El carrusel de las confusiones (Comisario Montalbano 28)

Andrea Camilleri

Fragmento

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Contenido

Portada

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Nota

Créditos

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A las cinco y media de aquella mañana, minuto arriba, minuto abajo, una mosca que parecía muerta desde hacía tiempo en el cristal de la ventana abrió las alas de repente, se las limpió con esmero, restregándoselas bien, echó a volar y al rato cambió de dirección y fue a posarse en la repisa de la mesita de noche.

Allí se quedó quieta unos instantes, evaluando la situación, para luego salir disparada hacia el interior de la fosa nasal izquierda de Montalbano, que dormía a pierna suelta.

En sueños, el comisario advirtió un molesto picor en la nariz y, para librarse de él, se dio un buen manotazo en la cara. Sin embargo, sumido como estaba en brazos de Morfeo, no calculó la fuerza utilizada y el porrazo que se arreó tuvo dos consecuencias inmediatas: por un lado lo despertó, y por otro le hizo sangrar la nariz.

Se levantó de la cama a toda prisa soltando una sarta de maldiciones mientras la sangre le manaba a chorro, y se precipitó hacia la cocina, abrió la nevera, agarró un par de cubitos de hielo que se colocó en el puente de la nariz y se sentó con la cabeza completamente echada hacia atrás.

Al cabo de cinco minutos se le cortó la hemorragia.

Entró en el baño, se lavó la cara, el cuello y el pecho, y volvió a acostarse.

Apenas acababa de cerrar los ojos cuando volvió a sentir el mismísimo picor de antes, aunque esta vez en la fosa nasal derecha. Por lo visto, la mosca había decidido cambiar de campo de exploración.

¿Qué podía hacer para librarse de esa dichosa murga?

A la vista de la experiencia reciente, recurrir a las manos no era lo más indicado.

Sacudió la cabeza con brío. La mosca no sólo no se marchó, sino que se metió aún más adentro.

Quizá si le daba un susto...

—¡Ahhhhh!

El grito que pegó casi lo dejó sordo, pero consiguió el resultado deseado: el picor desapareció.

Estaba adormilándose por fin cuando volvió a notarla, esta vez en la frente. Maldiciendo de nuevo, decidió poner en práctica una estrategia diferente.

Agarró la sábana con ambas manos y se la echó de golpe por encima de la cabeza hasta cubrirla por completo. Así la mosca no podría encontrar un solo centímetro de piel desnuda, aunque, al estar tan tapado, le faltara el aire.

Fue una victoria de brevísima duración.

No había pasado ni un minuto cuando notó claramente cómo aterrizaba en su labio inferior.

Era evidente que la muy cerda asquerosa había salido volando, pero se había quedado por debajo de la sábana.

Lo asaltó un desánimo repentino. Contra aquella maldita mosca no tenía nada que hacer.

«Un hombre fuerte sabe reconocer sus derrotas», se dijo mientras se levantaba resignado para dirigirse al baño.

Al volver al dormitorio para vestirse, cuando estaba a punto de recoger los pantalones de la silla, vio con el rabillo del ojo a la mosca posada encima de la mesita de noche.

La tenía a tiro y aprovechó la oportunidad.

A la velocidad del rayo, levantó la mano derecha y la bajó para aplastar al insecto, que se le quedó pegado a la palma.

Fue al baño y se lavó a conciencia, canturreando satisfecho por haberse desquitado.

No obstante, cuando entró en el dormitorio con los andares jactanciosos del vencedor, se quedó de una pieza.

Había otra mosca que se paseaba por la almohada.

Entonces ¡es que eran dos! ¿Y él a cuál había matado?

¿A la inocente o a la culpable? Si resultaba que se había cargado a la inocente, ¿alguien le reprocharía el error algún día y se lo haría pagar?

«Pero ¡qué gilipolleces se te pasan por la cabeza!», se dijo.

Y empezó a vestirse.

Después de beberse una buena taza de café, y ya bien emperifollado, abrió la cristalera y salió al porche.

El día se presentaba clavadito a una postal turística: playa dorada, mar azul oscuro, cielo azul claro sin la más mínima sombra de nubes. Se veía incluso una vela lejana.

El comisario respiró hondo y al llenarse los pulmones de aire salino se sintió renacer.

A la derecha, justo a la orilla del mar, observó a dos hombres que estaban discutiendo. La pelea debía de ser bastante acalorada, según dedujo de los movimientos agitados y nerviosos de los brazos y las manos, si bien no llegaba a distinguir lo que decían debido a la considerable distancia.

Entonces, de repente, uno de los dos hizo un gesto que Montalbano al principio no vio bien; fue como si hubiera adelantado la mano derecha, que resplandeció por el reflejo de la luz del sol.

Se trataba sin duda de la hoja de una navaja, y la reacción del otro fue inmovilizarlo con ambas manos mientras le propinaba un rodillazo en los cojones. A continuación, los dos cuerpos se enredaron, perdieron el equilibrio y se desplomaron, pero sin dejar de atizarse ferozmente, antes de empezar a rodar por la arena aferrados el uno al otro.

Sin pensárselo dos veces, el comisario bajó del porche y echó a correr hacia los dos hombres. A medida que se acercaba empezó a oír sus voces.

—¡Yo te mato, hijo de la gran puta!

—¡Y yo te hago picadillo!

Llegó casi sin aliento.

Uno de los dos se había colocado encima de su adversario, al que tenía inmovilizado con los brazos en cruz, sujetándoselos con las rodillas: prácticamente se le había sentado encima de la barriga y estaba partiéndole la cara a puñetazos.

Aunque Montalbano no sabía de qué iba aquello, lo derribó de un fuerte puntapié en el costado. El hombre, pillado por sorpresa, cayó de lado sobre la arena, gritando:

—¡Cuidado, tiene una navaja!

El comisario se dio la vuelta de golpe.

En efecto, el del suelo, que ya estaba levantándose, empuñaba una navaja con la mano derecha.

Había cometido un grave error, se había confundido: el más peligroso de los dos era el que estaba en la arena. Sin embargo, Montalbano no le dio tiempo a decir «esta boca es mía» y, de una patada en la cara, lo devolvió a la misma posición de antes, panza arriba. La navaja salió volando.

El otro, que mientras tanto se había levantado, aprovechó de inmediato la situación favorable para abalanzarse sobre su adversario y darle otra vez de puñetazos.

Todo había vuelto al punto de partida.

Entonces Montalbano se inclinó, agarró de los hombros al de los puñetazos y trató de echarlo atrás, pero, como el hombre no opuso resistencia, fue el comisario quien perdió el equilibrio y cayó de espaldas con el desconocido encima.

El de la navaja, por su parte, se lanzó sobre los dos a toda velocidad. El de los puñetazos daba coces tratando de acertar en los cojones de Mont

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