La paciencia de la araña (Comisario Montalbano 12)

Andrea Camilleri

Fragmento

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2

A través de la ventana abierta entra mucho frío. Siempre ocurre lo mismo en los hospitales: te curan la apendicitis y te matan de una pulmonía. Montalbano permanece sentado en un sillón; faltan sólo dos días, y después podrá regresar a Marinella. Pero desde las seis de la mañana varios pelotones de mujeres se dedican a limpiarlo todo: corredores, habitaciones, trasteros… a sacar brillo a los cristales de las ventanas, los tiradores de las puertas, las camas y las sillas. Parece como si una oleada de locura limpiadora lo hubiera arrollado todo; se cambian sábanas, fundas de almohada, colchas; el cuarto de baño está tan reluciente que hay que entrar en él con gafas de sol.

—Pero ¿qué pasa aquí? —le pregunta a una enfermera que ha acudido para ayudarlo a acostarse.

—Va a venir un pez gordo.

—¿Quién?

—No lo sé.

—Oiga, ¿no podría quedarme en el sillón?

—No, no puede.

Al cabo de un rato aparece Strazzera, que sufre una decepción al no encontrar a Livia.

—Es posible que se pase más tarde —lo tranquiliza Montalbano. El «es posible» lo dice sólo para fastidiar, para mantener en vilo al médico. Livia le ha asegurado que iría, aunque con cierto retraso—. ¿Quién viene?

—Petrotto. El subsecretario.

—¿Y a qué?

—A felicitarlo.

¡Mierda! ¡Lo que faltaba! El muy honorable abogado Gianfranco Petrotto, el actual subsecretario de Interior, condenado una vez por corrupción y otra por prevaricación, y acusado de un delito prescrito. Ex comunista, ex socialista, y ahora elegido triunfalmente por el partido de la mayoría.

—¿No puede administrarme una inyección que me deje inconsciente unas tres horitas? —le suplica a Strazzera.

El médico alza los brazos y se va.

El honorable abogado Gianfranco Petrotto se presenta precedido de una salva de aplausos que retumba por el pasillo. Pero sólo permite entrar en la habitación al prefecto, el jefe superior de policía, el director del hospital y un diputado de su séquito.

—¡Los demás que esperen fuera! —ordena levantando la voz.

El subsecretario empieza a abrir y cerrar la boca. Habla. Y habla. Y habla. No sabe que Montalbano se ha taponado las orejas con algodón hidrófilo hasta casi reventárselas. Y no puede oír las chorradas que le está soltando.

Desde hace un buen rato ya no oye el gemido de la persiana. Apenas le da tiempo a mirar el reloj, las cuatro y cuarenta y cinco minutos, cuando finalmente se duerme.

En medio del sueño, a duras penas oyó el teléfono que sonaba y volvía a sonar.

Abrió un ojo y miró el reloj. Se levantó a toda prisa; quería detener los timbrazos antes de que llegaran a lo más profundo del sueño de Livia. Alzó el auricular.

—Dottori, ¿qué he hecho? ¿Lo he despertado?

—Catarè, son las seis de la mañana, en punto.

—Pues mi reloj marca las seis y tres minutos.

—Eso quiere decir que adelanta.

—¿Está seguro, dottori?

—Segurísimo.

—Entonces lo retraso tres minutos, dottori. Gracias, dottori.

—Faltaría más.

Catarella colgó y Montalbano regresó al dormitorio. Sin embargo, se detuvo a medio camino, soltando maldiciones.

Pero ¿a qué coño venía aquella llamada? ¿Lo había despertado a las tantas de la madrugada sólo para ver si el reloj le iba bien? Justo en ese momento el teléfono sonó de nuevo, y fue corriendo y descolgó al primer timbrazo.

—Dottori, pido perdón, pero con la cuestión de la hora he olvidado decirle el motivo de mi llamada previa a la presente.

—Dímelo.

—Parece que han secuestrado el ciclomotor de una chica.

—¿Secuestrado o robado?

—Secuestrado, dottori.

Montalbano se enfureció, pero estaba obligado a ahogar los gritos que le apetecía soltar.

—¿Y me despiertas a las seis de la mañana para decirme que la Policía Fiscal o los carabineros han secuestrado un ciclomotor? ¡Y a mí qué! ¡Me importa un carajo, con tu permiso!

—Dottori, usía no necesita mi permiso para que algo le importe un carajo —respondió con sumo respeto.

—Además, aún no me he reincorporado al servicio. ¡Estoy en plena convalecencia!

—Lo sé, dottori, pero los que han llevado a cabo el secuestro no han sido los de la Fiscal ni los de la Bienamada.

—La Benemérita, Catarè. Dime, ¿quién ha sido entonces?

—Ahí está el busilis, dottori. No se sabe, no se conoce. Y precisamente por eso me han dicho que lo tilifoniara a usted personalmente en persona.

—Oye, ¿está Fazio?

—No, señor, está en el lugar de los hechos.

—¿Y el dottor Augello?

—Él también está en el lugar de los hechos.

—Entonces, ¿quién se ha quedado en la comisaría?

—Yo estoy provisionalmente al cuidado, dottori. El señor y dottor Augello me ha dicho que hiciera las veces.

¡Virgen santísima! Un riesgo, un peligro que había que atajar cuanto antes. Catarella era capaz de desencadenar un conflicto nuclear a partir de un simple robo. ¿Cómo era posible que Fazio y Augello se hubieran molestado por el vulgar secuestro de un ciclomotor? ¿Y por qué lo habían mandado llamar?

—Mira, haz una cosa, ponte en contacto con Fazio y dile que me telefonee ahora mismo aquí a Marinella.

Colgó.

—¡Esto parece un mercado! —dijo una voz a su espalda.

Montalbano se giró. Era Livia, con los ojos brillantes de rabia. No llevaba la bata, sino la camisa que él había utilizado la víspera. Al verla de aquella manera sintió el impulso de abrazarla, pero se contuvo, pues sabía que de un momento a otro recibiría la llamada de Fazio.

—Livia, te lo ruego, mi trabajo...

—Tu trabajo deberías hacerlo en la comisaría. Y sólo cuando estés de servicio.

—Tienes razón. Te lo ruego, vuelve a la cama.

—¡Pero qué

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