En un país extraño (Serie Thomas Kell 1)

Charles Cumming

Fragmento

9788415631897-1

Contenido

Portada

Dedicatoria

Lema

TÚNEZ, 1978

1

EL PRESENTE

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57

58

59

60

61

62

63

64

65

66

67

68

69

70

71

72

73

74

75

76

77

78

79

BEUNE, TRES SEMANAS DESPUÉS

80

AGRADECIMIENTOS

CRÉDITOS

9788415631897-2

A Carolyn Hanbury

9788415631897-3

—Hay una cosa que debe tener en cuenta antes de empezar su trabajo. Si lo hace bien, nadie le dará las gracias; y si necesita ayuda, nadie se la proporcionará. ¿Está usted de acuerdo?

—Completamente.

—Entonces, que pase una buena tarde.

W. SOMERSET MAUGHAM,
Ashenden o el agente secreto

El pasado es un país extraño: allí las cosas se hacen de otra manera.

L. P. HARTLEY, El mensajero

9788415631897-4

TÚNEZ, 1978

9788415631897-5

1

Jean-Marc Daumal despertó con el alboroto de la llamada a la oración y con el llanto de sus hijos. Acababan de dar las siete de la mañana, y el ambiente tunecino era sofocante. Durante un momento, mientras sus ojos se adaptaban a la luz del sol, Daumal se permitió olvidar que se hallaba en una situación lamentable, pero el recuerdo lo asaltó de pronto, como si se hubiera quedado sin aire. A punto de gritar de la desesperación, permaneció contemplando las grietas del techo encalado; un hombre casado de cuarenta y un años a merced de un corazón roto.

Amelia Weldon se había marchado seis días antes. Sin previo aviso, sin motivos, sin dejar una nota. Estaba cuidando de sus hijos en el chalet —preparándoles la cena, leyéndoles un cuento en la cama— y, de pronto, había desaparecido. El sábado al amanecer, Céline, esposa de Jean-Marc, había descubierto que en el dormitorio de la au pair no quedaba ninguna de sus pertenencias, las maletas de Amelia no estaban en el armario y en las paredes ya no se veían sus fotos y sus pósteres. La caja fuerte que la familia tenía en el cuarto de la lavadora estaba cerrada, pero dentro faltaban el pasaporte y el collar que la joven había guardado en ella. En el puerto de La Goulette no tenían constancia de que una británica de veinte años que se ajustase a la descripción de Amelia hubiera embarcado en el ferry hacia Europa, y en ninguna de las compañías aéreas europeas que volaban desde Túnez había viajado una Amelia Weldon. Ninguno de los hoteles u hostales tenía una huésped registrada con ese nombre, y ni los estudiantes de rostro juvenil ni los expatriados con los que ella se había relacionado en Túnez parecían saber nada sobre su paradero. Interpretando el papel de empleador preocupado, Jean-Marc había acudido a informarse a la embajada británica; también había enviado un télex a la agencia de París que había gestionado el puesto de Amelia, y telefoneado a su hermano en Oxford. Al parecer, nadie era capaz de desentrañar el misterio de su desaparición. El único consuelo de Jean-Marc era que no hubiese aparecido su cadáver en ningún callejón de Túnez o de Cartago y que no hubiese ingresado en ningún hospital, lo cual le habría obligado a asimilar que la había perdido para siempre. Por lo demás, se sentía absolutamente abandonado. La mujer que le había infligido la tortura exquisita de la infatuación amorosa se había desvanecido como un eco en la noche.

Los niños no dejaban de llorar. Jean-Marc retiró la sábana blanca que le cubría el cuerpo y se sentó en la cama para masajearse un dolor que tenía en los riñones. Oyó a Céline: «Thibaud, te lo digo por última vez: no vas a ver los dibujos hasta que te acabes el desayuno», y necesitó toda su fuerza de voluntad para no levantarse, ir a la cocina dando zancadas y, enfurecido, pegarle un buen cachete a su hijo a través de los pantalones cortos del pijama de Astérix. Lo que hizo fue beber agua del vaso medio vacío que tenía en la mesita de noche, descorrer las cortinas y salir al balcón del primer piso a contemplar los tejados de La Marsa. Un buque cisterna avanzaba hacia el este por el horizonte, a dos días de Suez. ¿Era posible que Amelia hubiese partido en una embarcación privada? Sabía que Guttmann tenía un yate en Hammamet: el judío estadounidense y adinerado, con sus contactos y privilegios y, según los rumores, sus vínculos con el Mosad. Daumal había visto cómo miraba a Amelia: un hombre a quien nunca le había faltado nada deseaba cobrarse esa presa. ¿Se la había quitado él? Lo cierto era que no tenía ninguna prueba que justificase esos celos infundados, sólo el miedo de los cornudos a la humillación. Aturdido por la falta de sueño, Daumal se acomodó en una silla de plástico del balcón. De un jardín vecino le llegaba el olor a pan recién horneado. A dos metros de él, cerca de la ventana, vio un paquete a medio acabar de Mars légères; encendió uno con mano firme y, a la primera bocanada de humo, se puso a toser.

Pasos en el dormitorio. Los niños habían parado de llorar. Céline apareció en la puerta del balcón y dijo:

—Estás despierto.

El tono logró hacerle sentir aún menos simpatía por su esposa. Sabía que lo culpaba de lo sucedido, pero ella no conocía la verdad. De haberla intuido, quizá habría llegado al extremo de consolarlo; al fin y al cabo, su padre se había relac

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos