Ese mundo desaparecido

Dennis Lehane

Fragmento

9788415631675-4

Prólogo

Diciembre de 1942

Antes de que los separasen sus pequeñas guerras se reunieron para recabar apoyos para la gran guerra. Había pasado ya un año desde lo de Pearl Harbor cuando se vieron en el salón de baile Versalles del hotel Palace de Bayshore Drive, en Tampa, Florida, con la intención de recaudar dinero para las tropas desplegadas en el escenario bélico europeo. Era una cena con catering, había que llevar corbata negra, hacía una noche seca y apacible.

Seis meses después, una tarde húmeda de principios de mayo, un periodista del Tampa Tribune especializado en sucesos se iba a encontrar con unas fotografías tomadas en esa reunión. Se llevó una sorpresa al ver la cantidad de asistentes a esa cena de recaudación de fondos que habían acabado saliendo en las noticias locales, ya fuera por asesinar a alguien o por morir asesinados.

Le pareció que ahí había una historia; su redactor jefe no estaba de acuerdo. «Pero mira —insistía el periodista—, fíjate. Ese que está en la barra con Rico DiGiacomo es Dion Bartolo. ¿Y este de aquí? Estoy casi seguro de que ese pequeñajo del sombrero es Meyer Lansky en persona. Y aquí... ¿Ves ese que habla con una embarazada? Terminó en la morgue el pasado marzo. Y ahí tienes al alcalde y a su mujer hablando con Joe Coughlin. Otra vez Joe Coughlin, en ésta, estrechándole la mano a Montooth Dix, el gángster negro. A Boston Joe casi no le han sacado fotos en toda su vida, pero esa noche salió en dos. ¿Ese tío que fuma junto a una mujer vestida de blanco? Está muerto.
Y éste también. ¿El de la pista de baile, con esmoquin blanco? Mutilado.»

«Jefe —decía el periodista—, esa noche estaban todos juntos.»

El redactor jefe comentó que Tampa era un pueblo que se hacía pasar por una ciudad mediana. La gente no hacía más que cruzarse. La cena pretendía recaudar dinero para la guerra; una de las causes de rigueur para los ricos y ociosos; atraían a cualquiera que fuera alguien en la ciudad. Señaló a su joven y entusiasta reportero que a la cena había asistido muchísima gente —dos cantantes famosos, un jugador de béisbol, tres actores de los seriales radiofónicos más populares de la ciudad, el presidente del First Florida Bank, el director general de Gramercy Pewter y P. Edson Haffe, dueño precisamente del diario en que ambos trabajaban— que no tenía ninguna conexión con el derramamiento de sangre que, en el mes de marzo, había manchado el buen nombre de la ciudad.

El periodista siguió protestando un poco más, pero al ver que el redactor jefe se negaba a ceder en ese asunto retomó la investigación de los rumores que hablaban de unos espías alemanes infiltrados en el litoral de Port Tampa. Al cabo de un mes lo reclutó el ejército. Las fotos seguían en la morgue fotográfica del Tampa Tribune cuando ninguno de los que aparecían en ellas vivía ya en este mundo.

El periodista, que murió dos años después en la playa de Anzio, no tenía manera de saber que el redactor jefe —que vivió treinta años más que él, hasta que se lo llevó una enfermedad coronaria— había recibido órdenes de poner fin al seguimiento de cuanto tuviera que ver con la familia criminal de los Bartolo, con Joseph Coughlin o con el alcalde de Tampa, un valioso joven de una valiosa familia local. Bastante se había ensuciado ya, según le dijeron, el nombre de la ciudad.

Por lo que a ellos concernía, los asistentes a aquella reunión de diciembre habían participado en una reunión absolutamente inocua de gente que apoyaba a los soldados de ultramar.

Joseph Coughlin, el hombre de negocios, había organizado el acontecimiento al ver que muchos de sus antiguos empleados pasaban a engrosar las filas del ejército, ya fuera porque los reclutaban o porque se alistaban de manera voluntaria.

Vincent Imbruglia, que tenía a dos hermanos en la guerra —uno en el Pacífico y el otro en algún lugar de Europa que nadie le sabía precisar— dirigió la rifa. El premio principal eran dos entradas de primera fila para un concierto de Sinatra en el Paramount de Nueva York a finales de mes, con dos billetes de primera clase en el tren Tamiami Champion. Todo el mundo compró ristras enteras de boletos, pese a dar por hecho que el bombo estaba trucado para que ganara la esposa del alcalde, gran fan de Sinatra.

El gran jefe, Dion Bartolo, exhibió los bailoteos que le habían servido para ganar unos cuantos premios en la adolescencia. De paso, proporcionaba a las madres e hijas de algunas de las familias más respetables de Tampa historias que contar a sus nietas. («Un hombre capaz de bailar con esa elegancia no puede ser tan malo como dicen algunos.»)

Rico DiGiacomo, la estrella más brillante del submundo de Tampa, apareció con su hermano Freddy y su adorada madre, y su peligroso glamour sólo se vio superado al llegar Montooth Dix, un negro de altura excepcional que aún parecía más alto por el sombrero de copa que coronaba su esmoquin. La mayor parte de los miembros de la elite de Tampa nunca había visto a un negro en sus fiestas, salvo que llevara una bandeja en la mano, pero Montooth Dix se desenvolvía entre aquella muchedumbre de blancos como si diera por hecho que eran ellos quienes debían servirle.

La fiesta tenía el grado de respetabilidad suficiente para poder asistir a ella sin remordimientos, y la peligrosidad suficiente para merecer comentarios durante el resto de la temporada. Joe Coughlin tenía un talento especial para poner en contacto a los próceres de la ciudad con sus demonios y lograr que pareciese una pura juerga. A ello contribuía el hecho de que el propio Coughlin, de quien se rumoreaba que en otro tiempo había sido gángster, y bien poderoso, hubiera evolucionado luego para salir de la calle. Era uno de los mayores contribuyentes de las obras de beneficencia en toda la zona central del oeste de Florida, amigo de numerosos hospitales, sopas bobas, bibliotecas y refugios. Y si eran ciertos los otros rumores —según los cuales no había abandonado del todo su pasado criminal—, bueno, no se puede culpar a nadie por mantener cierta lealtad con quienes lo han acompañado a la cumbre. Desde luego, si algunos de los magnates, dueños de fábricas o constructores allí presentes necesitaban serenar la agitación entre sus trabajadores o desatascar las rutas de aprovisionamiento, sabían a quién llamar. En aquella ciudad, Joe Coughlin era el puente entre lo que se proclamaba en público y el modo de conseguirlo en privado. Si te invitaba a una fiesta, acudías aunque sólo fuera para ver quién se presentaba.

Ni siquiera el propio Joe daba a esas fiestas un significado mayor que ése. Cuando alguien celebraba una en la que lo más granado de la ciudad se mezclaba con los rufianes, y los jueces charlaban con los capos como si nunca se hubieran visto —ni en el juzgado, ni en algún reservado—, cuando el pastor del Sagrado Corazón aparecía y bendecía la sala antes de zambullirse en ella con tanto afán como los demás, cuando Vanessa Belgrave, la esposa del alcalde, bella pero gélida, alzaba el vaso hacia Joe en señal de gratitud y un negro tan imponente como Montooth Dix era capaz de entretener a un grupo de carcamales blancos con el relato de sus proezas en la Gran Depresión sin que nadie presenciara una mala palabra, ni un solo tambaleo de borracho, bueno, esa fiesta era algo más que un éxito, posiblemente era el mayor éxito de la temporada.

La

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