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Galluzzo dejó encima del escritorio del comisario una bolsa grande que contenía la cuerda y otra más pequeña con las colillas.
—¿Has dicho que eran de dos marcas?
—Sí, señor dottore, Marlboro y Philip Morris con doble filtro.
Eran muy habituales. Montalbano había abrigado la esperanza de que fueran de una marca rara que en Vigàta sólo fumaran como máximo cinco personas.
—Llévatelo todo tú —le indicó a Fazio—. Y guárdalo bien. Nunca se sabe si podrá sernos útil.
—Esperemos —repuso Fazio, no muy convencido.
Entonces pareció que hubieran colocado una bomba de alta potencia detrás de la puerta, la cual, abriéndose de par en par y golpeando violentamente la pared, mostró a Catarella tendido cuan largo era en el suelo, con dos sobres en la mano.
—Li traía el correo —dijo Catarella—. Pero hi resbalado.
Los tres que estaban en el despacho trataron de recuperarse del susto. Se miraron y se entendieron al vuelo. No se les ofrecían más que dos posibilidades. O proceder a una ejecución sumaria de Catarella o hacer como si nada.
Eligieron la segunda de tácito acuerdo.
—Lamento repetirme, pero no creo que sea tan fácil identificar al propietario del caballo —dijo Fazio.
—Por lo menos tendríamos que haber fotografiado al animal —añadió Galluzzo.
—¿No hay un registro de caballos como el de automóviles? —preguntó Montalbano.
—No lo sé —contestó Fazio—. Además, tampoco sabemos qué clase de caballo era.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que no sabemos si era de tiro, de cría, de monta, de carreras...
—Los caballos se señalan —intervino a media voz Catarella, quien, como el comisario no le había indicado que entrara, se había quedado delante de la puerta con los sobres en la mano.
Montalbano, Fazio y Galluzzo lo miraron con aire de desconcierto.
—¿Qué has dicho? —preguntó Montalbano.
—¿Yo? No hi dicho nada —contestó Catarella, temiendo haberse equivocado al abrir la boca.
—¡Pero si acabas de hablar ahora mismo! ¿Qué has dicho que hacen los caballos?
—Hi dicho que se señalan, dottori.
—¿Y con qué?
Catarella pareció dudar.
—Cuando se señalan, yo no sé con qué, dottori.
—Bueno, deja el correo y vete.
Dolido, Catarella depositó los sobres en el escritorio y se retiró mirando al suelo. En la puerta estuvo a punto de chocar con Mimì Augello, que llegaba a toda prisa.
—Perdón por el retraso, pero he tenido que atender al chiquillo que...
—Estás perdonado.
—Y estas pruebas, ¿qué son? —preguntó, al ver encima de la mesa la cuerda y las colillas.
—Han matado un caballo a golpes —dijo Montalbano. Y le refirió toda la historia—. ¿Tú entiendes de caballos? —le preguntó al final.
Mimì rió.
—Basta con que un caballo me mire para que me lleve un susto, ¡o sea, que ya ves!
—Pero en la comisaría, ¿hay alguien que entienda?
—Me parece que no —dijo Fazio.
—Pues entonces dejémoslo correr, de momento. ¿Cómo ha acabado la historia con Pepè Rizzo?
Era una historia de la que se ocupaba Mimì. Se sospechaba que Pepè Rizzo era el proveedor al por mayor de los vendedores ambulantes de la provincia, a los que suministraba todo lo que se podía falsificar, de relojes Rolex a las camisetas del cocodrilo, de CVD a DVD. Mimì había descubierto el almacén y la víspera había conseguido de la fiscalía la orden de registro. Al oír la pregunta, Augello se echó a reír.
—¡Hemos encontrado todo el tinglado, Salvo! Había algunas camisas con la misma marca exacta que las originales que me han robado el corazón y...
—¡Quieto! —le ordenó el comisario.
Todos lo miraron sorprendidos.
—¡Catarella!
El grito fue tan fuerte que a Fazio se le cayeron al suelo las pruebas que estaba recogiendo.
Catarella regresó corriendo, volvió a resbalar delante de la puerta abierta y consiguió agarrarse a la jamba.
—Catarella, presta atención.
—A sus órdenes, dottori.
—Cuando has dicho que los caballos se señalan, ¿querías decir que se les marca?
—Justamente eso, dottori.
¡He ahí por qué para los verdugos era tan importante recuperar el cadáver del animal!
—Gracias, ya puedes irte. ¿Habéis comprendido?
—No —admitió Augello.
—Catarella nos ha recordado a su manera que a los caballos les marcan a fuego las iniciales del propietario o la cuadra. Nuestro caballo debió de caer sobre el costado donde tenía la marca y por eso no la vi. Y, para ser sincero, tampoco se me pasó por la cabeza la idea de buscarla.
Fazio adoptó una expresión pensativa.
—Empiezo a creer que, a lo mejor, resulta que los extracomunitarios...
—... no tienen nada que ver —acabó la frase Montalbano—. Esta mañana, después de que os fuerais, me he convencido. Las huellas del carretón no llegan a las chabolas, sino que, al cabo de unos cincuenta metros, se desvían hacia la carretera provincial. Allí seguramente los esperaba una camioneta.
—Me parece comprender —terció Mimì— que han eliminado el único rastro que teníamos.
—Y de esta manera no será fácil llegar al nombre del propietario —concluyó Fazio.
—A no ser que tengamos un golpe de suerte.
Montalbano observó que, de un tiempo a esta parte, Fazio actuaba con desconfianza, hacía las cosas cada vez más difíciles. Tal vez la vejez empezara a pesarle también a él.
Pero se estaban equivocando, y mucho, a propósito del problema de averiguar el nombre del propietario.
A la hora de comer Montalbano fue a Enzo, pero a los platos que le sirvieron no les hizo el honor que merecían. Tenía en la cabeza la escena del caballo martirizado, tumbado sobre la arena. En determinado momento, se le ocurrió una pregunta que lo sorprendió a él mismo.
—¿Qué tal está la carne de caballo?
—La verdad, jamás la he probado. Dicen que tiene un sabor dulzón.
Montalbano había comido poco y por eso no experimentó la necesidad de dar un paseo hasta el muelle. Cuando regresó al despacho, tenía unos documentos para firmar.
A las cuatro de la tarde sonó el teléfono.
—Dottori, hay aquí una señora.
—¿No te ha dicho cómo se llama?
—Sí, señor dottori, Estera.
—¿Se llama Estera?
—Justamente, dottori. Y se apellida Manni.
Estera Manni; jamás la había oído nombrar.
—¿Te ha dicho qué quiere?
—No, señor.
—Pues entonces pásasela a Fazio o Augello.
—No están, dottori.
—Bueno, pues hazla pasar a mi despacho.
—Me llamo Esterman, Rachele Esterman —se presentó la mujer. Era una cuarentona vestida con chaqueta y vaqueros, alta, rubia, melena derramada sobre los hombros, piernas largas, ojos azules, cuerpo atlético. O sea, tal como uno se imagina que eran las valquirias.
—Tome asiento, señora.
Ella se sentó y cruzó las piernas.
—Usted dirá.
—Vengo a denunciar la desaparición de un caballo.
Montalbano dio un respingo en la silla, pero disimuló el brusco movimiento fingiendo un acceso de tos.
—Veo que usted fuma —dijo Rachele, señalando el cenicero y el paquete de cigarrillos que había encima del escritorio.
—Sí, pero no creo que la tos se deba a...
—No me refería a su tos, por otra parte visiblemente falsa, sino a que, puesto que usted fuma, yo también puedo fumar. —Y sacó un paquete del bolso.
—La verdad es que...
—... ¿aquí dentro está prohibido? ¿No le apetece ser transgresor durante el tiempo que dure un cigarrillo? Después abrimos la ventana.
La señora Esterman se levantó y fue a cerrar la puerta, que había quedado abierta. Volvió a sentarse, se puso un cigarrillo entre los labios y se inclinó hacia Montalbano para que se lo encendiera.
—Pues entonces dígame, comisario —dijo, expulsando el humo por la nariz.
—No, perdone, es usted la que ha venido a decirme...
—Antes. Pero al ver su torpe reacción a mis palabras, he comprendido que usted ya está al corriente de la desaparición. ¿Es así?
La ojizarca era capaz de percibir las vibraciones del vello de la nariz de su interlocutor. Era como jugar con las cartas sobre la mesa.
—Sí, así es. Pero ¿le importa que sigamos con orden?
—Sigamos.
—¿Usted vive aquí?
—Me encuentro en Montelusa desde hace tres días, invitada por una amiga.
—Si usted vive, aunque sea de manera provisional, en Montelusa, la denuncia ha de hacerse legalmente en...
—Pero yo le había confiado el caballo a una persona de Vigàta.
—¿Quién?
—Saverio Lo Duca.
¡Coño! Saverio Lo Duca era con toda certeza uno de los hombres más ricos de la isla, y en Vigàta tenía una cuadra. Poseía cuatro o cinco valiosos caballos que había adquirido por gusto, por el simple placer de tenerlos; nunca los hacía participar en carreras ni en competiciones. De vez en cuando se retiraba al campo y se pasaba todo un día con los animales. Amigo poderoso, era siempre una lata tratar con él, pues se corría el riesgo de decir una palabra de más, de mear fuera del tiesto.
—A ver si lo entiendo. ¿Usted vino a Montelusa con el caballo?
—Claro. Tenía que hacerlo.
—¿Y eso por qué?
—Porque pasado mañana se celebra en Fiacca la carrera de amazonas que cada dos años organiza el barón Piscopo di San Militello.
—Comprendo —mintió él. No sabía nada de aquella carrera—. ¿Cuándo se dio cuenta de la desaparición?
—¡¿Yo?! Pero si yo no me di cuenta de nada. Al amanecer me llamó el vigilante de la cuadra de Sciscì.
—Entonces...
—Perdone. Sciscì es Saverio Lo Duca.
—Entonces, si supo de la desaparición al amanecer...
—... ¿por qué he tardado tanto en denunciarlo?
Inteligente sí era. Pero su forma de terminar las frases que él empezaba le molestaba bastante.
—Porque mi caballo bayo...
—¿Se llama Bayo?
Ella rió de buena gana, echando la cabeza atrás.
—Usted es completamente lego en la materia, ¿verdad?
—Bueno...
—Se llaman bayos los caballos que tienen el pelaje blanco amarillento. El mío, que por cierto se llama Súper, se escapa de vez en cuando y hay que ir a buscarlo. Lo llevan buscando desde esta madrugada, y a las tres de la tarde me han telefoneado para decirme que no lo encontraban. Por consiguiente, he supuesto que no se había escapado.
—Comprendo. ¿Y no podría ser que, entretanto...?
—Me habrían llamado al móvil. —Se inclinó para que le encendiera otro cigarrillo—. Y ahora, por favor, deme la mala noticia.
—¿Por qué supone que...?
—Comisario, usted ha sido muy hábil. Con el pretexto de seguir adelante con orden, no ha contestado a mi pregunta. Se ha tomado su tiempo. Y eso no puede significar más que una cosa. ¿Lo han secuestrado? ¿Tengo que esperar una petición elevada de dinero?
—¿Vale mucho?
—Una fortuna. Es un purasangre de carreras.
¿Qué hacer? Mej