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Veintinueve
Treinta
Treinta y uno
Treinta y dos
Treinta y tres
Treinta y cuatro
Treinta y cinco
Treinta y seis
Treinta y siete
Treinta y ocho
Treinta y nueve
Cuarenta
Cuarenta y uno
Cuarenta y dos
Nota de la autora
Agradecimientos
Créditos
UNO
Audrey Villeneuve sabía que no podía estar pasando, que sólo era fruto de su imaginación. Era una mujer adulta, capaz de distinguir entre realidad y fantasía. No obstante, cada mañana, cuando salía de su casa en el extremo oriental de Montreal y cruzaba al volante de su coche el túnel de Ville-Marie de camino a la oficina lo veía, lo oía, lo sentía ocurrir.
Podía empezar con los destellos rojos de las luces de freno, luego el camión de delante pegaba un volantazo, patinaba y chocaba de lado. Un horrible alarido reverberaba contra las duras paredes hasta llegar a donde estaba ella, y bocinazos, alarmas, frenazos, chillidos de la gente.
Entonces, unos bloques de hormigón enormes se desprendían del techo llevándose consigo una maraña de venas y tendones metálicos: al túnel se le salían las tripas, las tripas que sustentaban la estructura, que sustentaban la ciudad de Montreal.
Que la habían sustentado hasta ese día.
Y entonces, entonces... el óvalo de luz diurna, la salida del túnel, se cerraba, como un ojo.
Y luego, la oscuridad.
Y luego la espera larga, larguísima: quedar aplastados.
Cada mañana y cada tarde, cuando Audrey Villeneuve conducía a través de aquella maravilla de la ingeniería que unía un extremo de la ciudad con otro, el túnel se derrumbaba.
«Todo saldrá bien», se dijo riendo para sí, de sí misma. «Todo saldrá bien.»
Subió el volumen de la música y se puso a cantar en voz alta.
Pero seguía notando un hormigueo en las manos, que empezaba a sentir frías y entumecidas, y el corazón le palpitaba con fuerza.
Una oleada de nieve fangosa golpeó el parabrisas, los limpiaparabrisas se la llevaron y dejaron una media luna moteada.
El tráfico se ralentizó y después se detuvo del todo.
Audrey abrió mucho los ojos: esto nunca había pasado. Tener que circular por el túnel ya era bastante malo, pero quedarse parado dentro era terrible. Se quedó en blanco.
—Todo saldrá bien.
Pero le faltaba el aire y el silbido en su cabeza era tan intenso que no pudo oír su propia voz.
Bajó el seguro de la puerta con el codo, no para dejar a alguien fuera, sino para obligarse a continuar dentro: un penoso intento de contenerse para no abrir la puerta de golpe y salir corriendo y chillando sin parar hasta encontrarse fuera del túnel. Se aferró al volante, fuerte, muy fuerte.
Sus ojos recorrieron la pared salpicada de nieve medio derretida y luego el techo y la pared a lo lejos.
Grietas.
¡Por Dios! Veía grietas.
Y algunos intentos poco entusiastas de rellenarlas con yeso.
No para repararlas, sino para ocultarlas.
«Eso no significa que el túnel vaya a derrumbarse», se dijo para tranquilizarse.
Pero las grietas se ensancharon y le sorbieron el seso. Todos los monstruos de su imaginación se volvieron reales y empezaron a abrirse paso y a emerger por esas fisuras.
Apagó la música para poder regodearse en su hipervigilancia. El coche de delante avanzó unos centímetros... y luego se detuvo.
—Vamos, vamos, vamos —imploró.
Pero Audrey Villeneuve estaba atrapada y aterrorizada. No tenía adónde ir. Lo del túnel ya era malo, pero lo que le esperaba bajo la luz grisácea de diciembre era aún peor.
Hacía días, semanas, meses (años, para ser franca) que lo sabía: los monstruos existían. Vivían en las grietas de los túneles, y en callejones oscuros, y en pulcras casas adosadas. Tenían nombres como Frankenstein y Drácula, y Martha, y David, y Pierre..., y casi siempre te los encontrabas en los lugares más inesperados.
Miró por el retrovisor y vio dos ojos marrones aterrorizados, pero en el reflejo atisbó también su salvación, su bala de plata, su estaca.
Era un vestido de fiesta muy bonito.
Había pasado muchas horas cosiéndolo, un tiempo que podría haber empleado (y debería haber empleado) en envolver regalos de Navidad para su marido y sus hijas. Un tiempo que podría haber invertido (y debería haber invertido) en hornear galletas con forma de estrellas, ángeles y divertidos muñecos de nieve con botones de caramelo y ojos de gominola.
En lugar de eso, nada más entrar en casa, Audrey Villeneuve se iba directa al sótano y a su máquina de coser. Encorvada sobre la tela verde esmeralda, había puesto en las puntadas de aquel vestido de fiesta todas sus esperanzas.
Se lo pondría esa noche. Se presentaría en la fiesta navideña, echaría un vistazo a la sala y en el acto percibiría un aluvión de ojos sorprendidos clavados en ella. Con su vestido verde entallado, la anticuada y sosa Audrey Villeneuve se convertiría en el centro de atención. Pero no lo había hecho para captar la atención de todos, sólo la de un hombre. Y cuando la tuviera, podría relajarse.
Podría soltar el lastre que acarreaba y seguir con su vida. Los daños se repararían, las fisuras se cerrarían, los monstruos volverían al lugar al que pertenecían.
La salida al puente de Champlain ya era visible. No era la que tomaba normalmente, pero ese día estaba lejos de ser normal.
Audrey puso el intermitente y vio al hombre del coche de al lado dirigirle una mirada huraña. ¿Adónde se creía ella que iba? Todos estaban atrapados, pero Audrey Villeneuve lo estaba más, incluso. El tipo le hizo una peineta, pero ella no se ofendió: en Quebec, era un gesto tan trivial como un ademán amistoso. Si los quebequeses diseñaran un coche algún día, el adorno de capó sería una peineta. Lo normal habría sido que ella también respondiera con un «ademán amistoso», pero Audrey tenía otras cosas en la cabeza.
Se desvió poquito a poco hasta el carril más a la derecha, hacia la salida que daba al puente. La pared del túnel quedaba a sólo unos palmos de distancia: podría haber hundido el puño en uno de sus agujeros.
—Todo saldrá bien.
Audrey Villeneuve sabía que las cosas podían salir de varias maneras... y que probablemente, muy probablemente, no saldrían bien.