negro!

—¡Bravo! ¡Viva la reina!

Sobre aquella turbamulta de borrachos que vociferaban al unísono, se alzó de pronto una salva de aplausos. Por el corredor que se había abierto espontáneamente entre la multitud, una dama avanzó con paso alegre y vivaz hasta el centro de la sala. Vestido de noche negro y sombrero negro, guantes negros, medias negras, zapatos negros: enfundada en negro de pies a cabeza, su bello rostro relucía, encendido y vibrante, como una rosa roja.

—¡Buenas noches a todos! ¿Os lo pasáis bien? Yo ya estoy borracha, pero ¡bebamos y bailemos! —exclamó la hermosa dama con un acento encantador, agitando la palma de la mano derecha sobre su cabeza.

—¡Bebamos y bailemos! ¡Viva el Ángel Negro!

—¡Eh, camarero! ¡Champán! ¡Champán!

¡Pum! ¡Pum! En un instante, empezaron a retumbar las pequeñas y lujosas escopetas, mientras los tapones se alzaban hasta el techo abriéndose paso entre globos multicolores. El sonido de las copas de cristal que entrechocaban por todas partes y, de nuevo, un coro de voces:

—¡Viva el Ángel Negro!

¿De dónde procedía la popularidad de la reina de los bajos fondos? Por más que su identidad fuese desconocida, cada uno de sus rasgos —su belleza, sus exuberantes gestos, su suntuosidad y sus innumerables alhajas— eran más que dignos de una reina. Pero, además, poseía un enorme poder de seducción. Era una osada exhibicionista.

—¡Ángel Negro! ¡Baila tu danza de las joyas!

Tras resonar ese grito, se propagó un rugido sordo por la sala y estalló una salva de aplausos.

Una orquesta que había en un rincón empezó a tocar, y el impúdico saxofón provocó un singular cosquilleo en los oídos de la gente.

En un corrillo de espectadores, la danza de las joyas ya había empezado. El Ángel Negro ya se había convertido en el Ángel Blanco. Lo único que cubría su hermoso cuerpo encendido era un collar de dos vueltas de perlas grandes, unos preciosos pendientes de jade, unas pulseras en las muñecas con un número incalculable de diamantes incrustados y tres anillos. Aparte de eso, ni un solo hilo, ni una sola capa de tela.

Ahora, ella era una deslumbrante forma de carne rosada. Un cuerpo que balanceaba los hombros y alzaba las piernas mientras ejecutaba con singular maestría una provocativa danza del antiguo Egipto.

—¡Oh! ¡Mirad! El lagarto negro ya empieza a moverse. ¡Qué cosa tan increíble!

—¡Es verdad! ¡El bicho ya se mueve! ¡Está vivo!

Unos jóvenes con esmoquin se susurraban estas palabras entre ellos, excitados.

Sobre el hombro izquierdo de la hermosa mujer se deslizaba un negrísimo lagarto. Se diría que reptaba, moviendo con paso inseguro sus patas provistas de ventosas al compás del balanceo de los hombros de la mujer. Daba la impresión de que se disponía a reptar de los hombros al cuello, del cuello a la barbilla, como si quisiera alcanzar los jugosos labios rojos de la dama, aunque lo cierto era que permanecía todo el tiempo contoneándose en su brazo. Era el tatuaje de un lagarto de apariencia increíblemente real.

Como era de esperar, aquella danza impúdica no duró más de cuatro o cinco minutos y, al llegar al final, aquellos hombres borrachos, excitados, se abalanzaron en tropel sobre la bella mujer desnuda y, mientras rugían algo a coro, la alzaron en volandas y la pasearon a hombros alrededor de la estancia, entre vítores y gritos de ánimo.

—¡Qué frío! ¡Qué frío! ¡Llevadme enseguida al cuarto de baño!

El cortejo, en procesión, salió al pasillo y se dirigió lentamente al cuarto de baño, que ya estaba preparado.

Y con la danza de las joyas, cayó el telón en la Nochebuena de los bajos fondos y la gente empezó a irse, en grupos de dos o tres personas, a algún hotel o a sus casas.

Después del bullicio de la fiesta, el suelo de la sala quedó cubierto por el confeti multicolor y las cintas, como un muelle tras zarpar un barco, mientras los globos que aún podían flotar rebotaban en el techo de aquí para allá, con aire de desamparo.

En una silla de un rincón de aquella sala desierta y desolada como los bastidores de un teatro, permanecía un hombre joven, abandonado miserablemente como una sucia bola de papel. Vestido con afectación, con una chaqueta de hombros anchos a rayas vistosas y una corbata roja, tenía un aspecto singular, musculoso, con la nariz aplastada como un boxeador. A pesar de su complexión, estaba tan hundido y cabizbajo que parecía un despojo.

«¿Por qué tardará tanto? ¿Qué estará haciendo? ¿Acaso no piensa en los demás? ¿No se da cuenta de que mi vida pende de un hilo? ¡Y yo aquí, sin poder quitarme de la cabeza que la pasma puede aparecer de un momento a otro!»

Con ademán angustiado, se iba pasando los cinco dedos de la mano por sus cabellos alborotados.

Un camarero de uniforme se le acercó a través de las montañas de cintas pisoteadas con un vaso de lo que parecía ser whisky. Al cogerlo, el hombre le lanzó un:

—¡Ya era hora! —Lo apuró de un trago y ordenó—: ¡Otro!

—¡Jun-chan! He tardado mucho, ¿verdad?

Por fin apareció la persona a quien el joven esperaba con tanta impaciencia. Era el Ángel Negro.

—¡Me ha costado lo mío sacarme de encima a esos señoritos! Vamos, dime ese favor tan grande que querías pedirme.

Con

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