La voz del violín (Comisario Montalbano 4)

Andrea Camilleri

Fragmento

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Dos

Llegó al despacho a las ocho y media, descansado y dulcificado.

—¿Sabes que el jefe superior es un noble? —fue lo primero que le dijo Mimì Augello al verlo.

—¿Es un juicio moral o un hecho heráldico?

—Heráldico.

—Ya lo había comprendido por el guión entre los dos apellidos. Y tú, ¿qué has hecho, Mimì? ¿Lo has llamado conde, barón, marqués? ¿Lo has adulado como Dios manda?

—¡Vamos, Salvo, qué manía la tuya!

—¿La mía? Fazio me ha dicho que meneabas el rabo mientras hablabas por teléfono con el jefe y que después has salido disparado para ir a verlo.

—Mira, el jefe superior me ha dicho textualmente: «Si el comisario Montalbano no está localizable, venga usted inmediatamente.» ¿Qué querías que hiciera? ¿Contestarle que no podía porque, en caso contrario, mi superior se cabrearía?

—¿Qué quería?

—No estaba yo solo. Se encontraba presente media provincia. Nos ha comunicado su intención de renovar y poner al día las cosas. Ha dicho que el que no esté en condiciones de seguirlo en esta aceleración, mejor que se vaya al desguace. Ha dicho literalmente «desguace». Todos hemos comprendido que se refería a ti y a Sandro Turri de Calascibetta.

—Explícame mejor cómo lo habéis comprendido.

—Porque, cuando ha dicho «desguace», ha mirado un buen rato primero a Turri y después a mí.

—¿Y por qué no es posible que se refiriera precisamente a ti?

—Vamos, Salvo, todos sabemos lo mal que le caes.

—¿Qué quería el señor príncipe?

—Decirnos que dentro de unos días llegarán unos supermodernos ordenadores y que los habrá en todas las comisarías. Nos ha pedido a cada uno el nombre del agente más experto en informática. Y yo se lo he dado.

—Pero ¿tú estás loco? Aquí nadie sabe ni torta de estas cosas. ¿Qué nombre le has dado?

—Catarella —contestó muy serio e impasible Mimì Augello.

Un acto de saboteador nato. Montalbano se levantó de un salto y corrió a abrazar a su subcomisario.

—Lo sé todo sobre el chalet que le interesa —dijo Fazio, sentándose en la silla delante del escritorio del comisario—. He hablado con el secretario del Ayuntamiento que conoce la vida y milagros de todos los habitantes de Vigàta.

—Dime.

—Bueno pues, el terreno en el que se levanta la casa pertenecía al doctor Rosario Licalzi.

—Doctor, ¿en qué?

—Doctor de verdad, médico. Murió hace unos quince años y se lo dejó en herencia a su hijo mayor Emanuele, también médico.

—¿Vive en Vigàta?

—No, señor. Vive y trabaja en Bolonia. Hace dos años este Emanuele Licalzi se casó con una chica de allí. Vinieron a Sicilia en viaje de luna de miel. La mujer vio el terreno y, a partir de aquel momento, se le metió en la cabeza construir un chalet. Y eso es lo que hicieron.

—¿Sabes dónde están en este momento los Licalzi?

—El marido está en Bolonia y a ella se la vio hace tres días en el pueblo buscando cosas para amueblar el chalet. Tiene un Twingo verde botella.

—El que Gallo embistió.

—Ya. El secretario me ha dicho que no puede pasar inadvertida. Por lo visto, es guapísima.

—No entiendo por qué razón la señora no ha llamado todavía —dijo Montalbano que, cuando se lo proponía, sabía actuar como un consumado actor.

—Yo tengo una teoría —dijo Fazio—. El secretario me ha dicho que la señora es, ¿cómo diría?, muy aficionada a las amistades.

—¿Femeninas?

—Y masculinas —subrayó Fazio con intención—. Puede que la señora sea huésped de alguna familia que, a lo mejor, la vino a recoger con su coche. Sólo cuando regrese se dará cuenta de los daños que ha sufrido el vehículo.

—Es posible —concluyó Montalbano, siguiendo con su teatro.

En cuanto Fazio se retiró, el comisario llamó a la señora Clementina Vasile Cozzo.

—Mi querida señora, ¿cómo está?

—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! Voy tirando, a Dios gracias.

—¿Podría pasar a saludarla un momentito?

—Usted es bien recibido en cualquier momento.

La señora Clementina Vasile Cozzo era una anciana paralítica, una ex maestra de escuela primaria extremadamente inteligente y dotada de una natural y comedida dignidad. El comisario la había conocido en el transcurso de unas complicadas investigaciones tres meses atrás y había quedado filialmente unido a ella. Montalbano no se lo confesaba abiertamente a sí mismo, pero aquélla era la mujer que habría querido tener por madre, pues a la suya la había perdido siendo muy chico y sólo conservaba de ella el recuerdo de una dorada luminiscencia.

—¿Mamá era rubia? —le había preguntado una vez a su padre en un intento de comprender por qué el recuerdo de su madre consistía sólo en una borrosa luminosidad.

—Trigo bajo el sol —fue la seca respuesta de su padre.

Montalbano había adquirido la costumbre de ir a ver a la señora Clementina por lo menos una vez a la semana, le hablaba de alguna investigación que tenía entre manos, y la mujer, agradeciéndole la visita que interrumpía la monotonía de sus jornadas, lo invitaba a comer. Pina, la asistenta, era un personaje arisco que, por si fuera poco, no le tenía la menor simpatía a Montalbano, pero preparaba unos platitos de exquisita y cautivadora simplicidad.

La señora Clementina, elegantemente vestida y con un pequeño chal de seda indio sobre los hombros, lo recibió en el salón.

—Hoy tenemos concierto —le dijo en un susurro—, pero ya está a punto de terminar.

Cuatro años atrás la señora Clementina había averiguado a través de la asistenta Pina, que a su vez se había enterado por medio de Jolanda, el ama de llaves del maestro Cataldo Barbera, que el ilustre violinista que vivía en el apartamento situado justo encima del suyo, estaba teniendo serias dificultades con los impuestos. Entonces ella se lo había dicho a su hijo que trabajaba en la delegación de Hacienda de Montelusa, y el problema, que esencialmente se debía a un equí

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